martes, 6 de noviembre de 2018

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—Muchas gracias, en primer lugar, por haber aceptado esta invitación y esta oportunidad para conversar, señor juez. —No hay nada que agradecer, señor director. —Mire, básicamente quiero referirme a un caso muy concreto. Se trata de un interno llamado Norberto Santisteban, cuya causa tiene usted asignada. —Ah, sí, una persona acusada de robo y fraude y cuya mujer murió hace unos días. —Sí, exactamente. ¿Ya sabía usted lo de la muerte de su esposa? —En efecto. Vino a hablar conmigo su abogado defensor y me pidió deferencia al juzgar el caso. —Pues lo que yo le voy a pedir va en el mismo sentido, señor juez. El señor Santisteban sufre de un trastorno neuronal que, por las condiciones propias de nuestro centro de readaptación y nuestros recursos muy limitados no podemos atender adecuadamente. Su mal se agrava cada día y en el mediano plazo puede llegar a tener grandes consecuencias y riesgos, no sólo para él, sino para las otras personas que están a su alrededor. —Entiendo. —Nuestra institución se vería especialmente beneficiada si se decretara la libertad del señor Santisteban, pues no tendríamos que cargar con la preocupación y con el tratamiento que nos demanda su enfermedad y sobre todo los riesgos que conlleva el que, prácticamente en cualquier momento, el hombre pueda tener otra crisis nerviosa severa que le haga atentar contra su vida o contra la de los demás. Usted sabe que en los últimos tiempos hemos tenido una serie de incidentes que no quisiéramos volver a tener. De manera que sería una verdadera desgracia que, a causa de una persona mal atendida en su enfermedad y en su tratamiento médico, pudiéramos tener otro incidente. —Sí, claro. —En concreto, señor juez, con la confianza que siempre me ha dispensado, le pido su apoyo para que, si no hay mayores inconvenientes, pueda usted decidir a favor de la libertad del señor Santisteban. —Sí, director. Tenga usted la certeza de que me avocaré a analizar minuciosamente todos los detalles del caso. De hecho, el proyecto ya casi está terminado. En tres días tendremos la diligencia para emitir la sentencia. Le reitero que consideraré su atenta petición. —Muchas gracias. Norberto se mantuvo apegado al régimen que el médico le había prescrito. La contante actividad física le ayudó a mantener su atención puesta en muchas cosas prácticas y el medicamento contribuyó sensiblemente a mantener su estabilidad mental. Desde luego el golpe anímico por la muerte de su mujer fue mayor. Quien lo veía con atención se daba cuenta de que el hombre había envejecido en unos días al menos una década. Por las noches su sueño recurrente era la figura de su mujer apareciendo en la celda de castigo, diciéndole que sólo había ido a despedirse y que pronto saldría libre. Muchas veces despertaba sobresaltado y comenzaba a llorar en silencio al sentirse en la orfandad de no poder asirse de alguien. “¿Qué va a ser de mí si alcanzo la libertad?, ¿de qué voy a vivir?, ¿cómo voy a enfrentarme a una casa vacía, sola, a una casa en donde murió la única persona que se mantenía a mi lado?, ¿cómo voy a poder soportar la soledad absoluta?” En el taller de carpintería pidió el permiso de hacer una cruz. Dijo que la llevaría a la tumba de su mujer, si alguna vez lograba salir de la cárcel. Se le concedió el permiso, se le dieron los materiales y la asesoría para lograr su fin. Norberto se afanó durante tres días completos en esta actividad. Finalmente logró una buena pieza, limpia y perfecta que lo llenó de satisfacción. Cuando estaba dando los últimos toques a su cruz, fue llamado a presentarse al locutorio. Lo esperaba su abogado para acompañarlo al desahogo de la diligencia que sería decisiva para su destino. El abogado no podía ocultar su nerviosismo. Se sentía como cuando estaba en vísperas de un examen oral en la universidad. Norberto estaba tranquilo, decidido a afrontar lo que viniera. Entró el juez al lugar, junto con sus auxiliares y el agente del ministerio público. Se inició el protocolo y en la parte central del acto, el juez leyó la sentencia que tenía preparada. Se mandó a Norberto ponerse de pie y escuchó pronunciar que, por faltar contundencia a los elementos de probanza ofrecidos por la representación social, así como a otras muchas consideraciones de hecho y con base en la doctrina jurídica se fallada en favor de conceder la libertad inmediata a Norberto Santisteban, quedando abierta la posibilidad de que la contraparte interpusiera algún otro recurso legal, conforme a lo previsto en ley. El abogado no pudo resistir la emoción y palmoteó en solitario, aunque se detuvo casi de inmediato mirando la manera severa en que los demás lo observaban. Norberto escuchó las palabras con los ojos cerrados. Luego volvió la mirada hacia arriba y finalmente clavó la vista en el piso. El juez firmó la sentencia y el acta y entregó sus copias a las partes involucradas. Tuvo la deferencia de bajar del estrado a saludar a Norberto que, de manera torpe y tartamuda, dio las gracias, tratando de evitar la mirada directa del juzgador. El abogado defensor se deshizo en agradecimiento, parabienes y bendiciones para el juez, al tiempo que no dejaba de abrazar, metida en su carpeta de piel, la copia de la sentencia que él consideraba, antes que nada, como un triunfo personal sin precedentes. Norberto fue llamado a la oficina del encargado de la dirección. La noticia de la liberación el interno se hizo pública en todos los rincones de la prisión, de manera que dondequiera que pasada, recibía felicitaciones, silbidos, palmadas, ademanes pícaros y toda una serie de manifestaciones de alegría por saber que al menos uno de ellos alcanzaría a pisar la calle. —¡Felicitaciones, señor Norberto! ¡Enhorabuena! —Muchas gracias. —Igualmente, muchas felicidades, señor abogado; muy buen trabajo. —Muchas gracias, señor director. —Vamos a iniciar el papeleo para la salida del señor Norberto, pero lo más seguro es que éste se dé hasta mañana al medio día. Les ruego su comprensión y paciencia, por favor. —No hay problema. Yo estaré mañana aquí desde temprano, por cualquier cosa que se pueda ofrecer. El abogado salió del penal. Abrió la cajuela de su coche y sacó el teléfono celular, pero, a punto de marcar un número se detuvo, creyendo que el acontecimiento debía ser anunciado en persona. Condujo hasta la ciudad y más concretamente hasta la tienda del centro del licenciado Rivera. Una vez allí, se anunció con la secretaria, pidiendo hablar con el empresario para presentarle una información muy importante. —¡Lo logramos, señor licenciado! ¡El contador Norberto Santisteban ganó su libertad!— dijo el abogado mientras entregaba al otro la copa de la sentencia que le había otorgado el juez. El hombre sonrió ampliamente, se sentó en su sillón ejecutivo y comenzó a leer lenta y atentamente el contenido de la sentencia, poniendo énfasis especial en la última hoja. —Muchas felicidades, abogado y muchas gracias por su empeño y trabajo. —El director del penal nos expresó que iban a comenzar el papeleo y que el contador saldrá de la prisión mañana al medio día. —Pues entonces le pido que vaya por él y lo traslade a su domicilio. MI secretaría le entregará en unos minutos más un cheque. El setenta por ciento de ése dinero es para usted, como una compensación por sus servicios y el treinta por ciento restante, entréguelo por favor a Norberto, porque es evidente que en su casa no va a encontrar ni un mendrugo de pan para comer. Dígale que le mando mis felicitaciones. Voy a salir esta tarde a algunas actividades en el norte del país. Estaré fuera una semana. A mi regreso veremos cómo ayudar a este hombre a reacomodar su vida lo mejor posible. —Sí, señor. Que le vaya muy bien y muchas gracias por la gratificación. La felicidad del abogado Sánchez Lima fue mayor cuando recibió el cheque de manos de la secretaria. Sin mayor trámite fue al banco, lo depositó en su cuenta y luego retiró el treinta por ciento del valor para darlo al día siguiente a Norberto. Como colofón de su día decidió obsequiarse como una comida excepcional para celebrar, muy a su modo, un éxito más para su ascendente carrera. En la cárcel Norberto recibió diversas muestras de entusiasmo. Cuando se presentó al comedor se le brindó un breve pero muy sincero aplauso. Todo mundo se acercó para felicitarlo, hasta el flaco que lo había apedreado en días pasados y que había recibido la paliza. Norberto se limitó a repartir sonrisas y agradecimientos, tratando de infundir en ellos una semilla de esperanza de que a la vez alcanzarían pronto la libertad. En la noche fue a la enfermería por su dosis de medicamento. El recibimiento fue muy similar. —Mira, Norberto. Ahora que vas a salir libre, requieres atender tu estado de salud. Urge que acudas con un psicólogo y luego con un psiquiatra. Lo que tú tienes es un trastorno neuronal serio. No te sé decir cuál de ellos, porque hay muchos, pero lo que sí sé es que debes tomar cuidados y medicamentos. Ya sabes que lo que tomas es diazepam. Mañana te regalaré otra caja, pero es muy importante que no tomes más que la mitad por la mañana y la otra mitad por la noche. No tomes más de eso porque podrías tener una sobredosis que incluso podría matarte. —Sí, doctor, tendré cuidado con lo que me dice. Por la noche, al tender su colchoneta vieja, tomó conciencia de ésa sería su última noche en prisión. ¡Cuántas veces deseo con todo su corazón que llegara ése momento! Sin embargo, ahora se encontraba vacío, desesperanzado. Sentía que la libertad no le sabría a nada. No tuvo un sueño apacible. Volvió a llorar por su mujer y estuvo luego muy preocupado pensando en las condiciones en las que encontraría su casa. Nadie le podía asegurar que todo estuviera en su lugar. A lo mejor, aprovechando la desgracia, algunos ladrones se habrían introducido para sacar de ella todo lo que encontraran de valor; se preocupó por lo que comería una vez que estuviera en libertad y de dónde sacaría dinero para poder mantenerse; pensó en si su cuenta de ahorros familiares aún tendría dinero o si en medio de toda la desdicha alguien le habría robado a su mujer la tarjeta y la clave y encontraría su saldo en ceros; incluso pensó en lo más elemental: si habría agua, electricidad y gas en su casa, pues nadie le podía decir que su mujer hubiera pagado ésos servicios. Al terminar el desayuno, Norberto fue a la enfermería por su dosis de medicamento. Lo esperaba también el abogado que le había traído un traje, unos zapatos, crema corporal, loción y hasta perfume. —Usted disculpará, contador, si la ropa no es exactamente de su talla, pero me orienté en que somos de estatura aproximada y de complexión muy similar. —Muchas gracias. Norberto pudo ducharse con agua caliente en las instalaciones de la enfermería. Disfrutó mucho de ésa sesión de aseo. Se afeitó con cuidado y esmero. ¡Cómo le hubiera gustado que ése día su mujer lo estuviera esperando a las afueras de la puerta de la prisión, como tantas veces soñó, para dar por terminada ésa maldita pesadilla! Luego se puso el traje y los zapatos. Se anudó la corbata. Verdaderamente fue muy satisfactorio dejar el uniforme de interno de una prisión. A las once de la mañana en el patio inmediato a la enfermería, los internos fueron entrando en grupos de tres para despedir a Norberto, de acuerdo a la autorización emitida por las autoridades de la prisión. Aunque Norberto no hizo amistad especial con nadie, se despidió con efusión de todos los que fueron durante tantos meses sus compañeros de desgracia e infortunios. El flaco que lo apedreó trajo cargando la cruz de madera que Norberto había fabricado en el taller de carpintería. Un abrazo selló el fin cualquier resabio de hostilidad. Con su cruz en la mano, Norberto se dirigió en compañía del abogado, a la oficina del encargado de la dirección. Allí le hicieron firmar los formatos de salida y se le entregaron sus pertenencias. Cuando ingresó a prisión sólo había traído consigo un teléfono celular y una billetera. Dentro venía su identificación oficial, su tarjeta bancaria y cinco billetes. Norberto se despidió de todos y, al lado de su abogado, salió por fin al exterior del penal. Una vez allí, hizo lo que había soñado tantas veces. Se detuvo y dio la vuelta para contemplar el monstruoso lugar en que había estado injustamente confinado durante tanto tiempo. Ni siquiera una disculpa recibió de quienes le acusaron de un delito no nunca cometió, pero que prácticamente le había arrebatado la vida. El abogado abrió su coche y Norberto se sentó en el asiento del copiloto. Era la primera vez que el hombre veía de manera panorámica todo el tétrico edificio que albergaba a tantas almas en desgracia. —Contador, el licenciado Rivera me dio instrucciones de que le entregara a usted este sobre con dinero para que pueda hacer frente a los gastos de mayor necesidad. Le manda decir que lo buscará en cuanto regrese de un viaje que hizo al norte del país. —Muchas gracias. Ya tendré oportunidad de agradecer personalmente por la inmensa ayuda que me ha dispensado. Sin el apoyo de él y de usted, esto no había sido posible. El vehículo se puso en marcha y avanzaron rápidamente hacia la ciudad. Antes de una hora de recorrido entraron a la enorme urbe y el coche tomó rumbo hacia el barrio donde estaba la casa del contador Santisteban. Conforme se acercaban el corazón del ex recluso se aceleraba. Al doblar la esquina de su cuadra y mirar su casa, frente a la que se estacionó el abogado, no pudo contener las lágrimas. Con lentitud bajó del coche y durante un buen rato estuvo mirando la fachada de lo que por muchos fue su hogar, donde había nacido y crecido su hija, donde había pasado días de felicidad y de angustia al lado de su mujer. Ahora le parecía una construcción lúgubre, triste y deprimente. En otras condiciones habría corrido a abrir la puerta, seguro de que alguien estaría en el interior esperando por su regreso. Ahora, en cambio, no tenía ningún interés en acercarse siquiera. —¿Está bien, contador? —Quiero pedirle el favor de que me lleve al cementerio. Tengo una obligación que cumplir antes de entrar a mi casa. A los pocos minutos estaban llegando al camposanto. El abogado guio al contador hasta una tumba recién cavada, sin lápida exterior, en donde había una pobre cruz de metal con una placa con los datos de la mujer de Norberto. El abogado se alejó respetuoso unos metros, seguro de que ése momento era de profunda intimidad. —Mujer… Quiero pedirte perdón por no haber estado junto a ti en el momento de tu partida… No sabes cómo me duele tu ausencia… Tenía mucha ilusión de que este momento de reconquista de la libertad fuera coronado por tu mano… No fue posible… Quiero darte las gracias por tu compañía de toda la vida, por haberme elegido como tu compañero, por haber compartido conmigo las desgracias, penas y limitaciones… Gracias por haberme dado una hija y sobre todo muchas gracias porque siempre estuviste a mi lado, siempre… No sé qué va a pasar con mi vida a partir de este día, no sé qué me depare el destino… Hoy me siento sólo, profundamente solo… ¡Tanto pedí la libertad! Hoy que la tengo, ¿para qué?, ¿para qué, si no tengo con quien compartirla?, ¿para qué, si no estás a mi lado para ser mi columna de soporte, mi sombra, mi pan, mi amor, mi existencia toda…? Entré en la prisión todavía siendo un hombre útil fuerte, vigoroso… Hoy soy un hombre viejo, cansado y enfermo… Mi mente me traiciona, mis piernas se me doblan, mis brazos ya no soportan el peso… Esta cruz, que simboliza todos nuestros sufrimientos, los tuyos y los míos juntos, la hice con mis propias manos, pensando en ti… Aquí la dejo, a la cabecera de tu tumba, como testimonio del amor que siempre te profesé… Lamento que tus últimos días hayan sido de tanto sufrimiento, que hayas vivido en medio del pesar y de las preocupaciones desde que caí en prisión… Lamento que, en lugar de haberte despedido de este mundo con una sonrisa de felicidad, te hayas ido con un dolor clavado en el pecho por tanta desgracia que se nos vino encima… Quizá ni nuestra hija se haya enterado todavía de tu muerte… La vida es dura, es cruel, es tormentosa. Ahora que regrese a casa, la veré con la misma inmensidad que tú la viste durante todos estos meses; con ése vacío tan terrible por no tenerte, igual que lo que sentiste por no mirarme a tu lado… Pero tú siempre fuiste muy valiente, muy decidida, y yo no lo soy… No me imagino siquiera como voy a soportar la vida sin tenerte, cómo voy a enfrentarme al formidable reto de reconstruirme… No lo sé… No lo sé… Si pues, te lo es permitido desde donde estás, te pido que no te alejes de mí… Te necesito… Necesito la certeza de saber que puedo contar contigo, que sostendrás mi mano si me ves caer, que guiarás mis pasos para no tropezar… Pero, ante todo, mujer, lo digo desde el fondo de mi alma, gracias por haber sido quien fuiste, por haberme entregado tu existencia, gracias por hacer de mí un hombre feliz, a pesar de nuestras muchas limitaciones y problemas… Que Dios te tenga en su santa gloria… Que descanses en paz… Tomó un puño de tierra lo dejó caer sobre la tumba. Luego empujó con todas sus fuerzas la base de la cruz que quedó firmemente erguida a la cabecera de la tumba. Por último, se persignó reverente ante el sepulcro y dio media vuelta. —Ahora sí, lléveme a mi casa. FIN

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