martes, 6 de noviembre de 2018

19

Norberto agotó las cuatro pastillas restantes en apenas tres días. Su sensación de tranquilidad y bienestar se fue desvaneciendo en cuanto pasaron los efectos del último comprimido y tuvo que despertar una mañana con la cruel realidad de que el diazepam se había terminado y que, por el comportamiento que había tenido en el consultorio médico, sería muy difícil que le volvieran a surtir. Recordó que el médico que lo había echado le dijo que si él quería estar tranquilo lo podría lograr, ocupándose en cualquier cosa. Trató de convencerse de que era fácil dominarse y mantener el equilibrio de sus emociones y sensaciones, de manera que buscó entrar a ayudar al taller de carpintería, realizando cualquier trabajo, por pequeño que fuera, con tal de hacer que su mente estuviera enfocada en algo productivo. El hombre atacó el trabajo casi de manera frenética, tratando de ahuyentar todos sus fantasmas y temores. Lo logró mientras el trabajo duró, pero por la noche, al no poder conciliar de inmediato el sueño, comenzó a sentirse presa otra vez de ansiedad. Los movimientos de sus músculos se hicieron casi involuntarios. De pronto le saltaba una pierna o se le movía un brazo o comenzaba a sentir hormigueo en las palmas de las manos o en las plantas de los pies. Inquieto cambiaba de posición sobre la colchoneta vieja a cada minuto. De pronto se incorporaba, al siguiente instante se volvía a tender sobre el camastro. Dormía unos minutos y comenzaba a soñar y la fuerza del mismo sueño le despertaba. Así pasó toda la noche. A la mañana siguiente, su rostro reflejaba gran cansancio, su voz y su manera de andar daban cuenta de un estado anímico afectado. Se presentó a desayunar al comedor y comió sin muchas ganas, pero con la conciencia de que debía alimentarse para no deteriorar aún más su salud. Tuvo la idea de pedir trabajo en el taller de carpintería, pero la mala noche pasada lo dejó sin fuerzas ni ánimos suficientes. Se sentó en una banqueta y como hacía en semanas anteriores, se puso a ver de forma distraída las hileras de ladrillos que formaban un muro. “Quizá si pudiera reunir fuerzas y hacer cualquier actividad, podría olvidarme de esto que siento… No, no tiene caso. Todo está terminado. Si no me dan los medicamentos, terminaré por enloquecer. No creo poder resistir mucho… ¡Dios mío, qué ganas de correr, de gritar!... Caminaré, sólo caminaré”. El hombre entonces trazó en su mente un circuito que comenzaba en el comedor, pasaba por el patio, luego junto al área de salones y talleres y terminaba en la zona de celdas, para luego dar media vuelta y hacer el recorrido en sentido contrario. Con un pedazo de gis que encontró tirado fue haciendo pequeños trazos en un muro del comedor para indicar cada vuelta que completaba. Comenzó a caminar, tratando de deshacerse de toda su tensión y estrés. Como a la séptima vuelta comenzó a llamar la atención de sus compañeros y de los mismos custodios, pero todos simplemente le dedicaron una sonrisa de burla, declarándolo abiertamente loco. Para la vuelta veinticinco, su ritmo era casi de una carrera de marcha, por lo que la sorna se hizo aún más generalizada. El hombre iba y venía en una carrera graciosa que le hacía sudar copiosamente. Ya en la vuelta cuarenta el ritmo se redujo sensiblemente y cuando finalmente llegó al medio centenar de vueltas estaba extenuando, pero había logrado su objetivo de echar de su mente, aunque fuera por un rato, la depresión y la ansiedad. Entró en el comedor y bebió dos largos litros de agua. Anduvo caminando con lentitud para que su corazón recuperara su ritmo habitual. Los otros internos continuaban sus actividades habituales, no sin burlarse del esfuerzo deportivo improvisado de Norberto. —¡Corre más rápido una vaca que tú, gordo loco! —¡Te vamos a mandar a las olimpiadas, a ver si ganas la medalla de plástico, aunque sea! —¡Póngale un cohete en la cola y ya verán cómo corre más rápido! Con un ademán de desdén convencional, Norberto respondía a todas las reyertas y burlas, pues entendía que el fondo no eran más que expresiones superficiales. Cuando se sintió más tranquilo, se sentó a descansar. Al cabo de un tiempo, otro interno vino a sentarse junto a él. —No es necesario echar tantas carreras para sentirse bien, gordo; hay otros remedios menos cansados. —¿Sí? —De verdad. Aquí todos llegamos a sentirnos nerviosos, odiamos a todo el mundo, quisiéramos tener una metralleta y empezar a matar a todos. ¿Sabes cómo nos controlamos? —No lo sé. ¿Cómo? —Con esto— dijo el otro mostrando a Norberto un cigarro de mariguana— Mira, tú fumas este y te vas a sentir muy tranquilo y relajado. Ya sabemos que de aquí no saldremos en mucho tiempo, y a lo mejor nunca salimos o nos sacan con los pies por delante. Por eso, es mejor usar esto. Además, dicen que es hasta medicinal. Mira, vamos a fumarnos este y ya verás que bien te sientes. —Nunca he fumado eso; no sé si me gustará. —Pues pruébalo. ¿Cómo sabes que no te gusta si nunca lo has probado? Total, si no te agrada, yo me lo termino… El otro interno sacó una carterilla de cerillos y sin mayores ceremonias prendió el cigarro. Le dio dos o tres fumadas y se lo pasó a Norberto. Éste tomó el objeto con desconfianza, pero ante la mirada insistente de su compañero, se lo acercó a los labios e inhaló. La primera bocanada lo hizo toser sonoramente; la segunda le pareció menos desagradable y ya para la tercera, era manifiesto el placer que le causaba el humo que entraba a sus pulmones y cuya sustancia activa subía hasta su cerebro. —Tienes razón, se siente uno bien, muy bien. —Te lo dije, no hay necesidad de hacer las locuras que intentas. Con uno de estos, alcanzas la tranquilidad necesaria para sobrellevar el día. —Gracias, ya me siento bien. —Sale, gordo, cuando quieras. El otro interno se levantó y se alejó sin hacer mayores comentarios. Norberto realmente se sintió muy tranquilo durante un largo rato. Cuando tuvo que pasar al comedor por sus alimentos no tenía mucha hambre, pero entendió que debía aprovecharlos. Al caer la noche, Norberto mantenía su estado de tranquilidad y calma. Tomó su colchoneta vieja y, como de costumbre, se tendió junto a la puerta, olvidándose de todo, despreocupado por completo, dejándose atrapar por un sueño apacible, por un lejano recuerdo de una vez en que, con su mujer y su hija, tuvo ocasión de ir a la playa. Soñó la frescura del agua inundarle el cuerpo. Luego salió a la arena fina de la playa, sintiéndola caliente bajo sus pies, pero la brisa que lanzaba el viento le complacía y le refrescaba. De pronto vio como el mar se retiraba, como las aguas retrocedían y se quedaba en medio de un enorme desierto de arena incandescente. La sed lo agobiaba, el calor lo exprimía. Sudaba copiosamente. Despertó. El nuevo día había llegado y Norberto lo recibió con un terrible dolor de cabeza, náuseas y mucha sed. “Está buena la cruda”, escuchó decir a alguien, pero no le tomó importancia. Sólo deseaba que cuando antes sonara la señal para pasar a desayunar y aliviar un poco su necesidad. Luego de ello acopió fuerzas para presentarse al taller de carpintería, pero estaba indispuesto, de manera que se sentó y comenzó a sentir una vez más la pesada llegada de la sensación de la ansiedad. Quiso hacer lo de la víspera, esto es, echarse a caminar por varios kilómetros, creyendo que le daría los mismos resultaos. Las primeras veinte vueltas parecieron ir bien, pero luego la marcha comenzó hacerse mucho más lenta, acaso por su menguada condición física hasta que, en la vuelta veintitrés, tuvo que detenerse extenuado por el esfuerzo. Mientras trataba de recuperar un poco el aliento sentado en el piso, se dio cuenta de que había cierto movimiento inhabitual entre algunos internos. Con todo el cansancio, Norberto decidió acercarse a donde se había improvisado la reunión para enterarse de lo que se trataba. —… y dicen que esta vez nos van a barrer, que no se andarán por las ramas, que vienen derecho a matar. —¡Pues no estamos mancos para no defendernos! ¡Si quieren guerra, se las daremos! ¡No vamos a sentarnos a esperar a que vengan a matarnos! ¡Si va a haber muertitos, que sea de su lado, no del nuestro! —¡Exacto! ¡Así hay que hacer! —Necesitamos prepararnos. Hay que poner vigilantes, hay que dormir con las armas en la mano. No debemos arriesgarnos a que nos sorprendan. Hay que estar atentos. —Hay que planear el ataque. Esto no debe quedarse así. A nosotros nadie nos intimida ni nos amenaza. Si quieren que corra sangre, haremos que sea la suya, pase lo que pase. Vamos a defendernos con todo lo que tengamos. —Y tenemos que participar todos, hasta tú, pinche gordo loco. Todos debemos hacer frente. Sólo así vamos a ganar. Norberto quedó doblemente impresionado. En primer sitio por la seriedad con que se hablaba de un futuro enfrentamiento entre bandas que, de llevarse a cabo con la dimensión que trataban las palabras, traería, seguramente, consecuencias especialmente sangrientas. En segundo lugar, se sintió feliz y preocupado a un tiempo por haber escuchado que alguien se refería directamente a él, es decir, se sintió considerado como parte del grupo y la idea le agradó. Dejó a un lado la sensatez que creía poseer y deseo verdaderamente participar en una batalla campal al lado de sus compañeros internos, como si tratara de un juego emocionante. El grupo se dispersó con la idea de ir a revisar que tuvieran las armas dispuestas, por si el enfrentamiento se daba de manera inmediata. Norberto miró con raro entusiasmo como de todos lados aparecían cuchillos de cocina, puntas afiladas de herramientas, barrotes de acero, palos con puntas de clavo y muchos otros objetos destinados a ser usados en contra de los invasores. Por no quedarse atrás, Norberto fue al taller de carpintería y allí encontró un barrote de madera de un metro de largo y le pareció un arma adecuada para poder participar activamente en el combate que se proyectaba. Luego regresó a la celda y lo metió en medio de su colchoneta vieja, esperando que se diera el grito de guerra para poner en práctica lo que creía que eran sus conocimientos muy elevados de táctica y enfrentamiento. Luego salió al patio y, casi sin darse cuenta, comenzó a hablar cada vez más fuerte. —Hay que estar preparados. El mal tiene que ser vencido. Solo tenemos lugar para el bien. Los malos deben ser eliminados de la tierra. —No preparamos para la gran batalla, para regar la tierra con la sangre de la maldad y la deshonra. Tenemos la misión de borrar a los que quieren imponer su malsana voluntad. —¡Así fue escrito desde el principio de los tiempos! ¡Así quedó declarado con rayos y truenos! ¡Así lo quiso Dios desde la creación del mundo! ¡La maldad debe ser borrada de la faz de la tierra! Los internos miraron curiosos y divertido la nueva faceta de Norberto, hablando como un predicador. —Ahora sí, ya perdimos al gordo. De plano ya enloqueció. —¡Cállate, gordo loco! —Déjalo, para allá vamos todos, ya lo verás. Norberto hablaba lento, fuerte y claro. La verdad es que nadie pareció extrañarse de su comportamiento. Hasta podría decirse que más de uno ya lo esperaba. Los custodios se limitaron a informar a sus superiores y a vigilarlo un poco, aunque en breve tiempo lo dejaron, comprobando que sus frases eran meras ocurrencias deshilvanadas, sin mucho sentido y sin representar amenazas personales expresas en contra de nadie. El hombre comprobó que también el hablar cansa. A los pocos momentos guardó silencio y se acomodó lo mejor que puso en una banqueta para descansar. El interno que se le acercó a ofrecerle mariguana el día anterior volvió a sentarse contra él. —Ya estás alucinando, gordo. —No lo sé, ¿por qué me lo preguntas? —¿Pues qué no te das cuenta de lo que acabas de hacer, de lo que acabas de decir? —¿Estuvo mal? —No se trata de haber estado bien o mal, pero ya nos confirmaste que estás enloqueciendo. —A lo mejor tienes razón… No me siento muy bien… Hablé porque sentí que había una vocecita que me ordenaba hacerlo y la obedecí… —Yo he visto enloquecer a muchos, gordo, tanto aquí adentro como allá afuera. Es peligroso. Ahora mismo nos pareces gracioso y divertido, pero puede llegar el momento en que no lo sea tanto. —¿Tú crees? —Lo ideal es que trates de controlarte, no vaya a ser que incluso tengan que internarte en una clínica de locos. Mira, mientras pensamos en otra cosa, te regalo este cigarrito, es como el de ayer. —Bueno, gracias. —Así al menos estarás más inspirado para echar tus sermones, gordo. Norberto se puso a fumar tranquilamente, sintiendo el bienestar que le proporcionaba el humo de la mariguana que entraba a su organismo. Sin embargo, cuando terminó, no sintió la sensación de tranquilidad y liviandad que había experimentado el día anterior, sino una fuerza eufórica que lo hizo andar de un lado para otro, sin control aparente. Iba de un lado a otro gritando como mono y entreverando frases sin conexión. —¡Eh!... ¡Vamos a la guerra!... ¡Ah, los palos están listos!... ¡Sangre, sangre para todos!... ¡Eh! ¡Dios así lo quiso!... ¡Oye!... ¡La cárcel es la muerte!... ¡Épa!... ¡Prepárense para la guerra!... ¡Sí!... ¡Será como el Apocalipsis!... ¡La maldad será desterrada!... ¡Sólo viviremos los inocentes!... ¡Los que somos inocentes!... ¡Yo soy inocente!... Los custodios identificaron de inmediato el comportamiento como producto de la ingesta de droga. Sabían que lo más conveniente era no hacer nada, pues incluso se arriesgaban a ser agredidos. La fuerza tenía que agotársele y los efectos de la droga llegarían a su final, tarde o temprano. Efectivamente, luego de una hora de ir y venir y de andar diciendo, con diferente tono de voz, una larga serie de frases incomprensibles, Norberto se sentó en el piso a descansar. Luego de un cuarto de hora pareció recuperar por completo la conciencia. “Definitivamente ando mal… Esto ya no es nada normal… Necesito ayuda, necesito un médico… Debo dejar de meterme más ésa droga… Voy a buscar al médico… Seguramente allí me ayudarán”. Se levantó y se dirigió al consultorio médico. Pidió hablar con el médico y después de más de media hora pudo entrar. —Doctor, es que me siento mal… He notado cosas muy extrañas en mi mente. —¡Por supuesto! ¿Pues qué creías que pasaba al fumar mariguana? —Pero… No solo es eso… Desde que se terminaron mis pastillas, que me dio el otro doctor, me he sentido muy mal, muy ansioso, mi mente ha estado muy perturbada. —Mira, si fuera cierto que el otro doctor te hubiera dado diazepam, en realidad sólo te dio una droga. Te sentías muy bien porque se trata de un fármaco muy poderoso que sólo debe ser recetado bajo un estricto control. —Pues él me lo dio… —Mira, lo que te está pasando es muy peligroso. La estadía en este tipo de instituciones genera para todos los internos una presión psicológica muy alta que puede derivar en diversos tipos de neurosis, es decir, en enfermedades mentales. Si tú quieres, te puedo canalizar para que el mes siguiente te pueda valorar un psicólogo y un psiquiatra y de este modo se pueda determinar el tipo de daño que pudieras tener. —Sí, doctor, sí quiero. —También te puedo inscribir en las actividades del grupo de autoayuda que trabaja para luchar en contra de las adicciones. Esto significa que no vuelvas a meterte ninguna otra droga, porque si no, quedarías fuera de estos beneficios, además de que complicarías los tratamientos. —Pero usted me va a dar ahora algún otro medicamento para sentirme mejor, ¿verdad? —Ah, no te puedo prescribir ningún medicamento porque no sé lo que tienes. Sólo hasta que te valoren los especialistas se determinará qué tan grave es tu caso y los medicamentos y terapias que pudieras llegar a necesitar. —Pero yo me siento enfermo, me siento mal, me siento deprimido, me siento ansioso… —Sí, te entiendo, pero no puedo darte ningún medicamento, en primer lugar porque no los tengo aquí por ser de alta especialidad, y en segundo lugar, porque como no soy el especialista no tengo autorización para prescribirte ése tipo de sustancias. —Entonces de nada me sirvió haber venido. —No lo veas así. Esto no es tan simple como tener una cortada o un chichón. Se trata de tratar la parte más delicada de tu organismo que es el cerebro. Yo te sugiero que no tomes más drogas. Ya viste que sólo te causan una sensación de bienestar durante un breve momento, durante un rato, acaso durante un día, pero después vives otra vez todas las molestias y sensaciones de antes, con la agravante de que cada día vas a ir necesitando una cantidad mayor de droga para sentirte bien. —Gracias, doctor. Norberto salió del consultorio francamente desanimado. Regresó lentamente al área de su celda y se dio cuenta que sus compañeros estaban visiblemente nerviosos. —Prepara tus armas, gordo, porque ahora sí, quién sabe cómo nos vaya. La mente del hombre volvió a trastornarse. Sacó de entre su colchoneta el pedazo de madera que tenía preparado y nuevamente se puso a arengar. —¡Hay que prepararnos!... ¡Ya viene!... ¡Dios así lo ha querido!... ¡No hay lugar para los culpables!... ¡La tierra será dada en heredad a los inocentes!… ¡La tierra necesita ser lavada con sangre, con la sangre de los culpables y pecadores!... ¡Preparémonos para defendernos de la maldad!...

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