martes, 6 de noviembre de 2018

13

—No llore, señora. Por favor, trate de controlarse y cuéntenos qué novedades nos trae. Eunice, prepare y traiga un té de tila de inmediato. —Lo siento, licenciado; por favor perdóneme. —No tenga cuidado, señora. Nosotros comprendemos perfectamente el dolor que le causan estos acontecimientos, pero necesitamos que nos narre los hechos para que podamos ver qué se puede hacer. Tómese este té, le va a hacer bien. —Muchas gracias. Bueno, como ustedes saben, he estado muy delicada de salud. Todo parece haberse desatado a raíz de que un día domingo en que no pude ir a ver a Norberto a la prisión, decidí acudir a misa de medio día en una iglesia del centro a la que soy muy asidua. Al salir de allí, tuve la desgracia de presenciar cómo un hombre le disparaba a otro y lo vi morir. Eso me impresionó mucho. Tuve una crisis nerviosa. Me atendieron allí mismo en una ambulancia y me recomendaron reposo. A los dos días de esto tuve una nueva crisis general y, de no haber sido por una vecina que afortunadamente fue a visitarme, seguramente no habría sobrevivido. Me llevó al hospital y allí me estabilizaron, mandándome otros medicamentos, además de los que tomo de manera regular. La principal recomendación fue no someterme a emociones fuertes y procurar estar tranquila. Durante dos meses y medio no pude ir a la prisión a ver a Norberto y sólo encontré como alternativa pedir el favor a otra vecina que tiene a un hijo preso para que me hiciera el favor de entregarle cartas. Yo le pagaba todos los gastos y ella me hizo el favor de entregar mis papeles, pero cuando yo la buscaba para saber si había alguna respuesta, o sea, si Norberto, a su vez me habría mandado un recado, pues simplemente me decía que sólo entregaba las cartas con un custodio y que, a cambio de una cuota de dinero, éste se comprometía a darla al destinatario, pero nada podía hacer si mi marido no mandaba una respuesta. —En las prisiones de ése tipo, es muy poco frecuente que a los internos se les permita papel y tinta para escribir, señora. —Bueno, pues finalmente el sábado pasado me sentí con fuerzas para ir a la visita familiar del domingo, hice mis preparativos y fui. Ya sabrán ustedes cómo es eso: filas enormes, hambre, sol, polvo, revisiones exageradas y, sobre todo, repartir dinero a cuantas personas intervienen en el proceso. Por fin llegué al locutorio y sinceramente… Norberto… —Tranquilícese, señora. Tómese su tiempo. —Lo vi muy cambiado, muy distante, muy distraído… Lo primero que me extrañó fue que al parecer no me reconoció de inmediato. Pensé que estaba bromeando o que estaba enojado porque no había ido a verlo. Tardó como dos minutos en tomar plena conciencia de quién era yo. Comencé a platicarle de varias cosas y al principio si me hizo conversación, o sea, estaba atento a lo que le decía y me preguntaba o me contestaba, según su turno. Pero luego me inquietó mucho que su mirada se perdió, como si se le hubiera apagado la luz de los ojos, o sea, no como si no viera, sino porque pareció ya no estar ahí, a pesar de que su cuerpo si estaba presente. Tenía las manos apoyadas en las rejas que nos dividían y, como aun subiendo el tono de mi voz parecía no hacerme caso, le pellizqué las manos y sólo así logré que reaccionara. Volvió a tomar el hilo de la conversación, pero, ya para despedirnos, nuevamente perdió la atención… No sé qué le estará pasando… Seguramente está enfermo… —Pues, efectivamente, señora, parece una cuestión grave. Deduzco, aunque no lo sé de cierto, que la estadía en la prisión afecta seriamente la salud mental de las personas, ¿no es así, abogado? —Sí, señor licenciado. Todas las personas que ingresan por primera vez a una prisión sufren un trauma, un shock, cuyo impacto puede variar dependiendo de las condiciones particulares de cada persona, pero invariablemente si está demostrado plenamente que su salud mental se ve quebrantada. En algunos casos los internos llegan a sufrir trastornos psicológicos mayores que llegan a requerir atención médica especializada. —Pero, seguramente, como todo en este país, y particularmente en el sistema penitenciario, las autoridades poco o nada se preocupan por la salud mental de los internos y simplemente dejan pasar los problemas, pues me imagino que ni cuentan con estos servicios al interior de las penitenciarías. —Tiene toda la razón, señor licenciado. Nuestro sistema penitenciario parte sólo de la idea de encerrar al delincuente (perdón, señora, no se ofenda), sin importarle nada de los traumas o daños que se cause a la persona. Por ejemplo, si alguien sufre de alguna discapacidad y se ve en situación de caer en condición de cárcel, no existen las condiciones mínimas necesarias para garantizarle la debida inclusión. Vamos, si alguien tiene necesidad de una silla de ruedas, ni siquiera hay las rampas de acceso que le permita la correcta movilidad. Lo mismo sucede si alguien no ve o no oye. —¿Podría usted solicitar, señor abogado, que se le apliquen exámenes al contador Norberto, a efecto de detectar algún posible daño, alteración o trastorno de su salud mental? —Desde luego, claro que lo podemos y lo vamos a hacer, porque si demostramos que el contador Santisteban está sufriendo un daño en su salud mental, podremos presionar para que se acelere su proceso y aún para que se consideren atenuantes en su juicio y pueda recuperar su libertad. —Ojalá se pueda hacer eso, abogado, no sabe cómo se lo agradecería. Si mi marido sigue más tiempo en ésa prisión, los daños serán mucho más severos. —Como siempre, señora, le refrendo que debe usted contar con nuestro apoyo. Vamos a solicitar de inmediato la intervención de las autoridades de la prisión para que se le apliquen a mi amigo los exámenes pertinentes y en caso de que esté enfermo o afectado de alguna manera, pediremos que le sea administrado el tratamiento y los medicamentos necesarios para recuperar su salud. —Muchas gracias, licenciado. Como siempre, no tengo con qué agradecerles a ambos, y muy en especial a usted, por la gentileza que tiene. Pido a Dios que derrame sobre ustedes todo tipo de bendiciones. —Mil gracias, señora, hasta pronto. La mujer se levantó, dio la mano a ambos hombres y salió cerrando tras de sí la puerta del despacho. —¿Cree que realmente sea serio este trastorno?, ¿qué dice su experiencia, licenciado? —Pues, como ya la dije, existen ciertos estudios que demuestran que hay un shock extraordinario para las personas que ingresan a la cárcel, especialmente cuando de manera previa no han estado en contacto con entornos de hostilidad. Los trastornos pueden derivar desde esquizofrenia, delirio de persecución hasta neurosis más complicadas. Naturalmente estas personas deberían ser detectadas por las autoridades carcelarias y remitidas para una valoración médica y un tratamiento específico, pero no le oculto que la realidad es que nuestras prisiones con dificultad tienen lo necesario apenas para atender una emergencia en su área de enfermería. Carecen casi por completo de atención psicológica y psiquiátrica y no existen instalaciones adecuadas dentro o fuera de la prisión para atender a quienes sufren trastornos mentales. —¡Qué barbaridad! —Cuando se detectan comportamientos atípicos en los internos, simplemente creen que son indisciplinas o rebeldías y terminan castigándolos a golpes o dejándolos sin comer o metiéndolos a celdas de reclusión especiales. No se dan cuenta de que una persona con neurosis puede llegar a constituir un peligro no sólo para sí misma, sino para los demás, pues sus niveles de conciencia están alterados y pueden llegar a atentar contra su vida o contra la de los demás. —Sí, comprendo. —La verdad, licenciado, a pesar de que estas personas puedan salir en libertad luego de purgar sus condenas o demostrando su inocencia, su vida queda trastocada para siempre. No sólo se enfrentan a la discriminación que la sociedad les aplica por el estigma de haber sido presidiarios, sino por estas afectaciones a su salud mental que reduce su nivel de calidad de vida. Ha habido quien, ya en libertad, termina suicidándose por los males que viene arrastrando en su equilibrio emocional. —No cabe duda de que nuestro sistema penitenciario, además de ineficiente, es insensible. —Efectivamente, señor licenciado. Tal parece que creemos que con aislar o encerrar a estas personas vamos a resolver los problemas de fondo. Nunca podremos hacer que las prisiones funcionen, en tanto no les garanticemos a los internos programas especiales y casi personalizados para que los años que pasen lejos de la comunidad les permitan reformar su conducta, entenderse como agentes productivos e integrarse honestamente a la marcha general de sus familias. De otro modo, sólo seguiremos haciendo lo que hasta hoy, es decir, profesionalizando delincuentes, acendrando odios, preparando a la gente para que, una vez que pisa la calle, vuelva a delinquir con más saña y violencia que antes, sin temor de pisar nuevamente la prisión. En el caso de personas como el contador Norberto Santisteban, aunque lleguemos a demostrar su inocencia, su vida quedará profundamente marcada por la experiencia de haber estado en una prisión y, pues, si lamentablemente fuera cierto lo que nos cuenta su esposa, su vida también se vería afectada por los trastornos emocionales que incluso pueden llegar a ser permanentes. —¡Ah, lo sé, lo sé! Por favor avóquese a solicitar la valoración médica de la que hemos hablado. Muchas gracias por todo. Puede retirarse. Los dos hombres se pusieron de pie y se despidieron con un apretón de manos. El litigante salió del despacho y el dueño de la tienda se acercó a una mesita que tenía en un rincón. Tomó un vaso y lo llenó hasta la tercera parte con whisky que tenía dispuesto en una licorera, y luego, abriendo un refrigerador pequeño, tomó dos o tres cubitos de hielo. Se acercó al gran ventanal que le permitía ver el tráfico sin fin de vehículos en la gran avenida. Se imaginó por un momento qué pasaría si él mismo se viera en la condición de ir a la cárcel. “No sería lo mismo. Tengo dinero, amigos, relaciones; conozco la ley. Si me viera en ésa condición movería todos mis recursos, mis influencias… Decididamente parece haber dos mundos: por un lado los que tenemos posición económica, política y social y que tenemos (no sé si lo merecemos) un trato especial y, por otro lado, los que no tienen y pagan el pecado de su pobreza, de ser unos completos desconocidos, de no conocer a nadie en las esferas del poder. Sobre ellos cae todo el peso real de la ley, todo el escarnio, todo el odio social. Son ellos los que llegan nuestras cárceles, los que engrosan las filas del crimen común y organizado, los que viven y mueren aferrados a una esperanza fugaz, a un haz de luz apenas perceptible. Movió el vaso en sentido circular. Los hielos hicieron un tintineo de campañilla. Luego se lo llevó a los labios y bebió la mitad del contenido, sintiendo un calentamiento en la garganta y una sensación muy particular de bienestar. Abajo pasaban cientos o acaso miles de personas, cada una cargada con sus propias prisas, con sus propios sufrimientos, con traumas, limitaciones, necesidades, esperanzas y dolores. “¿Qué hacen unos para merecerlo todo y otros para no merecer nada? No es el mérito ni la inteligencia, puesto que entre los ricos hay muchos imbéciles, apáticos y perezosos, y entre los pobres hay muchísima gente con gran inteligencia, talento y aptitud trabajadora. Quizá es simplemente la suerte y nada más. Es injusto, desde luego, pero así están las cosas en el mundo. El que nace rico, difícilmente dejará de serlo, aún a costa de su poca inteligencia o dedicación; en cambio el que nace pobre, muy difícilmente mudará su condición, a pesar de su inteligencia, su trabajo y su entereza. El hombre se bebió de un segundo sorbo el resto del contenido y dejó el vaso, aún con los pedazos de hielo, sobre una servilleta de papel en el escritorio. Miró el reloj de pulsera y decidió que era tiempo de bajar a supervisar personalmente la marcha de su tienda, pues, según su propio postulado, la única manera de garantizar que las cosas se hicieran bien era teniendo especial cuidado en la supervisión. Mientras el licenciado Rivera dedicaba su tiempo a observar que los empleados trabajaran escrupulosamente, la mujer del contador Norberto Santisteban ocupaba el suyo en elegir papas, chicharos y otras verduras para llevar a su casa. Le habían recomendado que se alimentara sanamente, sobre todo porque debía cuidar de manera integral el funcionamiento de su cuerpo para que ninguna de sus enfermedades se saliera de control. Se afanaba porque su casa siguiera lo más ordenada posible y además los quehaceres domésticos le permitían hacer más llevadera su monótona existencia. Había hecho uno o dos intentos por lograr algún trabajo, pero, a decir verdad, no se había aplicado lo suficiente, por lo que no había tenido éxito. Cuando iba al banco y tomaba el comprobante del retiro, observaba el saldo disponible y no dejaba de morderse los labios, pues a pesar de que se esforzaba por no gastar más allá de lo estrictamente necesario, sabía bien que llegaría un momento en que el dinero se agotaría. Para su fortuna, su reciente ingreso al hospital y la dotación de medicamentos no le había costado un solo centavo, considerando su afiliación al sistema general de salud. De no haber contado con este apoyo, quizá su descalabro económico hubiera sido mayor. Todos los días pensaba en la necesidad de hacerse de ingresos propios, sea buscando un empleo en cualquier fábrica o negocio o hasta poniéndose a vender algo casa por casa, pero después dejaba la idea entre sus pendientes y atendía otras actividades. Cuando llegó a su hogar se extrañó de inmediato al ver que frente a su puerta estaba estacionado un vehículo. Cuando se acercó más, reconoció el coche del sobrino de la mamá de Jesús, quien hacía el favor de llevarlas a las visitas familiares a la prisión. —Mi tía le pide el favor de que vaya usted a visitarla, pues le urge hablar con usted. Yo la llevaré. La mujer aceptó y sólo pidió un momento para guardar las cosas que había comprado en el mercado. Subió en el vehículo y llegó en pocos minutos a la casa de su amiga. Llevaba una manzana en la mano, para no pasar mucho tiempo sin comer, de acuerdo a las indicaciones médicas. Entró en la casa y de inmediato sintió un ambiente luctuoso, frío. La mujer estaba sentada en el sofá. Se levantó para recibir a su amiga, pero al sentir el abrazo, de inmediato comenzó a llorar y a sollozar de forma incontrolable. La mujer del contador trataba de enterarse de lo que había sucedido, pero la otra no podía controlar su llanto y sus sollozos. Al cabo de un minuto logró articular. —Me… lo… mataron… No había que pedir más explicaciones. La mujer del contador consoló lo mejor que pudo a su amiga hasta que, pasados unos cinco minutos poco a poco se fue calmando y accedió a sentarse nuevamente en el sofá. La hija, hermana de Jesús, le trajo una taza de té para que procurara calmarse y le acercó una caja de pañuelos desechables. —Me llamaron ayer en la mañana… Dijeron que había una emergencia y que urgía que me trasladara para la prisión y no me quisieron decir más… Cuando llegué, ya había muchísima gente agolpándose en la puerta, exigiendo a gritos saber qué era lo que estaba pasando. Allí nos tuvieron hasta las cuatro o cinco de la tarde… Desde dónde estábamos sólo se podía escuchar gritos y golpes, como de quien le pega a una lámina… Luego vimos que por otra puerta entraron tres ambulancias… Todos entendimos que se había producido algo grande, un enfrentamiento, un riña y que al menos habría heridos entre los internos. Como a los veinte minutos vimos salir a toda velocidad las ambulancias… Hasta las ocho de la noche salió un oficial a informar que al interior de la zona se había presentado un enfrentamiento entre bandas rivales y que como resultado había fallecido un interno y al menos tenían diez heridos; cinco de ellos, por la gravedad, habían sido trasladados a diferentes hospitales a ser atendidos de urgencia… Dijeron los nombres de los heridos y me sentí aliviada de no haber escuchado el nombre de mi Jesús, pero… cuando leyeron el nombre del que había fallecido… Otra vez la mujer estalló en llanto. Esa vez su hija se encargó de abrazarla y de tratar de calmarla. La joven también lloraba. —¿Qué fue lo pasó?, ¿no le explicaron nada?— preguntó la mujer del contador luego de un rato, cuando su amiga se hubo calmado un poco. —¡Ahí nunca explican nada! Sólo me dijeron que murió… Ni siquiera sé cómo lo mataron o si verdaderamente estaba implicado con una de las bandas que se enfrentaron ayer… Nunca dicen nada… Ya ve usted… Míreme ahora, desolada, sólo esperando, de un momento a otro, a que me entreguen a mi muchacho en un ataúd… Ahora sí, mi vida se acabó, se acabó por completo. Como a la media hora todo fue movimiento en la casa, pues llegó la camioneta en que traían el cuerpo del joven. La mujer del contador, fiel al refrán que reza que mucho ayuda el que no estorba, procuró ponerse en un rincón discreto, pero al poco tiempo tuvo la curiosidad de ir a platicar, como quien no quiere, con los operadores del vehículo. Les preguntó qué era lo que habían sabido del acontecimiento y si conocían los detalles. —Pues señora, nosotros lo único que sabemos que es desató una pelea entre los miembros de dos bandas. No sabemos si el difunto era parte de alguna de ellas, pero tuvo la mala suerte de estar allí. Parece ser que entre los internos había armas de fuego. Hubo varios disparos y uno de ellos alcanzó a este muchacho en la cabeza. Murió de inmediato. Luego entró la policía y los soldados a tratar de poner orden en todo. Hubo más disparos, pero parece que fueron al aire, pues no murió nadie más. Los cinco heridos que llevaron a los hospitales fue por lesiones causadas por arma blanca: ya sabe usted que, bien que mal, casi todos los internos tienen cuchillos y navajas. —¿Qué pasará ahora con los internos?, ¿habrá visitas familiares, como de costumbre? —La vedad no lo creo, señora. Cuando pasa algo de esto, puede transcurrir hasta un mes para que se enfríen las cosas y las autoridades den luz verde a que se reanuden las visitas. Ahorita todo está muy revuelto, en especial porque debido a esto seguramente va a haber investigaciones. Va a haber mucho ruido, se lo aseguro, y mientras eso pasa, con seguridad no habrá visitas. La mujer del contador se quedó profundamente preocupada. Era evidente que la madre de Jesús ya no tenía nada a qué volver a la prisión, por lo que no podría contar con ella para mandar cualquier recado a su esposo. Ahora ella era la única vía para conocer noticias de Norberto, pero, como ya había escuchado, pasarían algunas semanas antes de que pudiera ver otra vez a su marido. Cuando regresó al interior de la casa, ya habían colocado el ataúd sobre una base de metal. A la cabecera lucía una cruz alta, de aluminio, con una figura del crucificado firmemente atornillada. A cada costado de la caja mortuoria se veía ya una gran vela encendida y también floreros que casi de inmediato se llenaron. Los vecinos habían comenzado a llegar, algunos para dar el sincero pésame a la familia y otros con el morbo de enterarse de lo que había sucedido. Cuando comenzaba a caer la noche llegaron varios camiones con los logotipos de algunas televisoras. Bajaron cámaras, micrófonos y antenas y entraron para entrevistar a la madre de Jesús y hacer algunas tomas. La pobre mujer apenas pudo hilvanar unas cuantas oraciones antes de que fuera presa nuevamente de un ataque de llanto, mismo que los productores de televisión utilizaron de maravilla y los respectivos conductores de noticiero remataron con un comentario incisivo acerca de la crisis en que había caído el sistema penitenciario nacional y, muy en especial, en ésa prisión federal. Los familiares, amigos y vecinos expresaron su solidaridad de diversas maneras. Hubo quien llegó cargando una caja grande de pan dulce para repartirlo entre quienes participaban en los rezos; alguien más, dando por hecho que la madre estaba destrozada por la pérdida, hizo los trámites para la ceremonia luctuosa y los permisos para inhumar el cuerpo en el panteón más cercano a la colonia; la mayoría llevaron flores y ceras, aunque no faltó el que, venciendo su egoísmo, sacara su cajetilla de cigarros y se pusiera a repartirlos entre los asistentes. La mujer del contador Santisteban estuvo hasta la media noche con su amiga. Recordó que por prescripción médica no debía desvelarse demasiado y decidió regresar a su casa, descansar un poco y al siguiente día acompañar al cortejo fúnebre para la misa y el sepelio del pobre muchacho. Mientras caminaba se imaginó el dolor tan grande que como madre estaba pasando su amiga. Recordó que en alguna ocasión, ella había mencionado que Jesús había cambiado mucho y que su mirada ya no era la misma, que ya no se le veía alegre, sino triste y distante. Al entrar en su casa, no pudo evitar evocar los acontecimientos recientes con su marido que daban la impresión de que estaba alejado de la realidad. Encendió el televisor para que le acompañara a sus últimos quehaceres y en la repetición del noticiero nocturno estaban dando cuenta de lo que había acaecido al interior de la prisión. Se detuvo frente a la pantalla y puso toda su atención. El reportero, desplegado en la zona, daba cuenta de una crisis derivada del presunto enfrentamiento de dos bandas que, al menos durante seis horas habían mantenido secuestrados a algunos miembros de la guardia interna. Se narraba que se habían escuchado diversos disparos de arma de fuego y a causa de ellos, al menos un interno había fallecido, en tanto que media docena habían ido a dar a diversos hospitales, con heridas serias por el enfrentamiento. Luego salió a cuadro la madre de Jesús y su estallido en llanto. El reportero finalizó su nota diciendo que diversas instituciones nacionales, entre ellas las de derechos humanos, se habían pronunciado por efectuar investigaciones serias y a fondo para dar con los responsables de que los internos poseyeran armas. La mujer del contador apagó el aparato y, tomando su rosario, todavía se dio fuerzas para ponerse a orar, rogando a Dios porque su marido estuviera bien después de ése incidente. Media hora después, ya con la ropa de cama, cerraba los ojos tratando de dormir y de no soñar con todo lo que había vivido en el día, que le parecía, simplemente, una locura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario