martes, 6 de noviembre de 2018

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Las luchas al interior de las cárceles no necesitan mucha explicación. Es tanta la tensión y la presión que cualquier chispa, cualquier gesto, cualquier tropiezo o detalle termina detonando un incendio. Es como estar jugando con fósforos ante la puerta abierta de la santabárbara de un barco antiguo. Tarde o temprano —más temprano que tarde— termina estallando el conflicto. Las autoridades de la prisión, por más que hicieron un somero intento por averiguar qué fue lo que sucedió ésa mañana, no lograron establecer el móvil del inicio del enfrentamiento. Algunos dijeron que todo se debió a que uno le quiso quitar la colchoneta a otro; había quien afirmaba que cierto interno adicto a la mariguana, se encontraba tranquilamente fumando por la mañana, cuando alguien se tropezó por accidente con él y se molestó respondiendo violentamente; había quien juraba que la realidad era que el enfrentamiento se había generado como un engaño para ocultar el intento de fuga de dos reos de la más alta peligrosidad que tenían planeado y acordado con los custodios que en medio de la refriega encontrarían las puertas abiertas para poder salir; algún otro afirmaba que efectivamente todo había sido un plan preconcebido, pero con la finalidad de tener el pretexto ideal de eliminar a uno de los principales líderes de la banda más fuerte al interior del presidio, pero que a final de cuentas no habían obtenido su cometido; había, en fin, quien decía que todo había sido una triste coincidencia, pues ambas bandas estaban ya preparándose para un enfrentamiento inminente y vivían en permanente alerta, en estado de tensión, hasta que alguna riña doméstica cualquiera, que en condiciones normales no habría pasado de unas patadas o unos empujones, sirvió como válvula de escape para dar paso a este enfrentamiento que, si bien no había sido el peor de la historia al interior del penal, si había causado un muerto y media docena de heridos de seriedad. Para las autoridades de la prisión, el asunto representó una gran crisis que hubo que controlar. Lo primero fue, por supuesto, calmar los ánimos y regresar a cada cual a su celda para que, aislados, fueran más fáciles de manejar. Lo segundo fue hacer el cateo de las celdas, como se hacía de continuo y encontrar, como siempre, drogas de todo tipo, armas, teléfonos y otras cosas prohibidas al interior de la institución. Lo tercero fue generar las condiciones para que el enfrentamiento no alcanzara otras dimensiones, es decir, para que no se repitiera de manera inmediata y con peores consecuencias, y ello implicaba auspiciar acuerdos entre los líderes de las bandas, lo que a la vez consideraba el a quién echarle la culpa de los sucesos y procesar por tales acontecimientos. Ya listo lo anterior, que era considerado lo prioritario, se dio paso en cuarto lugar, a la entrada de las ambulancias para la atención de los heridos de mayor gravedad. Como quinto paso se hizo el levantamiento del cadáver —a fin de cuentas, el muerto ya no podía revivir— junto con las diligencias ministeriales correspondientes. Finalmente, como sexta etapa, el muy delicado tema de la comunicación a los medios de lo que había sucedido, la respuesta a las principales interrogantes, de la más difusa y ambigua posible, y el decir a los familiares de los internos que todo estaba bien y que los heridos estaban fuera de todo peligro, dejando como un caso particular el tratamiento para los familiares del fallecido. El director de la prisión fue dando puntual seguimiento al desarrollo de cada uno de estos pasos, participado activamente en algunas actividades. Para su desgracia, de algún modo, por algún medio, se filtró la información y como un verdadero avispero llegaron reporteros de todos los medios armados con sus cámaras y grabadoras y esto alertó a los familiares de los internos quienes se agolparon a las afueras del penal exigiendo información veraz sobre lo que estaba sucediendo y sobre la salud de sus familiares. Evidentemente, esta misma condición detonó las llamadas telefónicas al despacho del director, quien se enfocó sólo en responder al jefe de la política nacional, informando exactamente lo que había sucedido y cómo se estaba atendiendo, dejando para después a quienes desde los consejos de redacción de los medios más importantes del país le exigían fijar su postura al respecto. El director supo muy bien que se jugaba el pellejo en cada instante de esta crisis, que incluso podía pasar de autoridad de una penitenciaría a interno de alguna otra. Había ensayado con su personal muchas veces qué hacer en caso de acontecimientos como éste y no era la primera vez que vivía un momento álgido. Ya en otros puestos, en diferentes cárceles del país había presenciado grandes motines en donde incluso él mismo fue rehén de un grupo de prisioneros quienes amenazaban constantemente con matarlo si no se cumplían de inmediato sus exigencias. De todos modos, a pesar de no ser un improvisado o un novato, no dejó de sentir la tensión propia de ésos acontecimientos. Antes de pasar al tema de la atención a la prensa, habló en persona con el jefe de la política nacional, haciéndole un balance exacto de los acontecimientos y daños y recibió la autorización de coordinarse con un experto en control de daños de la dependencia para delinear la fijación de postura pública. Lo más difícil fue lidiar con la prensa, sobre todo porque algunos francamente aprovecharon el momento político para tratar de hacer que el tema fuera subido a los tapetes de discusión nacional en el parlamento y también porque algunos medios tenían franca línea opositora al gobierno. Con los familiares de los internos, en cuando recibieron la notificación de que los heridos habían sido pocos y se dieron a conocer sus nombres, todos aquéllos que no se sintieron afectados de forma directa se dispersaron con cierta facilidad. Quienes resultaron con un familiar herido, se les dio un trato preferencial procurando aislarlos del contacto con la prensa para no contaminar más el conflicto y prometiéndoles que en cuento estuvieran estables podrían visitarlos en el hospital al que habían sido remitidos. En el caso de los familiares del difunto, la madre entró en shock, por lo que los acuerdos se hicieron con su hija, hermana del interno muerto, y se aprovechó su falta de experiencia para que firmara toda la documentación, prometiéndole que la institución se haría cargo de todos los gastos funerarios. Ya entrada la noche, el pleno de los consejeros de derechos humanos entraron a la oficina del director, aceptando que la reunión se realizara sin la prensa para no enrarecer aún más los acontecimientos. Allí, hacia la media noche, fueron informados exactamente de lo que había sucedido y recibieron, como siempre, la promesa de que las causas de fondo serían atendidas de forma inmediata para evitar futuras repeticiones. Ya con todos más relajados, se sirvió una cena ligera y hacia las dos de la mañana, los comisionados salieron muy contentos de haber tenido una reunión tan productiva. Desde la oficina del responsable de la política nacional, se ordenó que los medios de comunicación más grandes que eran afines al gobierno, le dieran más importancia y cobertura al triunfo del equipo de futbol nacional que lo perfilaba ya con un boleto ganado para el campeonato mundial y con el reciente lanzamiento de un disco del cantante de moda, de manera que al menos, para el sector más grande de la población que atendía todas las noches ésos noticieros, el suceso de la prisión quedó casi en el plano de la mera referencia, de una anécdota como las que suceden todos los días. Hacia las tres de la mañana, de forma personal, el director estaba recorrido los dos hospitales a donde habían sido remitidos los heridos de la riña. Todos ellos habían requerido de atención médica especializada pero, para el alivio del director y de su carrera, ninguno de ellos tenía riesgo de muerte, de manera que, pasado el tiempo que fuera necesario, con la debida atención, volverían al lugar del que habían salido. El director entró a su casa a las cuatro y media de la mañana. Tomó un bañó ligero, de apenas cinco minutos, y se fue a dormir, luego de haber tomado una píldora efectiva para inducirle al sueño. Despertó a las nueve de la mañana y por teléfono se informó de las novedades dentro de la prisión. Se le dijo que en términos generales, las cosas estaban estables y los líderes habían pasado el tiempo con sus respectivos seguidores, procurando calmar los ánimos, por lo que todo parecía apuntar a algunos meses de calma. Se bañó y se enfundó un traje negro liso y se dirigió al barrio donde había vivido el interno que falleció para presentar sus respetos y condolencias a nombre de la institución y del gobierno. Estaban afanados ya los últimos detalles para el inicio del cortejo fúnebre. El director identificó al empleado que había enviado como adelantado para suavizar las cosas con la madre del difunto y encontró que había hecho muy buena labor, pues la señora se encontraba muy tranquila y receptiva. Escuchó con respeto y atención las condolencias del director, así como su ofrecimiento de apoyo permanente. La madre respondió dando las gracias y todas sus palabras fueron captadas en video por el teléfono celular del ayudante del director. Una vez hecho el trabajo, el director se santiguó rápidamente frente al féretro, justo en el momento en que unos hombres se aprestaban a levantarlo para conducirlo a la iglesia. Toda la gente ya esperaba en la calle. El director, con todo tacto, se puso en el rincón más oscuro y espero a que saliera el ataúd y la gente y a que iniciara la marcha. Así pasó. La madre, en cuanto vio que el cuerpo de su hijo salía por última vez de la que fuera su casa, volvió a estallar en llanto y esto conmovió a otras mujeres que le acompañaban quienes igualmente comenzaron a llorar copiosamente. El director salió a la calle confundido con la masa de gente y poco a poco se fue haciendo hacia una orilla hasta que llegó a encontrarse con un poste de energía eléctrica. Allí se quedó parado, fingiendo que buscaba algo en sus bolsillos, en tanto la gente continuaba con su marcha hacia la iglesia. Cuando pasaron los últimos vecinos, el director dio media vuelta y se alejó rápidamente en sentido contrario, subiendo a su vehículo y enfilándose hacia el penal. Allí la cosa estaba ya sensiblemente más tranquila. Le proyectaron, en presencia del agente el ministerio público adscrito, una síntesis con lo que las cámaras de seguridad habían podido captar, haciendo constantes pausas en las imágenes para llamarles la atención sobre diversos detalles. Se llegó a la conclusión de que debía iniciarse investigación por el supuesto delito de homicidio y por lesiones, con el fin demostrar, en caso de necesidad, que los crímenes no quedarían impunes y que se llegaría a castigar a los responsables de tales agravios, aunque en el fondo sabían que el sistema de justicia interna del penal era mucho más ruda, discreta y eficiente. Cualquier día amanecería muerto el responsable, o al que se considerara responsable, de los hechos y sólo habría que actuar de manera consecuente y congruente con los hechos, modificando dictámenes, sesgando necropsias y concluyendo lo que hubiera que concluir, es decir, que el hombre había muerto por un paro cardíaco o por una pulmonía o por una complicación de asma o por una gripa mal atendida. El interior del penal era como un universo paralelo, como otra dimensión diferente a la de afuera. Allí lo más inverosímil era perfectamente probable. Lo imposible era asunto cotidiano. Lo impensable era pan de todos los días. —Aquí todo se puede, aquí todo se hace. Es un territorio si ley y sin Dios —decía en voz alta el hombre sentado en su banqueta predilecta, luego de haberse fastidiado de contar el número de hileras de ladrillos con que estaba construida— Vivimos en una comunidad maldecida, a la que no alcanzan ni las amenazas del infierno para poder contenerla. Somos viles insectos que deambulan de un lado al otro, esperando que llegue su muerte. Ni el cura con su sermón dominical puede conjurar las maldiciones que pesan sobre este lugar. Somos presas de todas nuestras locuras y bajezas. Eso somos… —¿Otra vez hablando solo? ¡Ya pareces loco, gordo! —¿Parece loco? ¡Yo creo que este ya está loco de remate! —Vivimos en el engaño. No es cierto que esperemos una sentencia; no es cierto que estemos purgando un castigo; no es cierto que vamos a regresar a la libertad, a ser lo que un día fuimos. Lo cierto, lo único cierto, es que vivimos con la certeza de que aquí moriremos. Nos sacarán como a ése pobre muchacho, con un balazo en la cabeza o con el cráneo partido por una piedra o con una cuchillada en el costado… Aquí moriremos, poco a poco. Aquí morimos, olvidados de aquéllos que, allá afuera, un día se dijeron nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestras esposas, nuestros hijos… Así es como morimos. La piedra, la navaja, la bala, son apenas el instrumento para terminar la obra, ¡pero nosotros ya estamos muertos! ¡Ya estamos muertos! ¡Hemos comenzado a morir…! —¡Cierra el hocico, gordo loco o el siguiente vas a ser tú! El hombre escuchó la amenaza y no lo tomó a broma. Enmudeció y retomó sus ejercicios matemáticos, haciendo el cálculo de las hileras y las filas de ladrillos, procurando averiguar el número de piezas utilizadas; luego se imaginó cuánto tiempo se habría utilizado en pegar cada una de las piezas y de ése modo creyó encontrar un método para descubrir el tiempo total utilizado en levantar el muro que tenía enfrente. Dedujo que si podía reducir su razonamiento a un metro cuadrado, con toda facilidad podría calcular, con cierto ajuste a la exactitud, el tiempo general en que habría sido construida toda ésa área del penal, y si le permitieran conocer todo el complejo, podría sin duda llegar a establecer el tiempo total en que el penal habría sido edificado. Cuando se le fue esfumando el ánimo matemático, fue divagando en otros pensamientos y se quedó mudo e inmóvil. A su alrededor otros internos caminaban, conversaban en alta voz y trataban de pasar el tiempo lo más rápido posible. La lucha de la víspera los había dejado sin la posibilidad de ingresar a los talleres y debían conformarse con el aburrimiento, en tanto las aguas volvían a bajar a su nivel normal. A pesar de que lo lamentaban, todos comprendían que era lo mejor hasta que se enfriaran las cosas. A nadie le convenía un nuevo enfrentamiento. Se trataba de recuperar los frágiles equilibrios en que coexistían los grupos de poder al interior del penal. No se trataba de enfrentarse hasta exterminarse o extinguirse, aino lograr acuerdos básicos y necesarios de coexistencia. Esto dependía del talento de los líderes, de su sensibilidad, de su capacidad de comprender la realidad, de medir los riesgos y de afrontar las oportunidades. Naturalmente no se trataba de líderes todopoderosos. De forma regular las bandas tenían una suerte de consejo directivo, a cuyo interior se discutían los problemas generales y se tomaban las decisiones de trascendencia, aunque el dirigente se reservaba ciertos actos estratégicos de acción o de reacción. Claro que no siempre se trataba de coexistir armónicamente. Algunos con varios años en el penal recordaban la época en que las luchas eran encarnizadas, salvajes por el control de las zonas. Riñas que dejaban docenas de muertos en un solo día, refriegas del mismo ejército para controlar la situación, remisión de reos de alta peligrosidad a otras cárceles del país… Por eso habían evolucionado un poco hacia un clima un poco más civilizado, en donde cada cual hacía lo que debía hacer, sin meterse con el prójimo, aunque nunca faltaba alguien que nada sabía de formas o de diplomacia o aunque lo supiera, simplemente no le daba la gana acatar las reglas no escritas, e iniciaba una riña. Había casos todavía más preocupantes que el de esta cárcel. Se sabía que especialmente las prisiones estatales, menos rígidas, eran especialmente fáciles de controlar por los reos, de manera que las bandas dominantes vendían drogas de manera abierta y sin ninguna restricción; había fiestas con reconocidos grupos musicales de fama nacional al interior de los penales para celebrar las fiestas de los líderes criminales; incluso llegando a cuestiones tan absurdas y crueles como cobrar por cada vez que los internos tenían que pasar a usar el retrete o por las horas que veían televisión o cobrar a los familiares para evitar que se golpeara o se dañara de cualquier modo a los internos. Justo era en las prisiones estatales donde ingresaban los jóvenes, como en una especie de bautizo de fuego. Había quienes, desde adolescentes, ingresaban a los centros tutelares y, por la gravedad de los delitos que habían cometido, una vez que alcanzaban la mayoría de edad, era remitidos para completar su sanción a una prisión estatal, con lo que recibían un gran impacto por convivir con criminales comunes de toda naturaleza. La mayoría de los primeros ingresos a las prisiones se generaban entre los dieciocho y los veintitrés años de edad, regularmente por delitos como robo, asalto o extorsión. La gran mayoría de los que ingresaban a las cárceles por primera vez tenían personas conocidas entre los internos. Los pocos que desconocían a toda la población tenían que sufrir especialmente en el proceso de aprendizaje y acomodo de las fuerzas. Para los jóvenes, caer en prisión era un paso más en el largo aprendizaje de la vida. Para quienes se habían desarrollado en medio de la dureza y la crueldad de las calles de barrios populares, la estancia en prisión no era sino un rato en la sombra, un período corto de refinamiento y afianzamiento de relaciones, una capacitación acelerada para poder delinquir mejor. Sabían muy bien que regularmente en poco tiempo regresarían a las calles y se dedicarían a lo único que sabían hacer: delinquir. Las bandas mejor organizadas, dueñas de jugosas ganancias, desarrollaban incluso complicadas logísticas que les permitían, además de corromper a policías y ministerios públicos, contar con una barra de abogados penalistas, a quienes se les pagaba por iguala, a efecto de que, al caer uno de los miembros en prisión, se avocaran de inmediato a hacer los trámites para su inmediata liberación, apoyados en todo tipo de extorsiones y triquiñuelas. Para los delincuentes de más renombre, más peligrosos, que cargaban una mayor cantidad de delitos, el tiempo medio de estancia era de unos ocho años, pasados los cuales se reintegraban, en su gran mayoría, a la vida delictiva. En las prisiones federales la disciplina era mayor, sin dejar de admitir que había todo tipo de abusos e irregularidades, tanto del lado de las autoridades y los custodios, como de los internos. Vivir en una cárcel marcaba definitivamente la vida de las personas, alteaba su ritmo de vida, modificaba su concepción misma de la vida y, muchas veces, mutaba también los principios y valores que las personas creían tener muy bien cimentados. Las personas no acostumbradas a vivir en climas de constante hostilidad resentían especialmente la estadía en prisión. Quienes habían vivido siempre en ambientes de violencia resentían menos la cotidianeidad de una cárcel, en particular porque de inmediato eran absorbidos pos células ya existentes al interior de la prisión. —¡Que dejes de babear, pinche gordo! La patada en las costillas resultó ser un antídoto especialmente eficaz. El interno Norberto Santisteban pareció despertar o regresar de otra dimensión en la que estaba vagando y puso sus sentidos en alerta. Con trabajo se incorporó y estiró sus miembros, dando algunos pasos para vencer el cosquilleo que le recorría el cuerpo como producto de haber estado en una sola posición durante mucho tiempo. Una chicharra sonó, desatando el eco entre los internos, quienes respondieron son sonoros silbidos. —¡Órale, putos, a tragar!— dijo una voz anónima y todos se dirigieron al comedor.

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