martes, 6 de noviembre de 2018

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—Mire, señora, créame que estoy tratando de brindarle toda la ayuda posible. Pero el caso es que el nombre de su esposo no aparece en nuestras listas de órdenes de aprehensión ni tampoco en nuestra relación de personas detenidas en los últimos tres días. No debe usted descartar que haya sido secuestrado, a lo mejor por un comando del crimen organizado, máxime si andaba en malos pasos. En ese caso, señora, por ley, debe usted esperar tres días para denunciar la desaparición ante la procuraduría. Existe también la posibilidad de que su marido se haya ido de parranda con sus amigos y a lo mejor lo detuvo la policía municipal por alguna falta administrativa, en cuyo caso tendría usted que acudir a sus instalaciones a preguntar, pues nosotros no tenemos ni conocimiento ni control sobre los aseguramientos que ellos realizan. Finalmente, señora, aunque tampoco se lo deseo, sería bueno que le ayudaran a buscar a su marido en la morgue, en los hospitales y en la cruz roja por si —Dios no lo quiera— su marido haya sido víctima de algún accidente. Mire, señora, aquí le obsequio una lista con las direcciones y teléfonos de las instituciones que suelen estar involucradas en el seguimiento de este tipo de casos. De verdad lamento no poder ayudarla más, pero es todo lo que podemos hacer desde esta Unidad Central de la Policía Preventiva. Le deseo que tenga mucha suerte. Si usted considera que no le atendimos debidamente y quiere promover una queja, este es el número telefónico para iniciar su trámite. Que tenga usted muy buenas tardes. La mujer quedó más confundida que orientada. Sólo alcanzó a balbucear un tibio agradecimiento y se dirigió lentamente hacia la puerta de salida. Lo único que le quedó en claro fue que ahí no tenían detenido a su marido, y que debía iniciar una lenta romería por toda la ciudad buscando desde cuerpos muertos hasta detenidos por andar de borrachera. Las manos le temblaban mientras trataba de leer la lista que le habían dado. Llegó a la puerta de salida y se dio cuenta de que estaba lloviendo a chorros. Buscó con la mirada el coche de sus vecinos que le habían hecho el favor de llevarla hasta allí, pero no lo vio de inmediato. Descendió los peldaños que le separaban del nivel de la calle. Una vez allí, y ya completamente empapada, vio a lo lejos acercarse con lentitud el automóvil que esperaba; cruzó la calle y miró de frente el edificio, llenándose de tristeza al preguntarse dónde estaría su marido, si habría dormido bien, si ya habría comido y tomado sus medicamentos, si no tendría miedo… Sin soportar ella misma, se soltó a llorar, confundiendo su llanto con el agua que se precipitaba del cielo. Vio pasar una camioneta oficial de la policía y solo por un instante sintió la presencia cercana de su marido. Luego se acercó el coche de sus vecinos y subió mojada de lluvia y de lágrimas. —¿Nada? —Nada. Dicen que aquí no han traído a nadie con ése nombre. Me dieron esta lista de lugares en donde podría estar. El hombre detrás del volante tomo la hoja doblada y un poco húmeda y comenzó a leer. Mientras tanto la mujer que viajaba de copiloto trataba de consolar lo mejor posible a la que viajaba atrás. —No te preocupes, manita; ya verás cómo lo encontramos y seguramente estará bien. Nosotros te vamos a acompañar a donde sea necesario. Con el favor de Dios, muy pronto tendrás a tu esposo de vuelta en tu casa. La aludida dio las gracias lo mejor que pudo, en tanto que el hombre ya había delineado una ruta logística con base en la información que le habían proporcionado. Aceleró la marcha del vehículo y declaró que el primer punto a visitar sería las instalaciones del servicio médico forense, es decir, la morgue con lo que, de paso, se podría descartar el peor escenario. Cuando bajaron, la mujer que viajaba de copiloto entendió que debía acompañar a su amiga en un trance tan amargo. La mujer del desaparecido descendió del coche visiblemente nerviosa, orando a Dios con todo su corazón para no encontrar a su esposo entre los muertos. Cuando se dirigieron con el responsable de información, éste buscó en la lista el nombre de la persona extraviada y no lo encontró, con lo que la mujer se sintió aliviada, pero un momento después se volvió a llenar de terror e incertidumbre. —A pesar de que por nombre no lo encontramos, señora, la verdad es que la mayoría de los cadáveres que ingresan a esta institución lo hacen en calidad de desconocidos. De este modo, lo ideal sería, si usted gusta, hacer un reconocimiento personal. Tenemos veintidós cuerpos ahora mismo en calidad de no reconocidos. Se lo sugiero para que, si no lo encuentra, se vaya usted plenamente segura. La mujer dudó un poco. Era evidente que la sola idea de pasar revista a una veintena de cadáveres le causaba horror. Por suerte el esposo de su acompañante ya se les había unido, luego de estacionar el vehículo y, sin apenas pestañear, se ofreció diligente a hacer el recorrido mortuorio. Pidió que le entregaran una fotografía del desaparecido, pues no lo conocía y, armado con el retrato, caminó detrás del guardia que le guiaría hacia las cámaras frigoríficas donde se almacenaban los cadáveres. Las dos mujeres se sentaron a esperar. Como a la media hora vieron regresar al hombre. La expresión era fría, impenetrable. En vez de dirigirse a las mujeres, se volvió al escritorio de la recepción. La esposa del desaparecido no aguantó la incertidumbre y se acercó de inmediato. —Es que hay uno que se parece mucho… La mujer sintió que algo le traspasaba el estómago de lado a lado y todo su cuerpo comenzó a temblar. —Mire, señor, el cuerpo de la plancha número seis ingresó a las ocho de la noche del pasado jueves. —Entonces no es él. —No, bajo ése criterio, no podría ser. La mujer no soportó tantas emociones en su pecho y estalló en llanto. Su amiga la abrazó tratando de consolarla con el hecho de que lo peor había pasado y que su marido no estaba muerto, por lo que debían seguir buscándolo. El hombre fue el encargado de dar las gracias al oficial que les había prestado ayuda y los tres se dirigieron a la puerta de salida. Ya instalados otra vez en el interior el coche, la mujer que viajaba de copiloto se volvió a ver a su marido preguntando con la mirada cuál sería el siguiente destino. —Ahora vamos a los hospitales. Si no estuvo aquí, lo peor que podría pasarle es estar herido. Comenzaron de esta forma un tortuoso y lento periplo por hospitales públicos y privados, así como instituciones de atención de emergencias, en busca del desaparecido. El comportamiento fue más o menos el mismo: espera de una media hora para que alguien se dignara atenderlos, canalización con la trabajadora social para conocer la información por la vía oficial, otra vez espera de la empleada que nunca estaba en el lugar que le correspondía, luego la revisión minuciosa de las listas de ingreso y, finalmente, la respuesta en negativo, pues ningún hombre con ése nombre y con ésas características físicas había ingresado a la institución. Así pasaron las horas hasta que los sorprendió la mañana- El cansancio era evidente. El hombre, sin decir nada, estacionó el vehículo junto a un puesto ambulante de desayunos y ordenó a las mujeres que bajaran. Se sentaron sin apenas decir nada. Los esposos pidieron una ración sustanciosa para poder saciar su hambre, pero la mujer del desaparecido apenas veía la carta con desgano. Su amiga procuró animarla y convencerla de que debía alimentarse, pues de otra manera no tendría fuerza para poder continuar con la búsqueda. Con desgano comió lo que le pidieron del menú y apenas quiso pronunciar palabra. Se sentía cansada, emocionalmente muy lastimada por todos los acontecimientos y, sobre todo, no podía entender nada de lo que le estaba sucediendo. Se imaginó que ésa mañana de domingo, como la de cualquier otro, ella y su marido habrían despertada a las siete de la mañana, se habrían duchado juntos, ayudándose mutuamente en ese inocente y amoroso juego del aseo dominical, para luego vestirse con sus trajes de paseo, ir a escuchar misa, salir a desayunar a la misma fonda de toda la vida, hacer una larga y lenta caminata hasta el mercado, comprar la fruta, la verdura y la carne para hacer el infaltable asado y luego regresar a casa, tomados de la mano, con una lentitud parsimoniosa, saludando a los vecinos que, igualmente, asidos a sus rutinas, hacían del domingo su día especial. Este pensamiento la hizo llorar nuevamente. Ahogó sus sollozos con pequeños sorbos de café, mientras su amiga la abrazaba, procurando darle ánimos para continuar la búsqueda. Cuando terminaron el desayuno, el hombre pagó la cuenta y dijo que los últimos lugares anotados en la lista eran las prisiones preventivas de la policía estatal y el centro de detención administrativa de la policía municipal. Primero se dirigieron a los centros de detención estatales. Como era domingo, resultó ser un verdadero hervidero de gente, pues era día de visita. La mujer del desaparecido quedó impactada cuando supo que había señoras que se formaban desde la media noche con tal de poder ver a sus familiares durante apenas quince minutos. —Señora, mire, tenemos mucho trabajo hoy. Usted misma puede ver la lista de personas remitidas a esta dependencia en las últimas setenta y dos horas. Está allí pegada. Si no encuentra el nombre de su familiar allí, pues simplemente no lo han traído a esta dependencia. Ahora, si me permite, y con todo respeto, déjeme seguir atendiendo a las otras personas. La mujer clavó los ojos largamente en las tres hojas pegadas en un cristal. Las repasó cinco veces y no encontró el nombre de su marido. Su amiga también ayudó y constató que no había registro. Animó lo mejor que pudo a la doliente y se la llevó afuera para abordar otra vez el vehículo y continuar con el siguiente puesto de detención. Allí sucedió lo mismo. Eran las tres de la tarde cuando llegaron al centro de detención administrativa de la policía municipal, es decir, el lugar en que concentraban a las personas principalmente por reñir, escandalizar en estado de ebriedad o causar algún accidente vial. Del mismo modo que en los puntos anteriores, era muy grande el número de personas que se agolpaban en la dependencia, principalmente tratado de que el juez calificara la multa de sus familiares, para poder pagar y sacarlos de allí. —Déjeme revisar, señora, creo que sí está. Al menos por la descripción que me da, sí tenemos a un hombre con ésas características. Permítame a que regrese el guardia responsable para poder verificarlo. Pasó casi una hora, hasta que al fin la mujer fue llamada a la barandilla para verificar el nombre el asegurado. —Pues, señora, tenemos a un hombre con las características que usted refiere, pero está ahogado de borracho todavía. Ingresó aquí a las diez de la mañana y es tal su grado de intoxicación, que ni siquiera pudo decirnos su nombre. Lo único que puedo ofrecerle es que pudiera usted pasar a reconocerlo, pues no trae consigo ninguna identificación. La mujer sintió alegría. Nada le importaba si su marido, contrario a todas sus costumbres, hubiera decidido ponerse una borrachera de muchacho de veinte años; no le importaba tampoco si le imponían una multa elevada o si había que pagar algún otro daño o estropicio. Lo único importante es que pudiera por fin encontrarlo, que estuviera bien y poder llevarlo a casa. Todo lo demás, era lo de menos. La mujer asintió de inmediato y siguió al oficial de guardia por un pasillo largo, con celdas a los lados, a través de cuyas rejas se podía ver a muchos hombres, con un olor reconcentrado a orina y a humedad. Cuando llegaron a la celda indicada, un hombre estaba acostado sobre la litera, dando la espalda a la puerta, por lo que la mujer no pudo distinguirlo de inmediato. —¡Eh, tú, borracho, levántate! ¡Ya vinieron por ti! Con la dificultad de una morsa, el hombre comenzó a moverse lentamente, hasta ponerse de pie y luego avanzar trastabillando hasta la puerta, asiéndose de los barrotes. Era gordo y calvo. Apestaba a licor barato. Apenas pudo articular unas palabras. —A sus órdenes… mi general… yo… discúlpeme… yo… limpiaré todo… —No, no es. Este no es mi marido, oficial. La mujer dio vuelta y comenzó a recorrer el pasillo de regreso. Otra vez frente a la barandilla, recibió la conclusión de su pesquisa. —Pues, señora, lo sentimos, pero es todo lo que podemos hacer por usted. Eran las seis de la tarde. Llevaban buscando al desaparecido más de veinticuatro horas. El cansancio era manifiesto. —Mira, querida, estamos comentando Luis y yo que ya estamos cansados los tres y que lo que más conviene es que regresemos a casa, durmamos y mañana temprano yo te sigo acompañando en tu búsqueda. Luis tiene que ir a trabajar, pero yo te ofrezco otra vez estar conmigo. Ahorita ya muy poco podemos avanzar y hasta nos arriesgamos a que nos vaya a pasar algo, de lo puro fatigamos que ya andamos. La mujer del desaparecido no pudo contradecir. Desde luego hubiera querido continuar la búsqueda, pero comprendió las razones que se le exponían. Dio las gracias por la ayuda recibida y, guardando silencio miro a través de las ventanas del vehículo los edificios y los árboles, de regreso a casa, sin dejar de pensar en su marido. Nuevamente agradeció de la manera más cumplida cuando bajó del coche. Su amiga le prometió llamarle por teléfono por la mañana para acordar los lugares en los que continuarían la búsqueda del desparecido. La mujer entró a su casa. Estaba oscura, vacía, inmensa, casi tétrica. Fue a su alcoba, se cambió los zapatos por unas cómodas pantuflas. Se lavó las manos y recordó que no había ingerido sus medicamentos. En la cocina tomó un vaso con leche y un pan. Se sentó en el sofá y comió sin ganas, pero con la necesidad de ingerir algo para poder absorber los medicamentos. Comenzó a resentir el cansancio. Varias veces se había mojado y prácticamente se había secado sin cambiarse de ropa. Temió que pudiera enfermarse por tanto descuido. Se descalzó y se tendió en el sofá, y casi de inmediato se quedó dormida. Abrió los ojos y el primer pensamiento ya con plena conciencia fue el recuerdo de su marido. En tres segundos recordó toda la secuencia de lo que había vivido en las últimas horas y de inmediato retomó fuerza para continuar con la búsqueda de su marido. Fue a la cocina y se preparó algo de desayunar y de inmediato tomó sus medicamentos. Luego llamó a su amiga para acordar dónde se verían para continuar con la labor. —¡Ay, manita! Es que fíjate que anoche que llegamos nos avisaron que mi suegra se había puesto mal y la verdad ya voy camino a verla, pues ya ves que Luis tuvo que irse a trabajar. Discúlpame. Te prometo que en cuanto regrese, te llamaré para seguirte ayudando. —Está bien, no te preocupes. La mujer terminó la llamada en el teléfono celular. Era evidente que debía enfrentarse al mundo ella sola. Comenzó a darse ánimos y a repetirse que su marido la necesitaba, que no podía hacerse la tonta ni la torpe. Tenía que ir a donde debiera ir, y hablar con quien fuera necesario, pues quería y debía encontrar a su marido. Se llenó de coraje y de pundonor y se prometió hacer todo, hasta lo imposible, por rescatar a su esposo, estuviera donde fuera. Entró a la ducha y se dio un baño. Se cambió de ropa. Tomó las cosas que juzgo necesarias. Se preparó algo de comida y agua para cuando hubiera necesidad y salió a la calle. Su primer dilema fue saber hacia dónde debía ir, a qué oficina debía dirigirse. Llegó a la avenida principal y atinó a parar un autobús que iba al centro de la ciudad y tenía un letrero que decía “SUPREMA CORTE”. Por instinto la mujer se trepó al vehículo y se encomendó a Dios para que iluminara su camino. El edificio de la corte era grande, hermoso. Abarcaba toda una cuadra y se veía entrar y salir a muchas personas, casi todas de traje formal y con maletines en las manos. En la puerta había dos policías, un gabinete y una libreta de registro. Antes de entrar, la mujer tomó sus precauciones. Trató de poner en orden sus ideas. Sabía qué le iban a preguntar, y se dijo que lo mejor era organizar su pensamiento para que no terminara estallando en llanto. Ensayó dos o tres veces en su mente lo que iba a exponer ante los policías y una vez que creyó que estaba lista, se dirigió al interior del edificio, haciendo acopio de todo el aplomo del que disponía. —¿Qué oficina visita? ¿Qué asunto va a tratar? —Estoy buscando un abogado que pueda ayudarme, pues mi esposo fue detenido el pasado sábado a mediodía. Lo he buscado por diferentes comisarias, hospitales, centros de detención y hasta en la morgue y no lo he encontrado y tampoco me han brindado ayuda. —¿Ya presentó su denuncia por secuestro? ¿Ya se presentó usted a declarar de manera ministerial? —No, señor; le repito que lo que he hecho es buscarlo por mi propia cuenta; he andado por diversas dependencias y no he encontrado respaldo ni ayuda. —Señora, no podemos hacer nada por usted; no es competencia de la corte. Disculpe usted y permita que pasen las siguientes personas. La mujer estuvo a punto de decir “Ah, bueno, entonces muchas gracias, hasta pronto”, pero recordó que no llegaría a ningún lado con una actitud medrosa, y se mordió los labios. —Le repito que vengo aquí, a la corte, a recibir la ayuda y la orientación a que tengo derecho como toda ciudadana —la voz era firme, casi retadora— No me voy a mover de aquí hasta que se me brinde ése servicio y que sea de calidad. Todos los ciudadanos tenemos derecho de audiencia y merecemos la atención de quienes integran esta corte. —Pero, señora, le repito que nosotros… —¡Y yo le repito que no me voy de aquí hasta que alguien me ayude! Mi marido está detenido o desaparecido y no voy a abandonarlo. ¡Estoy dispuesta a hablar con el Presidente de la República, si es necesario! ¿Me entiende? —Sí, señora, la entiendo, pero… —Oficial, pásela a mi oficina. Yo atenderé a la señora de manera personal. —Como usted indique, señora magistrada. Una mujer elegante, muy distinguida, obsequió a la pedigüeña una sonrisa amable que le prometía la ayuda que estaba pidiendo. —La espero en mi oficina, señora. El oficial le dará todas las indicaciones. —Muchas gracias, señora. La mujer hizo su registro y uno de los oficiales la condujo personalmente hasta la oficina de la magistrada. Era una oficina hermosa, con piso y paredes de madera, con luces tenues y muebles finos. La recién llegada esperó unos quince minutos hasta que fue invitada a pasar a la oficina principal. Siguió la misma estrategia que antes de ingresar al edificio: puso en claro su pensamiento, organizó sus ideas, y repasó con claridad lo que iba a exponerle a la magistrada y la ayuda que iba a pedirle. Cuando tuve frente a sí a la funcionaria, se pellizcó las piernas para no caer en lloriqueos o divagaciones. Con palabras claras expuso todo lo que había pasado y lo que había sucedido. Por último, haciendo un gran esfuerzo para no llorar, pidió ayuda a la magistrada para encontrar a su marido. La abogada levantó el teléfono y pidió la presencia de uno de sus ayudantes. Le hizo un resumen de la situación y le dijo que tenía la orden de llamar, usando su nombre, a quien fuera necesario, hasta encontrar a la persona. La magistrada despidió a la mujer pidiéndole que le dejara a su ayudante sus datos personales y que estuviera pendiente. Le dijo que lo más recomendable era que por el momento regresara a su casa y que al día siguiente volviera a visitarla, pues seguramente ya tendrían alguna información. La mujer llenó a la magistrada de todo tipo de agradecimientos y, ya sin poder controlarse, se echó a llorar, mientras pedía que Dios protegiera y bendijera a la abogada que seguramente para ella era un ángel. Salió del edificio de la corte y aprovechó que estaba en el centro de la ciudad y entró a la catedral. Desde niña había acudido con su madre a rezar con especial fervor al Cristo Negro y a sus pies fue a caer implorando con toda su alma por la salud y pronta localización y rescate de su marido y porque a ella se le concediera la fuerza, la salud y la inteligencia para continuar con su búsqueda. Iba a santiguarse con agua bendita de la fuente bautismal cuando escuchó el timbre de su teléfono celular. Abrió rápidamente su bolso de mano y contestó. —Le llamo de parte de la oficina de la magistrada. Ya tenemos información que le puede interesar. Le pedimos que venga lo más pronto posible para que le podamos entregar los datos que posemos. La mujer sintió que iba volando por las tres cuadras que le separaba del lugar donde estaba del edificio de la corte. No tenía mucha conciencia de las personas que pasaban a su lado y tampoco de los vehículos que casi estuvieron a punto de atropellarla. Llegó al edificio de la corte y pasó de inmediato a la oficina de la magistrada, donde ya le esperaba el subordinado al que habían encargado el caso. —Señora, ya hicimos las llamadas correspondientes, conforme nos instruyó la magistrada. Su esposo ingresó, en calidad de detenido a la central de la policía preventiva. Aquí tiene usted la dirección y los números de teléfono. También le doy una tarjeta para el director de ésa institución, de manera que le facilitarán toda la información que necesite. Me dijeron que de hecho su esposo, debido a la naturaleza del delito que le imputan, fue trasladado a una prisión federal. De momento es todo lo que podemos informarme además de que, desde luego, su esposo parece estar bien de salud, pues fue atendido por el médico legista y le han prescrito y administrado los medicamentos que requiere para la atención de sus enfermedades. La magistrada queda a sus órdenes. La mujer se llevó las manos a la cara en cuanto escuchó lo de la transferencia a una prisión federal. No sabía exactamente qué significaba, pero adivinó que no era nada bueno. Salió del edificio de la corte y se encaminó a la central de la policía preventiva, en donde de hecho ya había estado, pero le habían dicho que ninguna persona había ingresado con ése nombre. Se dijo que ahora sería diferente, toda vez que llevaba la recomendación de una persona importante. Cuando llegó a su destino pidió hablar con el director y entregó la tarjeta de recomendación firmada por la magistrada. Antes de que transcurrieran dos minutos le hicieron pasar a la oficina del funcionario. —Señora, le ofrecemos una gran disculpa, pues tuvimos de manera interna una confusión. Su señor esposo sí ingresó a esta dependencia, pero hubo orden del juez que sigue la causa para trasladarlo a una prisión federal, considerando la naturaleza del delito del que presuntamente se le inculpa. Aquí tiene usted una tarjeta con los datos de la institución. Le comento que su esposo salió de esta institución gozando de plena salud y con la alimentación y medicamentos que sus enfermedades requieren. Si en algo más le puedo ser de utilidad, estaré a sus órdenes. —¿Cuándo y a qué hora lo transfirieron? —El domingo, a las seis de la tarde. La mujer salió pensativa. Llegó a la escalinata exterior y recordó que la vez anterior estaba lloviendo mucho. Se acordó también que, antes de sus amigos pasaran por ella en el coche, vio una camioneta de la policía y sintió muy cerca la presencia de su marido. —¡Era él! ¡Ahí lo llevaban! ¡Era él!

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