martes, 6 de noviembre de 2018

11

—Pues a mí, sinceramente, me pareció muy extraño el comportamiento del acusado. Estaba más distraído de lo normal. Parecía incluso que no le importaba nada de lo que se estaba diciendo. Es muy lamentable que su abogado no haya llegado a la diligencia. No sé qué vaya a decir finalmente el juez ante su ausencia, pero el caso es que este hombre, el acusado, pareciera estar enfermo o trastornado. —A mí me parece que es una treta. Así son este tipo de ladinos. Se hacen los locos por tratar de ganar indulgencia o consideraciones especiales, con tal de reducir su condena. No te dejes engañar. No es la primera vez que yo veo este tipo de cosas. —Sí, lo entiendo. Sin embargo me llamó especialmente la atención su mirada. Si pudiéramos revisar el video, te darías cuenta de que en toda la diligencia mantuvo una mirada perdida, indefinida, inexpresiva. —Pues es que son muchas emociones, presiones y alteraciones a las que están sujetos los internos en la prisión. Pero yo te sigo sosteniendo que no debes creerles de inmediato. Han aprendido a ser mañosos, acomodaticios, convenencieros, y si logran algún beneficio para su causa fingiendo que están locos, lo van a hacer, te lo aseguro. —No te puedo decir que no, pero sí te puedo decir que no todos son así, y según mi experiencia y mis instintos, esta persona si está seriamente afectada y me temo que si no lo valoran adecuadamente, vamos a comenzar a ver cómo va perdiendo la salud mental. Ojalá que me equivoque, pero creo que este hombre está más apto para estar en una clínica psiquiátrica que en una prisión de esta naturaleza. —Aunque tuvieras razón, querida, ¿a quién le correspondería la valoración?, ¿cuál de los médicos crees que estuviera dispuesto a correr todos los trámites para que se generara un dictamen médico adecuado y se le diera un tratamiento a sus males?, ¿crees que el director concedería con facilidad los permisos, los trámites, los gastos para que esta persona fuera atendida en una clínica especializada? —Es muy difícil, lo entiendo, pero no por eso deja de ser preocupante. —¡Ay, amiguita! mejor dediquémonos a corregir los escritos que tenemos pendientes, para que podamos salir a comer sin retrasos. Cada secretaria fijó entonces la vista en el respectivo monitor de su computadora y en las libretas taquigráficas donde tenían los apuntes con lo dicho en las diligencias en las que habían participado. La narración daba cuenta de que el interno Norberto Santisteban había acudido a la diligencia que se le había fijado para iniciar el desahogo de su proceso penal acusado de robo, pero que su abogado no se había presentado, a pesar de que se le había notificado en tiempo y forma, de manera que el juez hizo que se leyera la acusación para que el indiciado la conociera de manera integral, sin que se le concediera la palabra al acusado, en función de que no se encontraba presente la defensa. Por último se dijo que se fijaba fecha para continuar con la diligencia dentro de tres meses y se pedía que se notificara oportunamente al abogado defensor para que, sin excusa ni pretexto, estuviera presente para dar inicio a la presentación y desahogo de pruebas. Habían pasado casi cuatro meses desde la detención del contador Santisteban. En todo ése tiempo le habían diferido el inicio formal de su proceso en dos ocasiones y, cuando por fin pudo desahogarse la diligencia, por alguna razón que desconocía, su abogado no se presentó, de manera que muy poco se pudo avanzar y se difirió casi otros cien días la continuación del proceso. Cuando le explicaron al interno que no podría aportar nada a su defensa en tanto no estuviera presente su abogado defensor, protestó airadamente, pues se creía con la capacidad y sobre todo con los elementos y argumentos para poder exponer, de una vez por todas, su versión de los hechos que se le imputaban y por los que se le había recluido. No obstante, se le explicó que era contrario al derecho y que la figura de su defensor era indispensable, por lo que toda la actuación se reduciría a la lectura de la acusación, sin que pudiera interrumpirla en modo alguno, de manera que haciendo un mohín, el acusado permaneció completamente indiferente durante el desarrollo de la diligencia, al final de la cual simplemente se le hizo firmar el acta en que constaba el desahogo del procedimiento y se le regresó a su celda sin pena ni gloria. El interno salió visiblemente molesto por no haber podido avanzar nada en el desahogo de su proceso. Por un momento pensó, en su construcción cotidiana de ilusiones y sueños, que una vez que el juez escuchara la versión verdadera de cómo habían sucedido los hechos, reconocería que el hombre era inocente y sin mayores trámites ordenaría su inmediata liberación. En su imaginación, volvía a hacer castillos en el aire, pensando que por fin podría salir de ésa prisión infernal que le estaba carcomiendo la vida y la salud. Por eso salió molesto, enojado, fastidiado de la diligencia, diciendo que había sido un engaño, una vil payasada. Sentía rabia de saberse timado y a este estado de ánimo le siguió una sensación desesperante y desalentadora. Volvió a sentir que perdía toda esperanza de recuperar su libertad. Pasó frente al taller de carpintería, cerrado a ésa hora y, sin apenas pensarlo, la emprendió a patadas contra la puerta, en una manifestación de descargar la frustración que sentía. Algunos internos se acercaron a ver de qué se trataba la rabieta, pero no detuvieron al agresor. Pasaron dos minutos y la energía del hombre se agotó. Se recargó en la pared y se dejó caer, poniéndose a llorar ruidosamente tratando de dar salida a la tensión que había vivido. Dos celadores que habían sido informados del incidente llegaron corriendo pero decidieron no emprenderla a golpes contra el interno rebelde, como hubieran hecho de manera rutinaria, sino que esperaron a que el interno se tranquilizara un poco. Luego ayudaron a que se pusiera en pie y lo condujeron a la enfermería para que revisaran si se había lesionado en su rabieta. Después informaron a la superioridad, pidiendo instrucciones acerca del cómo proceder ante ése comportamiento. El oficial a cargo no fue tan indulgente como sus subordinados y simplemente mandó doce horas de castigo en la celda negra. El interno apenas protestó. Acató la instrucción y se metió en la pequeña habitación, la cual, debidamente cerrada, oscureció cualquier luz y lo dejó a expensas de sus más profundos pensamientos y temores. —Ésos berrinches se curan así; no se dejen impresionar ni sean blandos con este tipo de comportamiento. Si ellos creen que pateando puertas van a resolver sus problemas, les vamos a demostrar que en esta institución, ante todo, se tienen que sujetar a la disciplina y al buen comportamiento. Si no quieren entender para eso tenemos los correctivos disciplinarios. No lo olviden. —Correcto, señor. Así se hará. —En el caso concreto de este interno, su expediente ya da cuenta de que no es la primera vez que se comporta de manera caprichosa. Este no es el jardín de niños y nosotros no somos niñeras. Tenemos bajo nuestra responsabilidad la preservación del orden y la armonía en la institución. Si los internos tienen problemas con el desarrollo de sus juicios, no es asunto nuestro. Tampoco tenemos injerencia en si están de acuerdo o no con lo que las autoridades deciden en torno de sus respectivos casos. Nuestro trabajo, reitero, es hacer que se respete el orden y la armonía dentro de esta sección de la prisión y a eso tenemos que avocarnos, ¿quedó claro? —Perfectamente, señor. En el interior de la celda negra, el hombre procuró calmarse, acompasando el ritmo de su respiración. Sabía que pasarían muchas horas antes de que le permitieran salir de ése encierro y aún el castigo se extendería al no concedérsele la oportunidad de tener su visita familiar el día domingo. No había remedio. No había nada que hacer, de manera que lo más recomendable era usar un poco de la inteligencia que le quedaba para pasar lo menos mal posible el encierro. Cuando se calmó lo suficiente, opinó para sus fueros internos que otra buena idea sería tratar de dormir. Así el tiempo pasaría mucho más rápido y no tendría que aguijonearse con las preguntas y pensamientos incisivos que siempre le asaltaban. Se acomodó lo mejor que pudo y, acorde a su deseo, en pocos minutos estaba profundamente dormido. Se miró caminando libremente por la calle, cargando su inseparable portafolios. De pronto, al dar vuelta en una esquina, no miró que la banqueta terminaba, dio un pasó y cayó en una gran laguna de agua sucia y lodo. Trató de incorporarse de inmediato, pero le fue imposible, tanto por su propio peso como por lo resbaladizo del elemento. Se movió más y se dio cuenta de que comenzaba a hundirse. Cayó en la cuenta de que el peso del portafolios lo estaba hundiendo, de manera que quiso deshacerse del lastre, pero miró que de hecho tenía unido el maletín a la mano con una cadena. Con todas sus fuerzas intentó deshacerse del elemento, pero no lo lograba y el peso del portafolios lo iba hundiendo más y más. Sus pies, aunque se movían, no lograban encontrar una superficie sólida sobre la que sostenerse. Miró que estaba hundido hasta el pecho y no podía, por más que lo intentaba, deshacerse del maletín. Se acordó que había visto en alguna película que cuando alguien cae en arenas movedizas, lo mejor es quedarse quieto para no irse al fondo de manera definitiva. Trató, pues, de serenarse y de quedarse estático, pero miró que poco a poco seguía hundiéndose. El agua le llegaba al cuello. Miró hacía la orilla y vio a su mujer. Acopió todas sus fuerzas y le gritó pidiendo ayuda, pero la señora, en lugar de acercarse a auxiliarlo, simplemente dio la vuelta y se alejó, abandonándolo a su suerte. El agua ya le tocaba la barbilla y el maletín le seguía arrastrando al fondo. Se resignó a morir. En un esfuerzo supremo abrió la boca y tomó todo el aire que pudo al tiempo de impulsarse con brazos y piernas para escapar, pero fue imposible. En la desesperación dejó escapar el aire y empezó a sentir como el agua le entraba por la nariz y por la boca. Se sintió desesperado, esperando la muerte Despertó dando grandes bocanadas, como si verdaderamente se estuviera ahogando. Luego, poco a poco se dio cuenta de que todo había sido un mal sueño y trató de serenarse. Se frotó la cara con las manos y se levantó, procurando estirar sus miembros tanto como lo permitía el pequeño espacio en que estaba encerrado. —Ése maldito maletín me persigue hasta en sueños. ¡Ah, sí tan sólo ése día me hubiera enfermado, si me hubieran atropellado, si hubiera llegado media hora después al banco…! ¡Si tan solo me hubiera tocado uno o dos turnos después del asalto! Acaso me habría asustado, me habría quedado en la fila de espera, me habrían robado mi teléfono y mi dinero, pero nada más. —Llevo aquí casi cuatro meses y no parece haber ningún avance. Al menos estoy condenado a otros tres meses, por la reprogramación de la audiencia. A este paso, al menos voy a hacer un año de prisión antes de que siquiera se tenga en claro el destino de mi juicio. ¡Dios mío! ¡Un año encerrado! —En estos meses, apenas he podido ver a mi mujer cuatro veces. ¡Se ven tan desmejorada! A pesar del maquillaje y de sus intentos por poner buena cara, la verdad es que se le nota envejecida. ¡Pobrecilla, lo que ha sufrido en estas semanas! Nuestras vidas cambiaron por completo, desde aquél viernes atroz. —Seguramente con este castigo no tendré permiso de pasar a la visita familiar el domingo. Creo que no importa, podré tirarme por ahí a dormir un poco más. Estaré tranquilo sin tener tanta gente a mi alrededor sin la presencia de conversaciones obscenas y ofensivas. —¡Ah, a lo mejor hasta termino acostumbrándome de buena gana a vivir en prisión! Hay que ver a mis compañeros, que parece que no les interesa nada, pues aquí tienen qué vestirse, qué comer y dónde dormir. Supongo que para muchas personas es más difícil la vida en libertad que en prisión. Pero yo no quiero resignarme a quedarme aquí y menos a morir al interior de estos muros. Yo quiero salir, respirar otra vez en libertad, caminar por las calles, ir a donde yo quiera, buscar un empleo, beber café con mis amigos… —¿Amigos? ¡Bah! ¿Dónde están mis amigos? Nadie ha querido siquiera venir a verme. Es obvio que todo mundo sabe dónde estoy y no han querido venir siquiera a saludarme. Seguramente en la empresa fui víctima de todo tipo de burlas y chismes. Ya los veo con claridad a todos los que un día se dijeron mis amigos incondicionales, tratando de borrar cualquier vestigio de mi relación, con tal de no hacer caer sobre ellos ningún tipo de sospecha. No, definitivamente amigos ya no tengo ninguno. Bueno, acaso el licenciado Rivera que ha mantenido su palabra de ayudarme con su abogado, aunque no entiendo por qué no se habrá presentado en la diligencia de hoy. De cualquier manera, con su presencia o sin ella, creo que bien poco se habría avanzado. El hombre volvió a pasarse las dos manos por encima de la cara. Le quedaba libre el camino de la resignación, la necesidad de armarse de paciencia y seguir esperando. —¡Paciencia! ¡Pues si no soy santo! Si soy paciente solo habré ganado la resignación de estar aquí no sé cuánto tiempo. Si estoy en esta cárcel cinco años, por ejemplo, tendré cincuenta y cinco al recuperar mi libertad. ¿De qué me puede servir?, ¿qué podría hacer, a qué me podría dedicar, quién querría darme empleo, luego de que dedique tanto tiempo a estar en la constructora?, ¿a qué me podría dedicar: a vender libros, a vender seguros…? ¡Dios mío! ¡Estoy condenado! ¡Mi vida está terminada! No cabe duda que aquél guardia tiene razón: el que ingresa a esta prisión debe perder toda esperanza. —¡Ah, la edad es un problema hasta para estar en la cárcel! Veamos, de mis compañeros de celda, acaso el que más edad tiene es El Piquetes que tiene veinticinco años. Aunque sus sentencias pudieran ser largas, saldrían aún con madurez, con fuerza suficiente. Si a mí me determinaran, por ejemplo, pasar aquí diez años, saldría a celebrar mi cumpleaños sesenta, en un mundo en donde nadie quiere a los viejos, ni en el mundo laboral, ni en las familias. ¿A qué carajos voy a salir de esta prisión?, ¿a morirme de hambre, a dar lástimas, a engrosar las filas de los limosneros? —No sé siquiera si mi mujer pueda sobrevivir a todo esto. La vi mal. Supongo que no come bien. Quizá sus males se han empeorado. Acaso ya no tenga medicamentos. ¿Todavía tendrá dinero?, ¿cuánto habrá gastado en estos meses? ¿qué va a pasar cuando se le acabe el dinero?, ¿dónde podrá trabajar si no tiene experiencia? La puerta de la celda se abrió de repente, inundándola de luz de forma inmediata. El hombre estaba sentado y tuvo que ponerse una mano frente a los ojos para que no lo afectara el deslumbramiento. —¡Interno, póngase de pie y avance! El hombre ejecutó poco a poco la orden, saliendo de la mazmorra y comenzado a caminar lo más lentamente que podía. Avanzó en silencio y no dejó de extrañarse de que lo hubieran sacado de la celda de castigo tan pronto, pues el sol todavía se veía alto, y acaso serían las dos o las tres de la tarde. En lugar de que el celador diera la orden de que siguiera el camino directo a su celda, lo condujeron al área de los talleres, concretamente al de carpintería. —¡Tendrás que reparar todo lo que maltrataste! ¡Apúrate! El celador se retiró, prometiendo que estaría haciendo rondines para supervisar su trabajo. El hombre se quedó mirando una puerta de metal que había abollado a patadas, a la que se le había caído la pintura y que se había desenganchado de los goznes. Sin muchas ganas, tomó la hoja de metal y la colocó con cierto esfuerzo sobre un banco de trabajo. Analizó un momento qué era lo que debía hacer y concluyó de debía golpear la puerta en sentido contrario a los primeros impactos para procurar enderezarla lo mejor posible, luego ligarla por completo, aplicar pintura y finalmente colocarla en los goznes para que volviera a cerrar. En estos procedimientos pasó lentamente la tarde. A eso de las seis fue llamado al comedor y le dieron un pan con frijoles y un vaso de té y fue instruido para regresar al trabajo. Con gran placer descubrió que el ejercicio del trabajo le permitía una complacencia y distracción de sus pensamientos y preocupaciones habituales. Terminó muy cansado, después de las ocho y media de la noche. Superó la supervisión que hizo el celador del trabajo realizado y recibió la autorización para regresar a la celda. —¿Puedo hacer una petición, señor, por favor? —Dime. —Quisiera la autorización para integrarme todos los días a trabajar en cualquiera de los talleres. Deseo dedicar mi tiempo al trabajo, si fuera posible, por favor. —Muy bien. Voy a consultarlo con la superioridad y se decidirá si te otorgan lo que pides. Cuando se acercaba a la celda, notó muchos gritos y movimiento. Media docena de celadores iban a toda carrera a atender una presunta pelea. El hombre decidió detenerse, tanto por su seguridad como porque no lo relacionaran en modo alguno con los hechos. A los pocos minutos notó que otro grupo de guardias se acercaban a toda marcha a apoyar a sus compañeros. —Debió haber sido una pelea general. Va a haber muchos castigados. Como un cuarto de hora después, a las afueras de la celda los internos se formaron y, escoltados por los guardias, avanzaron en silencio. Cuando pasaron frente a Norberto Santisteban, el jefe de los celadores le ordenó autoritario: —Arregla el tiradero. Hoy dormirás solo.

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