martes, 6 de noviembre de 2018

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Desde hace algunos años, acaso a consecuencia del cambio climático, los días de mayo se han puesto especialmente calurosos. En la noche uno quiere dormir en la virginal desnudez del paraíso y durante el día, el mejor amigo del hombre ya no es el perro, sino el ventilador. En mayo, cualquier oficinista no querría otra cosa en la vida que trasladar su escritorio y su computadora a la cervecería más cercana y los conductores agradecerían cualquier pretexto para declarar una huelga nacional. Mayo es, en fin, un mes poco recomendable para echarse a andar por las calles, máxime cuando uno es gordo y, para colmo, calvo. Norberto Santisteban era justamente así, y su desgracia de aquél viernes de mayo fue haber recibido la consigna de ir al banco a cobrar el cheque con el que al otro día, sábado, la constructora debía pagar a todos sus trabajadores. El chofer llevó hasta la puerta misma de la institución bancaria al contador Santisteban, pero no pudo evitarle la penosa tarea de subir los treinta peldaños que separaban la puerta del banco de la banqueta de la calle. El pobre diablo, gordo y calvo, iba haciendo pausas a cada cinco escalones, maldiciendo lo mejor que le permitía su falta de aliento la labor que le correspondía en la empresa, bajo el abrasador sol de mayo. Al escalón número veinticinco, el contador Santisteban sintió que el corazón le iba a saltar del pecho. Se detuvo y procuró serenarse lo mejor posible, sacando al mismo tiempo un pañuelo blanco para secarse el copioso sudor que le escurría del cuello, la cara y la cabeza. Levantó el pesado portafolios negro con cerradura metálica y, haciendo acopio de fuerza y resignación, se animó a ir por los últimos peldaños. El contador Santisteban tomó su turno en la máquina despachadora y de inmediato buscó una silla para sentarse. Poco a poco fue recuperando el aliento, dándose cuenta de que su condición física no era nada buena. En su visita más reciente al médico, le habían llenado de medicamentos y de advertencias en torno a que, si no cambiaba su régimen de vida, nada bueno podía esperar en el futuro. Él lo sabía muy bien. Tenía unos cincuenta kilos de sobrepeso, pero lo más grave era que, a pesar de que quisiera someterse a todas las medidas correctivas de que hablaban los médicos, el trabajo en la constructora era extenuante y no encontraba —o no quería encontrar— el tiempo y las condiciones necesarias para modificar sus malos hábitos de vida. Faltaban diez turnos para la ficha del contador Santisteban. El banco lucía repleto de gente, tanto en el área de los asesores financieros como en las cajas, todo ello maximizado porque el lunes siguiente sería inhábil, por lo que todo mundo se adelantaba a hacer sus movimientos bancarios. El contador Santisteban iba a cobrar un cheque por cinco millones de pesos. La empresa debía dispersar la cantidad pagando a los trabajadores que tenía laborando en diferentes obras, entre algunos proveedores de materiales y otros servicios y, finalmente, entre entidades subcontratadas que hacían diversas labores y que por su naturaleza, ahorraban una gran cantidad de dinero al no generar relaciones laborales de manera formal. El hombre miró el reloj. Faltaban quince minutos para la una de la tarde y cinco turnos para llegar a su ficha. Estaban funcionando sólo tres cajas de las cinco disponibles, de manera que calculó que en un máximo de un cuarto de hora, estaría siendo atendido. Recordó su procedimiento más elemental: pedirle a la cajera el pago en fajos de cien mil pesos, de manera que debían darle cincuenta montones, mismos que debía meter en el maletín, correr los cerrojos metálicos con clave, mandar mensaje al chofer y luego sentarse a esperar que el vehículo estuviera al pie de la escalinata y bajar con calma para dirigirse a la empresa. El contador Santisteban aguzó sus sentidos cuando se dio cuenta de que estaba a punto de pasar su número de ficha. Rápidamente revisó el cheque que llevaba, con sus respectivos datos de endoso, su credencial de identificación y que el portafolios estuviera abierto para introducir el dinero. El pitido de la máquina coincidió con el cambio de imagen en la pantalla, señalando el número de turno del contador Santisteban que de inmediato se puso de pie y se encaminó a la tercera caja para ser atendido. Allí saludó al tiempo de entregar su cheque y su identificación. La cajera verificó en su computadora el número de cuenta y el saldo disponible. Luego se levantó para solicitar de su superior la firma de autorización para entregarlo en la bóveda, no sin antes escuchar la petición del contador Santisteban de que le entregaran su dinero en fajos de cien mil pesos cada uno. Más o menos a los tres minutos regresó la empleada con una caja de cartón mediana, llena de legajos de billetes, cada uno con su respectiva fajilla con sello y firma del personal autorizado por el banco con que se garantizaba que exactamente cada uno contenía cien mil pesos; no obstante, también por políticas del mismo banco, la cajera fue deshaciendo las fajillas y colocando los billetes en una máquina contadora automática que apenas en tres segundos verificaba el número y denominación de los billetes. En unos tres minutos la dependiente tenía lista la verificación. Selló el reverso del cheque, imprimió el recibo, firmándolo y sellándolo y entregó su copia al cliente, lo mismo que la identificación personal. El contador Santisteban verificó con la mirada la existencia y exactitud de los cincuenta paquetes de billetes y se dispuso a recibirlos y guardarlos con prontitud. La muchacha tomó el primer fajo y dijo en voz alta “uno”, con la intención de llegar al cincuenta. El contador recibió el primer fajo y lo acomodó en el interior del maletín y al mismo tiempo escuchó detrás de él tres detonaciones fuertes que de inmediato desataron gritos de terror entre los asistentes. El contador Santisteban quiso voltear por instinto pero sintió un tubo grueso y frío detrás de la nuca. —¡Tírate al piso, gordo, y quédate quieto! El contador se quedó perplejo sin saber qué hacer, así que el agresor tuvo que ser más directo, claro y persuasivo dándole en plena cara con la cacha de la pistola, al tiempo que le imponía: —¡Que te tires, pinche gordo, hijo de puta! El contador Santisteban sintió de inmediato un gran dolor y comprobó que sangraba de la boca. Su coraje y su terror aumentaron al sentir dentro de la cavidad bucal tres o cuatros pedazos de algo. Se puso una mano delante de la boca y al menos arrojó al menos cuatro dientes destrozados por el cachazo. Por encima de él, un asaltante, pistola en mano, había tomado el maletín del contador y exigía a la cajera que le entregara todo el dinero. La muchacha, asustada, entregó al asaltante los cuarenta y nueve paquetes que tenía sobre su gabinete, mismos que el ladrón acomodó con destreza en el interior del maletín del contador. Cuando terminó esta operación, el maleante pidió a la cajera el contenido que tenía en los otros cajones. La mujer se dispuso a abrirlos pero, con un hábil movimiento, se tiró al piso, accionó la alarma y se acurrucó lo mejor que pudo bajo el gabinete, fuera de la vista del agresor. El sonido de la alarma sorprendió la actividad de los tres asaltantes que estaban recolectando el dinero en las cajas y de los otros cómplices apostados en puntos estratégicos de la sucursal, de manera que se apresuraron a terminar su operación. Antes de que salieran hubo varios disparos para disuadir a alguien que quisiera seguirlos y también para dejar un ambiente de mayor terror entre los presentes. La media docena de maleantes salió corriendo, bajaron a grandes saltos la escalinata y se metieron en una vagoneta que ya los esperaba para huir. En el interior el banco, la gente tardó algunos instantes en reaccionar. Varias mujeres dieron libre curso a sus crisis nerviosas; un hombre maduro comenzó a tocarse el área del corazón por lo que se atendió al momento que ingresó un cuerpo de paramédicos. Los agentes policiacos nada pudieron hacer, más allá de acordonar la zona, tomar fotografías, hablar con el gerente y otros empleados e invitar a la gente afectada a levantar las denuncias correspondientes. El contador Santisteban se levantó poco a poco, ayudado por una paramédico. Tenía en la mano derecha los pedazos de diente que le había tirado el asaltante. La mujer lo revisó, lo limpió y le aplicó algún desinflamatorio, invitándolo a que esperara una atención más detallada en la ambulancia. El hombre sólo se redujo a dar las gracias lo mejor que pudo; se sentó en un sillón y sacó su teléfono celular primero para llamar al chofer de la compañía y luego para hablar con su superior y explicarle todo lo que había sucedido. Desde luego recibió la instrucción de trasladarse de inmediato a la empresa y explicar, de manera personal, lo que había pasado. A los pocos minutos el chofer le timbró para darle a entender que el vehículo estaba ya al pie de las escalinatas del banco. El contador Santisteban, habiendo rendido su breve declaración de los hechos y dejando con los oficiales de policía todos sus datos para una posible ampliación declaratoria, se encaminó a la salida de la sucursal. Ya no sangraba de la boca, aunque tenía un dolor severo, además del hueco incómodo e hiriente de la dentadura frontal, incompleta y astillada. Cundo llegó a la empresa, pasó a hablar con el responsable administrativo, a quien explicó detalladamente todo el incidente. —Pues sí que es grave, contador; de entrada, no podremos pagar a los trabajadores y tampoco a los proveedores. No sé qué vayamos a hacer… En fin, creo que lo que urge es que vaya usted al médico para que le atiendan. Se ve usted muy mal. Sólo le pido que no apague su teléfono celular, por favor. El contador se levantó, envolvió los pedazos de diente en su pañuelo y salió del despacho. Fue hasta entonces que tuvo oportunidad de hablar con su mujer, explicándole sin muchos detalles lo que había sucedido. Ella de inmediato se ofreció para acompañarlo al dentista, a ver si hubiera la remota posibilidad de salvar sus piezas dentales o, en su defecto, proceder como mejor conviniera. La doctora Ortiz, luego de valorar el daño y mirar una radiografía local, dictaminó que no había posibilidades reales de reconstruir los dientes fracturados, por lo que recomendó su extracción y su sustitución por prótesis. Le recetó al hombre algunos medicamentos para aminorar su dolor y bajar la inflamación de la zona afectada, recomendándole cuidado extremo al ingerir una dienta blanda. La mujer del contador Santisteban acudió diligente a la farmacia más cercana y luego condujo el automóvil hasta su casa. Durante el camino fue llenando a su marido de palabras de aliento y anuncios de que todo estaría bien. El hombre se miró dos o tres veces en el espejo de vanidad del coche, mirando el terrible moretón en los labios y luego la visión horrible de la sonrisa cascada, chimuela. Se sintió herido en su amor propio, en su muy escondida vanidad y se dijo que las cosas nunca volverían a ser como antes. Al llegar a casa se tomó los medicamentos y se sentó en el sofá. Se quedó profundamente dormido, pero sólo pudo descansar poco tiempo, pues el pitido del teléfono celular era constante. —Oiga, contador, fíjese que el gerente general habló al banco, por lo del incidente, y le dijeron que de hecho usted sí cobró el cheque, pues lo sellaron como pagado, tienen la autorización de su gerente con la que extrajeron el dinero de la bóveda y tienen también la copia del recibo firmado por usted, de manera que el banco en su sistema reporta el cheque como cobrado e hicieron la afectación a nuestra cuenta, por lo que el movimiento se ve reflejado en nuestro estado de cuenta. En otras palabras, contador, el banco dice que a quien le habrían robado es a usted, pues contablemente el dinero ya estaba en sus manos. —Pero, licenciado, yo ya expliqué… —Lo sé, contador, pero sería bueno que consultara a un buen abogado por cualquier cosa. Nosotros, usted ya lo sabe, somos amigos y compañeros de trabajo, pero uno no sabe lo que pueda venir en el futuro. El contador Santisteban quedó profundamente preocupado. Sabía que la empresa difícilmente se resignaría a absorber una pérdida económica significativa. Cinco millones de pesos es una cantidad muy considerable y, la misma naturaleza de la empresa le pone en la dinámica de no perder y en caso necesario, arrebatar o aplastar. Naturalmente, desde el punto de vista administrativo había sido un error no haber previsto la adquisición de un seguro contra robo de efectivo, por lo que estaba desprotegida de un evento así. De inmediato el contador Santisteban se imaginó acusado de fraude o de robo por la empresa a la que había entregado veinte años de su vida. Se proyectó entrando en la cárcel, con sus casi cincuenta años de vida y sus más de cien kilos de peso de donde, seguramente, sólo saldría muerto. Su mujer, igual que él, sufría diabetes e hipertensión. Tenía una hija que por su trabajo y talento, había ganado una beca para estudiar sistemas de producción agrícola en una universidad de Israel. Cerró los ojos y pudo imaginar la escena clara de su mujer cayendo en la depresión más profunda por saber a su marido preso en una cárcel. Se dijo que acaso fuera un buen consejo consultar a un abogado para conocer los escenarios que pudieran presentarse. Su mujer, por más que lo animaba, no podía sacarlo del ensimismamiento. Le llevó hasta el sillón una taza de té y mientras el contador trataba de platicar cualquier cosa, para matar el tiempo, descubrió que su mano derecha era presa de unos temblores descomunales por lo que tuvo que dejar la taza en la mesa de centro y sujetar con la izquierda la mano enloquecida. —Es por el estrés. Tienes que calmarte. No era la primera vez en que el contador Santisteban era presa de este tipo de alteraciones. Casi todos los fines de año, cuando había que cerrar los registros y hacer los balances de la empresa, el contador era arremetido por comportamientos como este. Los médicos le habían hecho todo tipo de recomendaciones en torno de procurase un clima estable y con pocas emociones, pero en la práctica no es posible vivir así, sobre todo en un mundo tan demandante que todos los días quiere que las personas se entreguen por completo. El contador Santisteban no pudo ocultar que realmente estaba muy preocupado por su situación. Ya ni siquiera se acordaba del dolor intenso de los dientes rotos; su prioridad era no verse envuelto en las aristas legales de lo que vendrían como consecuencia del robo. Sus recursos económicos eran limitados y no podía contratar los servicios de algún afamado penalista que garantizara, con cualquier triquiñuela, sacarlo de la cárcel con su honor a salvo. Lo único que estaba a su alcance era tomar una asesoría con un viejo amigo abogado que no ejercía la profesión, pues era dueño de una tienda de telas. Tomó el teléfono y marcó, acordando visitarlo al día siguiente a las once de la mañana. La esposa del contador Santisteban, sin dejar de sonreír y animarlo, le entregó la dosis de medicamentos para atender el golpe de la boca y también los que tomaba de manera habitual para controlar la diabetes y la hipertensión cardíaca. Le dijo que todo se vería mejor por la mañana, de manera que lo mejor era irse a dormir. El hombre coincidió con ésa idea. No era la primera vez que la familia tenía problemas. Siempre habían salido adelante, con muchas dificultades, pero de forma invariable habían podido vencer la necesidad y la eventualidad. El hombre se quedó dormido, pero al poco tiempo comenzó a tener sueños muy inquietantes. Soñó, por ejemplo, que alguien lo perseguía por todas las calles de la ciudad y que él corría desnudo tratando de librarse de sus perseguidores, a los que no veía, pero cuya presencia podía sentir. Se escondía detrás de los postes o debajo de los botes de basura pero siempre tenía la sensación de que lo descubrían. En otro sueño veía como una mano enorme se aprestaba a atraparlo pero tardaba mucho en llegar. Y mientras más tiempo pasaba, más grande y monstruosa se veía, pero nunca terminaba de llegar. El contador se despertó sobresaltado. Eran las cuatro de la mañana y parecía evidente que no volvería a conciliar el sueño. Se levantó con todo el sigilo que pudo y fue a sentarse en el sofá de la sala con la esperanza de que el monótono sonido de la televisión le ayudara a volver a quedarse dormido. No sucedió así, y cuando su mujer apareció en el área de la sala a las siete y media de la mañana, la facha del contador Santisteban combinaba el desvelo, la preocupación y la depresión. El hombre se bañó y se cambió de ropa. Luego, con todo cuidado, tomó algunos alimentos blandos y salió de su casa con la intención de recibir la orientación legal de parte de su amigo, el dueño de la tienda de telas. El establecimiento estaba en el centro de la ciudad, justo en el área que a lo largo del tiempo se había ido especializando en la venta de productos textiles, desde hilos y telas hasta trajes de alta costura internacional. El contador llegó al negocio de su amigo y se anunció, pero tuvo que esperar casi una hora. Se había cubierto la parte inferior del rostro con un cubrebocas para disimular la hinchazón del golpe de la víspera y la falta de las piezas dentales. Encontró una revista de espectáculos y programas televisivos y procuró entretenerse lo mejor que pudo. El sofá era muy confortable y tuvo que luchar por no quedarse dormido, considerando que había pasado una mala noche. De hecho dormitó un poco pero estuvo muy atento cuando llegó su amigo, quien lo saludó con verdadero aprecio. El contador Santisteban, en la comodidad y el lujo del despacho de su amigo, le contó lo más detalladamente posible el incidente del robo al banco y sobre todo sus temores respecto a los coletazos legales que le pudieran causar alguna responsabilidad. —Mira, amigo, no te voy a mentir. Aunque no soy penalista, adivino que corres un grave peligro, sobre todo porque efectivamente el banco puede demostrar de manera documental que se te pagó el cheque, es decir, el dinero era legalmente tuyo al momento que se generó el asalto. Sinceramente creo que saliendo de la sucursal debiste haber acudido al ministerio público a levantar una denuncia por el robo del que fuiste objeto, con la finalidad de protegerte. Ahora te sugiero que saliendo de aquí vayas a hacer esto. Yo te puedo ofrecer que el abogado que trabaja para mi tienda te pueda elaborar y tramitar un amparo para evitar alguna orden de aprehensión en tu contra. No te preocupes por el costo, eso yo puedo asumirlo, pero tendrías que esperar hasta el martes, pues bien sabes que el día lunes es inhábil. Por último, te recomiendo que hasta que tengas el amparo en las manos, no salgas de tu casa, para que no corras riesgos. El contador Santisteban dio cien muestras de aprecio y agradecimiento a su amigo. Se sentía mucho más tranquilo al escuchar con claridad las indicaciones para preservar su seguridad. Preguntó, por último, si debía llevar algún documento para levantar su denuncia ante el ministerio público y le respondieron que bastaba sólo con la presentación de su identificación personal. Ya en la calle, el contador revisó su billetera y se dio cuenta de que no llevaba su tarjeta de identificación, por lo que decidió regresar a su casa, pues seguramente le había dejado sobre la mesa la tarde anterior. Descendió del microbús y tuvo que caminar unos cien metros para llegar a su casa. Al acercarse notó que unas personas hablaban con su mujer, pero no le extrañó en absoluto, pues ella tenía fama de muy amiguera en la colonia. Cuando llegó pudo comprobar que estaban en una plática muy animada sobre las variaciones de los precios en el mercado. Cuando notaron la presencia del contador Santisteban, la plática cesó. La mujer dijo que eran sus compañeros de oficina que, muy amables y diligentes, habían ido a preguntar por su estado de salud, pero el contador se extrañó de inmediato, pues no los conocía. Tuvo un mal presentimiento y tuvo ganas de salir corriendo, pero entonces uno de los hombres le tomó del brazo con fuerza pero con discreción y lo alejó unos pasos, en tanto el otro retomaba con más ánimo la plática con la mujer que, sin apenas sospechar, se enfrascó una vez en consideraciones a la varianza en los precios de los chiles y los jitomates. El que se alejó con el contador Santisteban con rapidez le puso frente a los ojos tres hojas tamaño oficio con membrete, firma y sello de un juez penal. Era una orden de búsqueda, localización y presentación en su contra como presunto responsable del delito de robo. Todo pasó muy rápido y casi sin darse cuenta el contador Santisteban estaba frente a la portezuela abierta de una camioneta blanca. Casi por instinto gritó: —¡Mujer, me llevan detenido! ¡Busca ayuda! El que estaba hablando de chiles y jitomates con la mujer, apenas escuchó el grito, echó a correr rumbo a la camioneta, subiendo de un salto al asiento del conductor, poniendo el motor en marcha al tiempo que su compañero, con un certero movimiento y sin mucho esfuerzo, había empujado al contador Santisteban al interior del vehículo, cerrando la portezuela para trepar de un salto al asiento del copiloto, y salir a toda marcha, perdiéndose a la distancia. Pasaron varios minutos para que la mujer del contador Santisteban comprendiera qué era lo que había pasado.

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