martes, 6 de noviembre de 2018

9

—¿Alguna consigna, oficial?—, preguntó el que recibía el turno, mientras firmaba los formatos respectivos. —No, ninguna. —Señor, de los internos que estuvieron castigados en la semana, ¿pueden pasar a visita familiar? —No, claro que no. —Bien, enterado. —Aunque… hágame una excepción, sólo por esta vez. Permita usted que el interno Norberto Santisteban tenga acceso a su visita semanal. —¿Cambio entonces la lista de los castigados para dar la indicación al personal de ingreso? —No, déjela tal como está. Solo usted, de manera verbal, dígale al interno que puede formarse para el proceso de la visita familiar. —Pero… —Es un favor personal. —Muy bien, como usted lo indique. El oficial Duque hizo el saludo militar a quien dejaba en su puesto y se dirigió a la salida, para hacer su proceso de egreso. Le tocaba descansar el domingo y, aunque no tenía en mente alguna actividad en especial, la travesura que acaba de idear le había arrancado una sonrisa completa que merecía, por sí sola, un almuerzo excepcional, en cuanto llegara a su casa, se diera una ducha y se cambiara el uniforme por ropa de civil. Se subió al autobús y sin preocuparse de otra cosa en el mundo, se quedó profundamente dormido. Despertó ya llegando a la ciudad y estiró los brazos para desperezarse. Cuando bajó en el paradero cercano a su casa, el sol lucía ya todo su esplendor y prometía un domingo bello, digno de cualquier actividad. Tal como lo había programado, el oficial Duque entró en su casa y lo primero que hizo fue tomar un baño largo y reconfortante. Se puso ropa deportiva, tomó sus llaves, su billetera y otros objetos que metió en una bolsa cangurera y salió dispuesto a concederse un buen almuerzo. Mientras tomaba sus alimentos miró a la mesera y se llenó de lascivia. Recordó que era aficionado a una casa de citas en la zona de tolerancia y se propuso dar una vuelta por aquél lugar para atender sus instintos. Hacia la una de la tarde tocó el timbre de la casa de citas. Lo miraron a través de las cámaras de vigilancia, reconociéndolo y permitiendo la entrada. —Hacía ya tiempo que no nos visitaba—, le dijo la dueña mientras le saludaba de mano. —No tanto, acaso unos dos meses, desde que me tocó dar la bienvenida a una niña muy bonita. —Oh, si la recuerdo. Ya no está con nosotros. Pero no se preocupe. Acaso le interese esta. La trajeron de Venezuela hace dos días. Está casi nuevecita y es blanquita, tal como le gustan a usted. —Pues en la fotografía se ve muy bien; habrá que ver cómo se porta y qué sabe hacer. —Ya sabe que con nosotros cuenta con la garantía de la satisfacción total. Si el producto no satisface sus exigencias, simplemente no paga el servicio. Nos esforzamos por ofrecer a nuestros clientes solo productos de calidad. Por eso nos siguen tanto. —Pues entonces que preparen a esta güerita, veremos si es buena. —Mientras tanto, pase usted a la sala, le ofreceremos una copa de brandy para que se relaje. El oficial Duque se acomodó con la confianza de quien se sabe en su casa. Con toda calma esperó a que el hielo de la bebida se disolviera un poco para que la mezcla de brandy y refresco tuviera ya el sabor particular y helado. Fue tomando poco a poco hasta que, pasada media hora, le avisaron que el servicio estaba dispuesto. Sin hacérselo repetir, el oficial Duque pasó a una lujosa habitación, decorada con mucho afán y buen gusto, dotada de los muebles e implementos que se juzgaban necesarios en ése tipo de establecimiento. Junto a la cama, de pie se encontraba una joven sonriente, aunque nerviosa, vestida apenas con ropa interior. El hombre entonces desató todos sus instintos y pasiones y, amante de mandar la sumisión, sometió a la mujer a todo tipo de humillaciones. Tres cuartos de hora después, salió sonriente de la habitación. Lo esperaba la dueña del local. —¿Qué tal estuvo? ¿le satisfizo la calidad del producto? —Totalmente, sigan así y me seguirán considerando su cliente frecuente. Sacó la billetera y pagó a la dueña para luego salir a la calle. La dueña ordenó en voz alta que hicieran el servicio a la habitación. Entró una mujer madura a hacer el aseo completo del cuarto. En la cama encontró a la mujer desnuda que, sangrando, lloraba de dolor y de coraje. Ya en la calle, el oficial Duque respiró hondo y satisfecho. Sacó un cigarro y comenzó a fumar con avidez y caminó rumbo a un parque cercano. Cuando terminó el tabaco sintió sed y se dirigió a un bar que conocía en la zona. Para acortar el camino pasó por un callejón. Como a la mitad del recorrido sintió unos pasos detrás de sí. Miró a un costado de los lentes oscuros y miró con claridad a un hombre que lo seguía en actitud sospechosa. Corrió el cierre de la cangurera que llevaba al frente y metió la mano, sin quitarle la vista de encima, Cuando sintió que era el momento, se detuvo de golpe, se dio la vuelta y sacó de la bolsa una pistola automática que de inmediato apuntó a la persona quien, a la vez, ya le amenazaba con un enorme cuchillo, pero al mirar que pasaba de atacante a atacado, de inmediato echó a correr. El oficial Duque, no obstante haber pasado el peligro, siguió apuntando y, antes de que el individuo ganara la calle principal, le disparó. El hombre cayó unos cinco metros antes de la esquina. El oficial Duque, con toda calma, guardó su arma en el bolso, buscó y recogió el casquillo percutido y siguió su camino sin más ni más. Al llegar a la esquina decidió ya no entrar al bar, pues no quería problemas de ningún tipo, se subió de un salto a un autobús y se dirigió a otra parte de la ciudad. El cuerpo que quedó tirado llamó la atención de quienes por ahí transitaban, en especial de una mujer que justo estaba a unos pasos de donde cayó el hombre. Se llevó la mano a la boca en señal de alarma y su angustia fue mayor cuando vio que el herido, tratando de incorporarse, alargaba hacia ella la mano derecha pidiendo ayuda, al tiempo que sangraba profusamente de la nariz y la boca. No pudo resistir mucho en ésa posición y finalmente se desplomó de manera definitiva. La mujer no pudo resistir la escena y gritó de espanto, iniciando a la vez una crisis nerviosa. Eso justamente desató la atención de una veintena de curiosos que se acercaron de inmediato a ver que estaba pasando. Una joven se dio cuenta de lo que le sucedía a la mujer de la crisis nerviosa y la abrazó, tratando de calmarla, en tanto alguien más había pedido por teléfono el apoyo de una ambulancia. A los tres minutos ya se veía en el lugar un par de policías y a los cinco hizo su arribo una ambulancia. Un paramédico fue a revisar el cuerpo caído y otro se encargó de atender a la mujer que seguía llorando, temblando y balbuceando, con los ojos dilatados y sin poder articular palabra. El primer paramédico informó a su superior que el hombre estaba muerto, y por lo mismo lo que procedía era dar aviso al servicio médico forense para el levantamiento del cadáver. La mujer fue conducida por los dos paramédicos al interior de la ambulancia. Allí la recostaron en la camilla y le aplicaron una inyección para tratar de calmarla. A los diez minutos la mejoría era visible, el temblor general del cuerpo casi había desaparecido, el llanto se había calmado, la dilatación de las pupilas era normal y ya era inteligible lo que expresaba con palabras. —¿Ya se siente mejor, señora? —Sí… gracias… creo que ya estoy bien. —¿Quiere usted que la traslademos al hospital?, ¿siente usted alguna otra molestia?, ¿hay alguna persona que pueda acompañarla a su casa? —No, no… Ya estoy bien… Solo necesito unos minutos… Afuera, había llegado la camioneta del servicio médico forense y los peritos desarrollaban ya su trabajando, tomando diversas fotografías, delimitando e inspeccionando un área determinada, buscando algunos indicios que les permitieran saber la causa de la muerte del hombre y pistas sobre la responsabilidad del autor. En el fondo, los operarios sabían muy bien que el caso pasaría a engrosar la carpeta de los casos sin solución y que el cuerpo que estaban a punto de levantar muy posiblemente quedaría en calidad de desconocido y finalmente, pasado el tiempo que la ley señala para el caso, iría a dar a la fosa común. De todos modos tomaron muchas fotografías y se esmeraron por encontrar algún casquillo percutido en los alrededores, sin tener éxito, de manera que, a la orden del superior, simplemente levantaron el cuerpo, lo depositaron en la cajuela cerrada de la camioneta y se dirigieron a sus oficinas para meterlo en los refrigeradores de la morgue. Cuando se retiró la camioneta con el cadáver, los paramédicos volvieron a checar los signos vitales de la mujer y concluyeron de que estaba mucho mejor y había superado la crisis nerviosa. Le recomendaron que regresara de inmediato a su casa y, de ser posible, no anduviera sola por las calles. Ella dio las gracias puntualmente y prometió que volvería de inmediato a su domicilio. Media hora más tarde, la mujer del contador Santisteban metía la llave al cerrojo de su puerta, dejaba la bolsa de mano en una mesita y se quitaba los zapatos para tenderse en el sofá, todavía temblando por haber visto la muerte de una persona. Se acordó que hacía poco le habían dicho que su condición física no era apta para ése tipo de emociones, pero desde luego ella ni había buscado ni había querido presenciar ése acontecimiento. Simplemente sucedió. A unos cuantos pasos de ella un hombre había muerto de forma espantosa. Luego de unos minutos, la mujer fue a la cocina, se sirvió algo de comida y se tomó sus medicamentos. ¡Había ido a la iglesia del centro a escuchar misa y a rezar por el bienestar de su marido y lo que había logrado era regresar mucho más alterada! Otra vez en el sofá, encendió el televisor y trató de distraer su mente en cualquier cosa, en un reportaje, en una película, hasta en un partido de futbol. El asunto era recuperar su tranquilidad, olvidar en la medida de lo posible la impresión que había tenido y no dejar que su condición física se siguiera degenerando. Sabía muy bien que su esposo necesitaba de ella y para eso era indispensable no enfermarse más, no perder la buena disposición y sobre todo no perder el optimismo, porque debía inyectárselo a su marido cada vez que tuviera oportunidad de verlo y de hablar con él. Suspiró hondamente y se imaginó a su marido castigado, aunque no sabía bien a bien en qué consistían los correctivos, acaso pensando que ella habría ido a la prisión procurando la visita familiar de los domingos y se estaría lamentando por no tener autorización de salir a la reja del locutorio a hablar aunque fuera los quince minutos que les eran concedidos. La realidad era diferente. A ésa hora, Norberto Santisteban, ya plenamente convencido de que su mujer no había ido a verlo, estaba sentado en la banqueta afuera de su celda imaginando cualquier cosa por la que ella no hubiera acudido a la visita semanal. Por la mañana, el oficial al mando había notificado a los internos que tenían derecho de pasar al área de locutorios a conversar con sus familiares y, para su admiración, él fue nombrado. Estaba seguro de que no le permitirían tal derecho, pues había estado castigado en la semana, y sus compañeros le habían advertido que cuando tal sucedía, no se podía acudir a hablar a los familiares. Por eso se extrañó, pero también se alegró, cuando escuchó mencionar su nombre entre lo que debían prepararse para recibir la visita familiar. La noticia lo animó mucho, se puso muy contento y se preparó para no volver a cometer el mismo error que en la visita anterior. Se dijo que cumpliría estrictamente con las órdenes de los celadores y cuando le fuera ordenado separarse de la reja del locutorio lo haría sin presentar ningún tipo de resistencia. No quería, además, que su mujer se alterara como le contaron que sucedió en la visita previa y tampoco tenía la intención de que lo volvieran a meter en la celda oscura. También se preparó para poner toda su atención en las noticias que le traería su mujer, en especial acerca del desarrollo de su proceso y los avances que el abogado que estaba pagando su amigo, el dueño de la tienda de telas, en torno de la comprobación de su inocencia. Agendó, asimismo, preguntar por su hija, si es que había tenido contacto con su madre o estaba dedicada enteramente al curso que le habían dicho iba a tomar en Alemania. En fin, puso toda su atención en ésos asuntos y, con visible contento, pasó al área en donde los internos esperaban pacientemente a ser llamados para pasar al locutorio que les correspondiera a tener la visita familiar. Miró como sus primeros compañeros fueron llamados para la entrevista. A los quince minutos pasó otro grupo y después otro y otro. Miraba insistentemente el cielo mientras aguardaba escuchar su nombre. Las horas fueron pasando y su ánimo fue decayendo. Finalmente, cuando vio que apenas quedaban unos treinta internos en el patio, se acercó con la mejor educación que pudo al oficial de turno y pidió que se verificara si aún no lo habían llamado para ver a su esposa. La respuesta, sin ser agresiva, le pareció muy dolorosa, pues le confirmaron que no se había presentado ninguna persona a pedir una entrevista familiar con él. Sin embargo, no quiso renunciar a la esperanza y volvió a su sitio en el patio de espera hasta que miró como los últimos internos pasaban al locutorio correspondiente. Se sentía triste, abatido, desesperanzado. Sabía que no era una gran tragedia que su mujer no hubiera ido a visitarlo, pero en el fondo tenía un gran pesar y un mar de dudas volvió a aguijonarlo, como piquetes de abeja. —¿Se habrá enfermado seriamente, a causa del desmayo que le provocó mi actitud de la semana pasada?, ¿estará comiendo bien, tendrá dinero suficiente para comprar comida?, ¿estará tomando puntualmente sus medicamentos?, ¿habrá tenido alguna recaída?, ¿y si hubiera enfermado gravemente, al grado de tener que ingresar al hospital?, ¿quién la estaría cuidando, quién estaría velando al lado de su cama?, ¿y si hubiera sufrido un accidente, si hubiera, por ejemplo, chocado el coche, considerado que no era muy buena al conducir?, ¿y si ése accidente hubiera sido fatal?, ¿qué pasaría si de pronto le avisaran que su mujer había muerto como consecuencia de un accidente vial?, ¿quién quedaría al pendiente de él, quién sería su vínculo con el mundo exterior?, ¿quién se interesaría por su vida, por su suerte?, ¿estaría condenado a morir en ésa prisión?... Cabizbajo entró en el comedor cundo le dieron la orden. Sólo le entregaron un vaso de agua de limón y una torta de frijoles. Devoró su alimento en silencio, metido en sus profundas cavilaciones, en sus miedos, en sus temores. Salió del comedor y con pasos cortos se dirigió a su celda, pero no entró, pues todavía no se daba ésa orden. Sus compañeros caminaban por los alrededores, conversando y dado grandes risotadas. Él llegó a la puerta de la celda y se sentó en la banqueta. Fue la primera vez en que perdió la mirada, es decir, se puso a ver hacia al frente, a un punto indeterminado, pero parecía estar del todo ausente, insensible para lo que sucedía a su alrededor, como si se hubiera abstraído por completo del mundo físico que lo rodeaba. A nadie le extrañó su postura ni su aislamiento. La verdad es que en la cárcel nadie le importa a nadie. Cada uno tiene suficiente con su propio sufrimiento como para interesarse por lo que le pase al vecino. Si alguien se cae, difícilmente lo levantan; si alguien es castigado, no recibe la defensa ni la compasión de los demás. Si alguien cae enfermo no recibe el saludo amistoso y el deseo franco de la pronta recuperación de la salud. Si alguien muere, no se guarda por él profundo y riguroso luto y apenas se le registra como un acontecimiento más en el largo anecdotario de los interminables días en la prisión. Cuando se dio la orden para formarse en el patio para hacer el recuento de rigor, el celador tuvo que golpearlo para sacarlo de su ensimismamiento y hacer que tomara su lugar en la fila. Luego, cuando se determinó que todos debían entrar en la celda para dormir, el hombre fue el último en ingresar, casi arrastrando los pies. Tomó casi por instinto su colchoneta y, apoyado en los barrotes, se dejó caer abatido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario