martes, 6 de noviembre de 2018

18

Todavía no oscurecía por completo cuando el hombre abrió los ojos. Sintió un dolor intenso en la cabeza, en la espalda y en las pantorrillas. Trató de estirarse y se dio cuenta de que estaba rodeado de objetos que impedían su libre movimiento. En unos segundos se percató de que se trataba de sillas. Tardó un par de minutos en recuperarse totalmente y comenzó a empujar las sillas con los pies, abriéndose el espacio suficiente para poder incorporarse. Luego, con las manos, fue ganando paso hasta que finalmente alcanzó la puerta del salón. Ya en el exterior se dio cuenta de que los rayos de luz estaban en sus últimos momentos de vida. Se tocó la nuca y sintió un gran dolor. Trató de entender lo que había sucedido, y en un primer momento se imaginó que se había desmayado y al caer se había golpeado la cabeza. Después de un momento reconstruyó su teoría, pues no cabía la explicación del por qué había aparecido tirado en el rincón del salón de clases y rodeado intencionalmente de muchas sillas. Era evidente que alguien lo había atacado y que después lo habían llevado al lugar en que apareció. Miró a lo lejos a algunos de sus compañeros de celda y se acercó. Su intención inicial fue contarles lo que le había pasado, pero luego presintió que si algo decía se avecinarían peligros mayores, por lo que descartó cualquier referencia al caso. Disimuló su interés en la conversación y fingió estar atento a cualquier vaguedad del exterior, para tratar de entender lo que estaba pasando. Luego de escuchar con atención, sacó en claro que los interrogatorios habían terminado sin mayores novedades. Todo mundo se había mantenido firme a la versión planteada de no saber nada y las autoridades se conformaron con las vaguedades de las que todos hablaron. Esta noticia tranquilizó un poco a Norberto, pues su mayor temor durante el día había sido que lo llamaran a declarar. Si todo estaba terminado y lo habían llamado sin encontrarlo o lo habían desdeñado como posible fuente de información, no había nada de qué preocuparse. A los pocos minutos los internos recibieron la indicación de retirarse a los dormitorios y poco a poco se fue preparando la rutina para el descanso cotidiano. Con algo de trabajo extra, Norberto tendió su colchoneta y trató de dormir para poder recuperarse del golpe o de los golpes que había recibido. No le costó mucho conciliar el sueño, pero despertó varias veces durante la noche. Al amanecer se sentía un poco menos adolorido aunque descubrió tener algo de inquietud o ansiedad. De inmediato recordó sus comprimidos y los buscó en las bolsas de la camisa y luego en los pantalones, pero no los encontró. Levantó su colchoneta y tampoco localizó la caja. Preguntó con sus vecinos si habían visto una cajita de pastillas y nadie le supo dar razón. Seriamente preocupado por el hecho, trató de recordar todo lo que había pasado y por dónde había estado desde la última vez que tomó un comprimido. Salió de la celda y anduvo recorriendo todos los lugares en donde creyó ser probable que estuviera tirada la caja. Buscó con atención en los pasillos, en las jardineras, en todos los rincones, pero no pudo encontrarla. Conforme iba avanzando en su búsqueda, la ansiedad crecía. Se le ocurrió que si acudía a la enfermería a buscar al doctor y le explicaba que el medicamento le había estado haciendo mucho bien, pero que había perdido la cajita, por lo que le rogaría le obsequiara otra. Le pareció una salida adecuada a su necesidad, sobre todo porque parecía evidente que, donde fuera que hubiera sido, la cajita extraviada ya no podría ser localizada. Fue, pues a la enfermería y pidió entrevistarse con el médico que lo había atendido la última vez. —¿Cuál es tu padecimiento?, ¿para qué quieres ver al doctor? —Es que él me dio unas pastillas muy buenas la última vez que lo vi, pero les extravíe y quiero pedirle otras. —No, no se va a poder. El doctor salió ayer de vacaciones y regresará hasta dentro de cuatro semanas, porque además va a ir a un curso de capacitación. —No es posible. Necesito verlo. Requiero de ésas pastillas. Ayúdeme, por favor. —¿Te acuerdas siquiera cómo se llaman las pastillas que quieres? —Era una cajita blanca con letras rojas. —Por favor, eso no me dice nada. Hay cientos de medicamentos en cajas blancas y con letras rojas. —Terminaba en pan la palabra, pero no me acuerdo. —Dime para qué te la recetó el médico, qué padecimiento estaba atendiendo. —Pues yo me había sentido muy ansioso, algo deprimido, tenía muchas ganas de correr, como en este momento. Por eso me las dio el médico. Me dijo que me tomara la mitad antes de dormir y la otra mitad por la mañana. —Bueno, vamos a ver tu expediente. Si te dio el medicamento, debe haberlo anotado aquí en tu historial. El doctor hojeó la historia médica de Norberto, pero no encontró ninguna referencia a la entrega del medicamento que pedía el interno ni tampoco algún diagnóstico o fundamento en torno de algún padecimiento psiquiátrico. —Pues no, aquí no dice nada de que el médico te haya dado ningún fármaco para controlar la ansiedad, y yo no puedo prescribirte algún fármaco nada más porque me lo pides. En todo caso, tendría que programarte para que te hagan estudios de psiquiatría y hasta ver los resultados se te podría dar algún medicamento como el que pides. —Pero yo necesito ésas pastillas, doctor, por favor. Me estaban haciendo mucho bien. Mientras las tomé me sentí muy alegre y animado. Así me quiero sentir, no me quiero sentir deprimido, se lo suplico, doctor. —Mira, los médicos no podemos dar medicamentos sin ton ni son. Requerimos de hacer un estudio previo para conocer las enfermedades de los pacientes y con base en ello prescribirles los medicamentos que sean idóneos. Si el otro doctor te dio ésas pastillas sin anotarlo en tu expediente, la verdad habría sido una falta grave. Yo, lo más que puedo ofrecerte es que te programen, más o menos en un mes, para una serie de estudios y pruebas y en todo caso poder saber cuál es tu padecimiento. —Pero, las pastillas, doctor, por favor… —Te repito que no te puedo dar ésas pastillas. Además, ni sabes cómo se llaman. —¡Diazepam! ¡Se llaman diazepam! —¿Te dieron diazepam y no lo anotaron en tu expediente?, ¿te dieron eso sin haberte hecho estudios de especialidad? —Pues sí, así se llaman. —Mira, de todos modos, no te puedo dar ése medicamento, porque incluso ni siquiera lo tengo aquí. Voy a tratar de ver este asunto porque si es delicado. Si requieres cualquier otra cosa, no dudes en venir. —Pero yo lo que requiero es el diazepam, doctor, eso es lo que quiero. —Pues otra vez te digo que no lo puedo dar. —Pero lo necesito para sentirme bien. —Si tú quieres, puedes sentirte bien con sólo desearlo; trata de buscar algo en qué entretenerte. —Pero doctor, se lo suplico, necesito ésas pastillas. —¡Eso es todo; retírate o mandaré llamar a los guardias! —Pero doctor, por favor… —¡Sáquenlo de aquí! Dos hombres que hacían de enfermeros tomaron por los brazos a Norberto y lo sacaron del consultorio. Él se resistió, de inmediato hizo que se doblaran sus piernas y no quiso sostenerse en vertical, pero la fuerza de los guardias lo superaba en mucho, así que se vio simplemente arrastrado por el pasillo hasta que lo echaron al patio, impidiéndole regresar. Norberto se vio maltrecho y sobre todo seriamente alterado. Sintió gran necesidad de ésos medicamentos y se vio imposibilitado de poder obtenerlos otra vez, al menos a través del médico que lo había echado. Paso frente al salón de clases en donde había estado tirado la víspera y pareció que un rayo de luz atravesó su mente. Se detuvo y entró. Con la vista recorrió lentamente el lugar. Nadie había estado allí. Las sillas estaban amontonadas en la misma posición en él las dejó. Comenzó a moverlas con lentitud, hasta llegar al rincón. De repente un pequeño cuadro de cartón blanco apareció frente a sus ojos. Se agachó y con una felicidad indescriptible constató que se trataba de su anhelado medicamento. Con desesperación lo abrió y extrajo los comprimidos. Solo quedaban cinco piezas. Sin apenas pensarlo tomo uno y se tragó. Luego guardó los restantes con mucho cuidado y se prometió cuidarlos con sumo cuidado. A los pocos minutos comenzó a sentirse mucho más tranquilo. Salió del salón de clases y regresó al área de su celda. Un custodio se le acercó. —No reportaron que te echaron a la fuerza del consultorio del doctor. —Sí, así fue. Lo siento mucho. Les prometo que no volverá a pasar. Me sentí alterado, pero ya me siento bien. Las palabras del interno fueron pronunciadas con tanta seguridad y aplomo que el custodio no quiso continuar el diálogo. Pensó que quizá Norberto hubiera ingerido alguna droga y por eso se sintiera de ese modo. No era raro, considerado que todos los días tenían que lidiar con personas que consumían enervantes de manera cotidiana. Todo mundo sabía que existían drogas al interior del penal, pero nadie se atrevía a denunciar el hecho, acaso porque era una manera natural de controlar a los temperamentos más inestables de la prisión. Algún día, en el pasado, algún director inexperto en la realidad que se vivía al interior de la cárcel, ordenó terminar efectivamente con el ingreso y consumo de drogas dentro de la institución. Las consecuencias fueron verdaderamente desastrosas. Los internos adictos, presas de las más fieras desesperaciones, la emprendieron contra todos. Hubo un clima infernal en donde unos mataron a otros, en donde los mismos custodios fueron hechos rehenes e incluso se asesinó a uno, exigiendo droga a cambio de la libración de los guardias. En consecuencia, se comprendió que la presencia moderada de estas sustancias era un mal necesario en las prisiones y no podía erradicarse, a menos que, de manera voluntaria, los internos desearan inscribirse en un programa de rehabilitación para alejarse de las adicciones. Las sustancias entraban por diferentes vías al penal, incluso con la supervisión y consentimiento de algunos guardias. Hasta había mujeres que, vía vaginal, introducían diversos tipos de drogas que luego pasaban a sus familiares para su consumo personal o incluso para la venta al interior del penal. De este modo, los custodios tenían la experiencia de tolerar y no alterar violentamente a quienes consumían drogas en las celdas. Los internos, por su parte, trataban de hacer que los consumidores hicieran sus actos en paz para no generar endurecimiento de las autoridades y no inducir posibles estallidos de violencia. Norberto se sentó en la banqueta, bajo una sombra y, con toda calma y tranquilidad, dejó que pasarán las horas cálidas del día. Mientras tanto, el médico de turno dirigía sus pasos a la oficina del encargado de la dirección para reportarle el incidente que le había pareció por demás digno de ser considerado. —Es el interno vino a decirme que el doctor Guzmán le había prescrito diazepam que, como usted sabe, es usado para el tratamiento de trastornos de conducta, pero cuando revisé el expediente no encontré ninguna anotación al respecto, por lo que me parece muy de llamar la atención que el doctor simplemente haya entregado ése medicamento al procesado. Usted sabe que muchos internos sufren de cuadros de ansiedad o de depresión, pero no por ello les entregamos fármacos a todos. Estaríamos induciéndolos, en cierto modo, a la ingesta de drogas. Además, dado el estado mental de los internos, corremos el grave riesgo de que caigan en una sobredosis de medicamento, lo que a la vez nos llevaría a otras dificultades médicas, logísticas y hasta legales. —¿Está usted seguro de que el doctor Guzmán realmente le entregó al interno ésos medicamentos? —Bueno, fue él mismo quien me lo dijo. Se alteró cuando no accedí a darle más medicamento. —Y usted revisó su expediente clínico y no encontró evidencia de que el doctor Guzmán realmente le haya dado el diazepam; usted tiene como única prueba el dicho de un interno. —Bueno, visto así, tiene usted razón. —Mire, doctor, entiendo que tiene usted poco de trabajar con nosotros en el sistema penal y por ello puede tener todavía poca experiencia. No debemos creer en todo lo que los internos vienen y nos platican. Estas personas suelen ser profesionales del engaño y siempre están tratando de embaucarnos. A lo mejor nosotros, en su condición, procuraríamos hacer lo mismo, o sea, tratar de sacar provecho de cualquier situación. No les crea todo lo que le dicen. Naturalmente si el doctor Guzmán hubiera prescrito ése medicamento, lo habría anotado con toda puntualidad en el expediente, pues es un hombre profesional, ya con muchos años en el sistema. —Bueno, si lo pone usted así, tiene toda la razón. —No se sienta mal, doctor. Todos hemos pasado por este proceso de enseñanza, de experiencia, y al final todos nos damos cuenta de que estas personas, sometidas a un régimen estricto y sabedoras de que estarán muchos años en la cárcel, tratan de ganar nuestras condescendencias, nuestra conmiseración, nuestra lástima. —Sí, claro. —Ahora, usted sabe bien que problemas mentales los tienen prácticamente todos. No podemos dedicarnos a brindarles servicios psiquiátricos a todos. Sería inoperante. Lo que tratamos de hacer aquí es de sobrellevar las cosas, que no hay alteraciones, que no haya mucha violencia, que no haya motines y con eso nos damos por bien servidos. —Sí, lo entiendo. El médico se despidió del encargado de la dirección y se dirigió a la salida de la institución. Mientras conducía su auto de regreso a la ciudad iba pensando en la gran farsa que le habían expuesto los maestros de ética en la universidad, pues en el mundo real, en el mundo de lo verdadero, todo parecía engaño para lograr la supervivencia.

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