martes, 6 de noviembre de 2018

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Tal como lo había calculado, el domingo por la mañana el interno Norberto Santisteban recibió la notificación de que, por razones disciplinarias, no estaba autorizado a acudir a la visita familiar de los domingos. Levantó los hombros y suspiró en señal de conformidad. De hecho, ninguno de los de su celda recibió indicación para pasar al área de los locutorios, considerando la pelea que se había generado recientemente. Norberto preguntó si le sería permitido pasar el día en el taller de carpintería y se le concedió, de manera que, muy a su gusto, acudió a los bancos de trabajo a cepillar y lijar unas tablas cualesquiera, con el mero objeto de mantener su cuerpo ocupado y su mente distraída. Sólo detuvo su labor a la hora de la comida. Fue al comedor y disfrutó con calma de sus alimentos, sobre todo porque no estaba tan lleno de gente como de costumbre. Regresó al trabajo y se imaginó que le hubiera gustado ser carpintero, pues el contacto con la madera es una acción creadora, digna y noble, cuyos elementos sirven de forma permanente a la gente. Se prometió que si salía pronto de prisión, se dedicaría a aprender ése oficio. Acaso pudiera vivir de él, pues siempre hay necesidad en las casas de muebles nuevos o de barandales o de la colocación de pisos de madera. En fin, ser carpintero podría ser una buena alternativa ahora que, seguramente, la profesión de contador público de poco le serviría cuando la gente se enterara de que había estado en prisión. Las horas en el banco de carpintería parecían mucho más llevaderas que el tiempo de fastidio y tedio sin apenas hacer nada en la celda. Él escuchaba a sus compañeros de prisión cómo hablaban de negocios sucios muy jugosos, de la manera en que emprenderían nuevas fechorías que les dejarían mucho dinero en cuanto salieran del presidio, el intercambio de técnicas y métodos dedicados a todo tipo de delitos. Él solo callaba. A los demás muy poco les importaba que los oyera alguien que podía denunciarlos por conspirar, pues sabían que el hombre a nada se atrevería. Había dejado muy claro, desde el primer día en prisión, que su estancia era una mera circunstancia, una muy triste coincidencia, una desgracia particular, que nada tenía que ver con la vida cotidiana del mundo criminal. Se había dado cuenta de que sus compañeros consumían drogas de manera regular; habían visto la manera en que uno de ellos, con un teléfono celular, entablaba comunicación con el exterior presuntamente para extorsionar. Norberto optó por hacerse el ciego, el sordo y el mudo, y le funcionó. Los demás seguían en su actividad y respetaban la especie de burbuja en que se había aislado el viejo. Fue un acuerdo sin mucho esfuerzo y sobre todo sin riesgo para quien se sabía en todo momento vulnerable ante el ataque violento de cualquiera de sus compañeros de celda. Al caer la tarde, con la sensación de un cansancio saludable, Norberto regresó a su celda. El guardia de turno se acercó a él y le extendió un papel doblado. —Me encargaron que te entregara esta carta. Norberto sólo dio las gracias y se quedó perplejo por lo extraño del acontecimiento. En los meses que llevaba de prisión, nunca antes había recibido una misiva. Se acercó a la pared y se sentó en la banqueta, desdoblando el papel. Decía: “Querido Norberto: Quiero pedirte disculpas, en primer lugar, por no haber podido ir a verte en estas semanas. Estoy un poco enferma, pero no te preocupes, no es nada de importancia. Seguramente me recuperaré pronto con el tratamiento que me mandaron y guardando reposo. “Me llamó muy apenado el licenciado Rivera, tu amigo, el dueño de la tienda de telas del centro, para pedir disculpas, pues su abogado, el licenciado Sánchez Lima, fue notificado de que debía presentarse a tu audiencia. No pudo llegar, pues sufrió un accidente carretero sin consecuencias, pero no pudo llegar. El licenciado Rivera te pide, pues, muchas disculpas. “Me imagino que te sientes molesto, intranquilo, decepcionado, abandonado. Te pido que redobles tu paciencia. Lo que sucedió con el abogado fue exactamente un accidente, y yo no he podido ir a verte por mi salud quebrantada. No te preocupes por mí, pero es muy importante que no decaigas, que no te dejes perder, que no caigas en desesperación. “Ya hemos hablado de que será una lucha muy larga, muy lenta, pero la ganaremos al fin. Recuerda que eres inocente, que tú no perteneces a ése lugar, que tu sitio está en tu hogar, rodeado de gente honesta. “Hablé hace poco con nuestra hija. Tuve que contarle lo que está pasando y se puso muy triste, sobre todo por no poder ayudarte. Yo le dije que todo se resolverá y cuando ella regrese, tú ya estarás en casa y seremos los mismos de siempre. “Esta carta te la mando con una buena amiga, la madre de Jesús, de quien ya te he hablado. La desdicha nos ha unido mucho y a veces pasamos las tardes conversando, ella sobre su hijo y yo sobre ti, mi amado esposo. “Todas las noches, antes de ir a dormir, rezo un rosario pidiendo a Dios te conceda la fuerza y la paciencia para afrontar esta situación. Con la ayuda de Nuestro Señor, saldremos adelante. “Te pido que no te desesperes. Yo sé que es muy fácil hablar, que no tengo idea de las condiciones reales en las que vives, de todas las dificultades que a diario tienes que afrontar, y sin embargo te pido, en nombre de nuestro amor, en nombre de lo que hemos sido a lo largo de todos estos años, que no bajes los brazos y sigas luchando hasta vencer y demostrar tu inocencia y salir a recuperar tu libertad. “En cuanto me reponga, iré a verte. Tengo muchas ganas de platicar contigo. Si no puedo ir, aunque sea te mandaré una carta con la mamá de Jesús. Ella regularmente visita a su hijo cada mes, pero ya acordamos que yo le pagaré la otra visita y vaya a la prisión cada quince días, de manera que, si no puedo acompañarla, aunque sea te mandaré una carta. “Discúlpame por no estar contigo estos días. Voy a ponerme bien, te lo prometo, y te visitaré lo más pronto posible. Mientras eso pasa, te mando todo mi amor y mis bendiciones para que Dios te cuide siempre. “Te ama, tu esposa” Norberto levantó la vista y clavó la mirada en el muro que tenía frente a sí, tratando de comprender las palabras que acaba de leer. Unos instantes después volvió a tomar la misiva y le dio una segunda y una tercera lectura, imaginando la voz de su mujer al pronunciar cada palabra. “Está enferma, más de lo que estaba antes”, sacó como primera conclusión de la carta recién recibida. No pudo adivinar cuál era el mal, pero era evidente que se trataba de algo serio pues, en primer lugar, le impedía trasladarse hasta la prisión para hacer la visita; en segundo término, había demandado de un tratamiento específico, por lo que la enfermedad había requerido una consulta con un especialista, en consecuencia resultaba obvio que además de los medicamentos se había requerido el reposo y la dieta concreta; en tercer sitio, lo que resultaba más preocupante, era que la mujer incluso adelantaba que era probable que la recuperación fuera muy lenta, al grado de tener que verse en la necesidad de contratar a su amiga para mandarle mensajes El otro tema era consabido: pedirle fuerza y paciencia para afrontar el proceso, En esto no había mayor novedad que la reiterada y permanente petición de dar la batalla. Le dio gusto saber de su hija, aunque sintió amargura por lo que debió haber pasado al saber que su padre estaba en la cárcel, acusado de robo. Se dijo que lo mejor era que su hija siguiera en el extranjero estudiando, preparándose, pues finalmente su vida debía despegar por sí misma, sin que le afectara en nada lo que estaba sucediendo con sus padres y, siendo absolutamente objetivos, bien poco podría ayudar a la causa aun regresando al país. “Enferma, enferma, delicada o críticamente enferma”, y esta idea le daba vueltas y vueltas en la cabeza. Se imaginaba cómo habría ido a dar al hospital, porque era evidente que un mal de la gravedad que se insinuaba en la carta, habría estallado con una visita intempestiva al nosocomio. Se imaginó a su pobre mujer, en medio de su sufrimiento, sola, totalmente sola, en una cama de hospital… ¡y él ahí, estúpidamente encerrado en la cárcel! Naturalmente, ni aun teniendo a su mujer enfrente, lograría que ella le confesara sinceramente el mal que padecía, su gravedad y los riesgos. Como toda mujer era estoica y callaba sus angustias y sus dolores. Siempre había sido así, callada, discreta, sufrida. No le gustaba llamar la atención ni cuando tenía necesidad de ayuda o de cuidado. Norberto se imaginaba todo lo que habría pasado en el hospital y luego en la solitaria recuperación de su casa, en las dificultades para salir a comprar sus cosas, en lo difícil que le resultaría levantarse a preparar sus alimentos y lavar su ropa… y nuevamente se llenó de rabia por la impotencia que le causaba estar allí encerrado, imposibilitado de brindarle la menor ayuda. En el pasado, su mujer había estado hospitalizada cuatro o cinco ocasiones y él siempre se había mantenido fiel a su lado, de día y de noche, pendiente de su evolución. Lo mismo había pasado cuando a él le había tocado para algunas temporadas en el nosocomio. Cada vez que despertaba, invariablemente veía a su mujer, sentada en la silla, junto a la cabecera de su cama. Ahora no podía hacerlo, aunque lo quisiera y sentía una profunda afección por la ausencia. Dobló la hoja y la guardó en el bolsillo del pantalón. Se tomó la cabeza con las dos manos y se inclinó, suspirando hondamente. Maldijo una vez más su suerte y su condición; lanzó improperios hacia el juez insensible que no apuraba el desarrollo de su proceso. Cuando pasó el guardia de turno y le ordenó que entrara ya a la celda, Norberto levantó la cara y despidió una mirada llena de furia, de rabia, de coraje, de amenaza, que hizo que el celador diera un paso atrás. Norberto tendió su colchoneta junto a la reja, pero largo tiempo permaneció sentado, abstraído de las conversaciones groseras y amenazantes que tenían sus compañeros. Tenía la mente fija en su mujer y en la necesidad que ella tenía de él en ésos momentos de enfermedad. Pensó si sería posible escapar de la cárcel, huir por algún agujero practicado bajo el muro o a través de un túnel, como pasa en las películas. Se interiorizó tanto que ni siquiera oía los terribles ronquidos de sus compañeros y su olfato no percibía los olores flatulentos de más de una docena de hombres apelmazados en una celda miserable. Su fantasía lo hacía verse libre, volando rápidamente hasta su casa, asistiendo a su mujer en ésos momentos de angustia y de dolor. En todo este tipo de pensamientos le sorprendió la madrugada. Finalmente se tiró sobre la colchoneta, con el cuerpo adolorido por haber estado largamente en una sola posición, y se quedó dormido. Al día siguiente, lunes, igualmente Norberto solicitó integrarse a cualquier trabajo en el taller de carpintería, pero se le dijo que no tenía autorización para ello, por lo que, muy a su desgano, miró pasar lentamente las horas del día, tratando de que su mente estuviera distraída en cualquier cosa, poniendo atención, por ejemplo, a las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, contando el número de ladrillos con que estaba construido el muro, o el número de barrotes que tenían soldados las ventanas, o a adivinar la distancia en pasos que había de un punto al otro, para luego pasar a averiguarlo con la práctica de la respectiva excursión. Se dijo, fastidiado, que sería capaz de aprender alguna ciencia o arte en todo ése tiempo que se desperdiciaba, pero la falta de instalaciones, capacitadores y, sobre todo, voluntad de la superioridad, prácticamente hacían imposible o al menos muy poco probable algún progreso en su preparación. Se sentó en una banqueta y se dispuso a dejar pasar el tiempo. No pudo evitar que otra vez su mente comenzara a divagar en sus preocupaciones, dolores, temores, ilusiones y esperanzas. Después de un largo rato en ésa posición, y sin apenas darse cuenta, dejó de pensar, es decir, sólo se quedó mirando el muro que tenía enfrente, con una mirada perdida, extraviada, sin inteligencia. Un interno que pasaba junto a él lo vio y no pudo evitar sentir curiosidad. Al verlo con más detenimiento se dio cuenta que babeaba. Entre burla y asco, el segundo hombre se acercó al que estaba sentado y, para sacarlo del ensimismamiento, le acertó con una patada en las costillas al tiempo que le gritaba: —¡Deja de babear, gordo idiota! Norberto volvió en sí de manera brusca. Sólo atinó a pasase el antebrazo por la boca para limpiar la saliva que le escurría, untándola en la manga de la camisa. Se levantó trabajosamente por el dolor en su cuerpo después de haber estado mucho tiempo en una sola posición y se puso a caminar. La verdad es que no tuvo conciencia de lo que había sucedido. Para él no había pasado más un instante desde que se sentó en la banqueta a reflexionar. Por eso se sorprendió de que sus compañeros estuvieran moviéndose con rumbo a comedor, anunciando que ya era hora de ir por los alimentos. Sin comentar nada, solo siguió a sus compañeros al interior del comedor, pero no pudo evitar tener la sensación de que algo cambiado en su interior, como si algo se hubiera apagado.

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