martes, 6 de noviembre de 2018

7

—Con la novedad, señor, de que uno de los internos se puso rebelde en el área de locutorios. Hubo que sacarlo de allí casi arrastrándolo, pues no quiso cooperar. —¿De quién se trata? —Del interno Norberto Santisteban; recién ingresó la semana pasada. —¡Ah, sí, lo recuerdo! De hecho, ingresó el día que me tocó estar en la recepción. Bien, pues que lo trasladaren a una celda de castigo. Que lo lleven a la negra durante doce horas, para que aprenda. —Enterado, señor. Se procede a cumplir su orden. El oficial Duque, con el mando operativo aquél domingo, vio con gran satisfacción que su paciente regresaba a él por una segunda dosis de tratamiento. Nada mejor que la cámara negra para continuar la labor. Lo puso mentalmente en su agenda, dejándolo para después de la hora de comer, porque no debía distraerse ni un instante del gran riesgo que siempre significaba la visita familiar. Miles de personas se agolpaban en el penal a procurar ver a sus familiares detenidos y el riesgo de algún tumulto o motín siempre estaba presente. Regularmente la tranquilidad regresaba después de las cinco de la tarde, una vez que los visitantes se habían dispersado y que los internos habían regresado a sus respectivas secciones y celdas. Era el día de mayor carga de trabajo y sobre todo la coordinación operativa no debía desatender ni un instante siquiera el servicio ni permitir por ningún modo que se relajara la atención de los custodios. A las cinco de la tarde, el oficial Duque terminó el último recorrido físico de las celdas del ala norte, verificando de manera personal y una por una, que todos los internos estuvieran en el lugar que les correspondía. Tardó una hora más en preparar y revisar el informe específico de la jornada de la visita familiar y, por fin, hacia las seis y media de la tarde, se concedió un espacio para acudir al comedor. Tomó sus alimentos con toda calma, seguro de que el resto de la jornada transcurriría sin mayores alteraciones. La experiencia le decía que luego de que se llevaba a cabo la visita familiar, los internos tenían unas horas de tranquilidad, de rumiar sus recuerdos, de no ser tan hostiles como de costumbre. El oficial Duque hizo un siguiente recorrido por el ala norte e integró a él una visita a lo que se llamaba la celda negra. Le llamaban de ese modo porque era una habitación que medía un metro y medio de largo por otro tanto de ancho. Tenía apenas dos metros de altura y, a diferencia de las otras celdas, no tenía rejas, sin una puerta de acero que se abría hacia afuera y que no permitía la entrada de la luz, de manera que quien ingresaba ahí estaba en la penumbra absoluta. La entrada del aire se garantizaba a través de unos ductos ubicados en el techo de la habitación. La puerta de la celda negra tenía una ventanilla corrediza que descubría unos orificios para dejar pasar el sonido. La persona que quería hablar pegaba la boca a ésos agujeros y se comunicaba con el que estaba adentro. Cuando pasó frente a la celda negra, el oficial Duque hizo uso de este mecanismo para hablar con el detenido. —No lo has querido creer, pero desde que entraste a esta prisión has sellado tu destino. Aquí llegarás a anciano y solo saldrás de aquí para morirte en cualquier esquina, olvidado de todos. —No, eso no es cierto— replicó con firmeza la voz desde dentro—. Ustedes me quieren confundir, quieren hacerme dudar, pero no es cierto. —Ya lo verás: comenzarás a ver que las horas se convierten en días y como los días se transforman en semanas y éstas se hacen meses, para luego ir viendo como desfilan los años. Mira a los otros internos, ¿por qué crees que son así? Han perdido la esperanza, se han recogido sobre sí mismos, saben que no tienen salvación. —No me importan los demás. Soy paciente y confío en mi inocencia. No he cometido ningún delito y saldré libre. —No lo harás, porque has comenzado a perder la razón, como todos los otros internos que hay aquí. Has empezado a enloquecer. La primera prueba es como estallaste en desesperación en la reja del locutorio ante tu mujer. Tienes miedo, mucho miedo, no sólo de esta cárcel, sino de perder la razón. ¿Has visto a otros internos hablar solos? Pues a ti te va a suceder exactamente igual. En poco tiempo vas a comenzar a escuchar vocecitas dentro de tu cabeza, vas a comenzar a ver sombras que pasan frente de ti, ésa será la señal, te habrás vuelto loco. —No, eso no va a pasarme; me dice eso por asustarme, pero eso no va a suceder. —Si no quieres creerme, allá tú. Me da igual. Yo soy libre, pero tú nunca volverás a ver el sol en libertad. ¿Te diste cuenta cómo sufrió hoy tu mujer? ¿Ya sabes lo que le hicieron para dejarla pasar a verte? No, de seguro no lo sabes. Te lo voy a decir. Tuvo que dejaste manosear para que le dieran la ficha para poder pasar a verte ¿Qué te parece? ¿Ya te imaginaste a tu mujer desnuda y empinada, dejando que otras manos, que no son las tuyas, se dieran gusto con ella? —¡Eso no es cierto! ¡Lárgate! ¡Déjame solo! —Ella se desmayó cuando a ti te sacaron arrastrando los guardias del locutorio. En lugar de hacerle un bien al venir a verte, seguramente, ahora en su casa, está pensando en todas estas cosas y no querrá volver a visitarte. Si no me crees, espera a que llegue el siguiente domingo, ya verás cómo te quedarás esperando. —¡Cállate, por favor! ¡Vete de aquí! ¡Déjame solo! —Todo el que entra en esta cárcel, enloquece y se queda solo. Habla con los otros internos, pregúntales por sus procesos, por sus sentencias. Te vas a dar cuenta que ya a nadie le importa. Han comprendido que estarán aquí por siempre, para siempre. Se escuchó el acto de deslizar una pieza de metal y luego un golpe seco para dar paso nuevamente al silencio más completo. El hombre, que había estado de pie mientras duró la conversación, sitió que las piernas le flaqueaban y tuvo la urgencia de sentarse. Dio unos pasos cortos hacía atrás, hasta sentir su espalda chocar contra el muro y luego simplemente se deslizó hacia abajo. No entraba un solo haz de luz en la celda. Aunque no sabía el tiempo exacto que había estado encerrado allí, sí había sido suficiente para recorrer cuidadosamente con las manos cada rincón. No había muchas asperezas, en general era una habitación lisa de arriba abajo. Lo tenebroso era la oscuridad absoluta, completa, que se tenía allí dentro. Cuando lo sacaron los guardias de la reja del locutorio, se sentía furioso, desesperado. No quería volver al interior de la prisión. El deseaba fervientemente irse a su casa, ya dar la vuelta a ésa página tan amarga para su existencia. Lo metieron a la celda a empellones y le cerraron la puerta de acero. Él, con todas sus fuerzas, golpeó con pies y manos, pero al poco tiempo se dio cuenta de lo infantil e inútil que resultaba el esfuerzo. Poco a poco se fue calmando, se fue repitiendo las palabras que su mujer le había dicho en el locutorio en torno de la necesidad de ser paciente, de ser valiente, para poder enfrentar su condición tan delicada. Se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era dedicar ése tiempo a reflexionar sobre el contenido del encuentro y no empecinarse en un berrinche que le había dejado muy mal parado y que hasta a su mujer había afectado. El primer acontecimiento que le parecía feliz era haber visto a su mujer. No era cierto que ella le hubiera dado por muerto o que hubiera renunciado a buscarlo o ayudarle. Era el más grande de los sucesos, pues se daba cuenta de que seguía vivo para el mundo exterior y que había personas que deseaban de forma genuina que regresara al universo de los libres. También le llenó de felicidad saber que había alguien que estaba tomando su asunto en manos. Su amigo, el dueño de la tienda de telas finas del centro, estaba cumpliendo su promesa de ayudarlo con el patrocinio de un abogado para defenderlo. Seguramente la cuestión no era tan sencilla, pero al menos no estaba alejado de la mano de Dios. Quizá verdaderamente pronto recuperaría su libertad. Se prometió que debía llevar una vida tranquila para mantener su paciencia y su salud. Finalmente, eso era lo que su mujer le pedía para poder dar la batalla. Se imaginó que verdaderamente su reclusión pudiera llegar a ser de varios meses. Por ello debía llevar una vida reposada, sin escándalos, sin llamar la atención. Lo del locutorio había sido un error, pero es que verdaderamente se sintió presa del terror, de la desesperación de no saberse todavía salvado. Le había traicionado el deseo de correr, de sentirse libre, de dejar atrás ésa pesadilla de la prisión. En eso estaba cuando escuchó el correr de una pieza de metal en la puerta. Se incorporó de forma instintiva, creyendo que se abriría la puerta de la celda, pero lo único que sucedió fue un diálogo con una contraparte grosera y presuntuosa y la actitud hostil de menoscabar su estado de ánimo. Ahora se enfrentaba justamente al efecto devastador de las palabras que había escuchado de parte de su interlocutor anónimo. Ahora, otra vez tirado en el piso y con las manos cubriéndole el rostro, dejaba fluir libremente la rabia y la impotencia a través del llanto. En la mente ya comenzaban a darle vueltas ideas como nunca ser liberado, salir de la cárcel solo para morir en cualquier esquina, su mujer abandonándolo para siempre, su mujer siendo vista desnuda y manoseada por docenas de manos como requisito para dejarla pasar al interior de la cárcel… ¿De verdad la gente se volvía loca después de un tiempo estando en la cárcel? ¿De verdad todos sus compañeros internos habían perdido la esperanza y por ello eran tan hostiles, tan poco amigables? La vida en la cárcel no era nada fácil, especialmente para quienes creían llevar una vida honesta y se aferraban a sus escrupulosos y creencias. El hombre encogió las piernas y abrazó sus rodillas bajando la cabeza. Sintió su mano izquierda temblar sin control. Cerró los ojos y comenzó a hablar para sí mismo: —Yo no soy malo, no soy un criminal, no soy un bandido. Soy un hombre honrado. No tengo culpa para estar aquí. Caí en esta cárcel por desgracia, por equivocación, por error. Yo no robé nada; ése dinero del que me acusan haber traicionado la confianza de la empresa es una mentira. Nunca he robado nada, por eso nunca antes había estado en prisión, nunca… —Siento que me consumo, siento ganas de correr, de gritar, de golpear… pero tengo que calmarme, todo esto va a llegar a su fin, voy a regresar a mi casa, buscaré otro empleo, mucho mejor que el anterior; procuraré hacer más amigos, organizaré partidas de dominó los viernes en la noche en mi casa, todo será feliz… —No voy a morir aquí, no quiero… Sobreviviré, saldré adelante… ¿podré seguir soportando todo lo que he visto?, ¿aguantaré el constante clima de pelea que se vive en mi celda, el amontonamiento de cuerpos por la noche, las conversaciones obscenas y altaneras?, ¿podré soportar el acoso si alguien quiere violarme, como dicen que ha pasado con otros compañeros?, ¿podría defenderme?... —Esta gente está llena de odio, tanto los internos como los custodios. Los guardias se solazan con nuestro sufrimiento, con nuestros enfrentamientos. No les importa que haya violencia entre los reos, saben que siempre se impone la ley del más fuerte, sin importar si hay heridos o muertos. Sólo llenan sus reportes y con eso justifican todo… De verdad, no tenemos valor. —¿Qué pasaría si mi mujer no regresará a buscarme?, ¿qué tal que, por el incidente que provoqué en el locutorio, ya no la dejaran pasar?, ¿cómo podría enterarme de lo que está ocurriendo afuera? ¡Dios mío! Fue un gran error lo que hice, lo admito, pero no me pude controlar, simplemente no lo pude controlar. —¿Se podrá uno escapar de esta cárcel, como pasa en las películas?, ¿cómo podría ser? Pero si me escapara de la prisión, entonces sí que sería un delincuente, no podría vivir tranquilo, no sabría ni a dónde ir para evitar que me volvieran a atrapar. —¿Quiénes habrán sido los asaltantes del banco? Mira cómo es la vida. Seguramente ellos están en la calle disfrutando de un jugoso botín, sin apenas preocuparse de nada y, por su culpa, yo me veo reducido a esta celda oscura e incómoda. ¿Por qué, Dios mío?, ¿acaso es mejor portarse mal que procurar el bien? Si yo me hubiera propuesto, desde el principio de mi vida, hubiera robado sin mayor empacho y a lo mejor hoy sería un exitoso empresario, despreocupado de la vida. ¡Pero no! Y por eso mírame aquí, en una cárcel federal, esperando un juicio que quién sabe cuánto tiempo tarde, con la salud quebrantada y a lo mejor en camino a perder la lucidez. —¿Qué habrán dicho de mí en la empresa?, ¿de quién habrá salido la indicación de denunciarme? ¡Qué rápido lograron detenerme! Ojalá lo mismo hicieran con los miles de delitos que se cometen a diario ¿Y si me hubieran detenido para ocultar algo?, ¿qué tal si alguien de la empresa estuviera detrás del robo de los cinco millones de pesos y al acusarme y detenerme, lograran evadir su responsabilidad?, ¿qué tal si soy solamente un pobre chivo expiatorio? ¡Dios mío, qué barbaridad! —¿Qué estaría haciendo ahora mismo si estuviera libre? No lo sé. Creo que es domingo. Me hubiera gustado ir al cine o a lo mejor solo ver una película en la televisión, tomando una taza de té junto con mi mujer, sentado en la comodidad de mi sala. Luego me gustaría tomar un baño caliente y ponerme el pijama y dormir en mi cama, dormir mucho, dormir siempre, no despertar… —¿Cuánto tiempo llevaré aquí?, ¿hasta qué hora me sacarán de esta celda? Tengo hambre. Supongo que ya pasó la hora de los alimentos. No creo que vayan a abrir la cocina solo para darme de comer, sería mucho soñar. Ya ves cómo nos tratan en el comedor, casi nos tiran la comida en las charolas, no tienen respeto ni consideración, como si fuéramos seres indignos de cualquier respeto. ¡Ah, el comedor! Recuerdo que la primera vez que pretendí sentarme a comer, se armó una batalla campal entre dos bandas. Estuvo muy feo. Me arrastré y me puse a resguardo en un rincón y pude ver con qué ferocidad se combate. Lo guardias dejaron que la pelea generara heridos de uno y otro lado y sólo entonces entraron a separar a los rijosos. —Tengo miedo. Algún día alguien me atacará. Total, saben que apenas me puedo defender y pueden hacer de mí lo que quieran. No creo que nadie quisiera sacar la cara para protegerme. Al contrario, todo mundo animaría al atacante para hacerme pedazos. Sería un triste espectáculo sangriento, un conejo indefenso en las fauces de un mastín. ¡Dios! ¿Dónde he venido a caer? —Aquí los muertos deben ser cosa común. Varios de mis compañeros han matado, asesinado cruelmente. Los he escuchado. A veces los oigo burlarse del dolor o de los gestos que sufrieron sus víctimas antes de morir, o de la manera en que quedó tirado el cadáver. Las risotadas son terribles, me hacen estremecer. ¿Por qué me habrán puesto con esta gente si a mí me acusan de un crimen que nadie tiene que ver con causarle dolor a nadie? —¿Y ahora qué? ¡Ay, otra vez este dolor de cabeza! Debe ser de tanta mortificación, de tanto estar pensando en estas cosas. Pero no puedo evitarlo. Es mi realidad y tengo que afrontarla. ¿Será cierto eso de que varios de mis compañeros hablan solos?... Pues ahora que lo pienso, sí, sí hablan solos. Pero supongo que eso no querrá decir que han caído en la locura. Ahora mismo yo estoy hablando solo, pero estoy consciente de lo que hago. Creo que no desvarío, que mis pensamientos son sólidos, lógicos. No digo estupideces, al menos eso creo, ni me pongo a reír sin ningún motivo. Lloro, sí, lo reconozco, pero cualquiera lo haría en mi condición. ¿Quién no se echaría a llorar si un día se ve pleno, en medio de una vida llevadera y en libertad, y al siguiente se ve reducido a la prisión, acusado de algo que no cometió y en medio de la incertidumbre de no saber cuánto tiempo se pasará encerrado? —A lo mejor también me duele la cabeza por no haber comido y sobre todo por no haber tomado los medicamentos de este día. En esta celda no le traen a uno de comer ni de beber. También tengo sed. ¿Cuánto tiempo más estaré en esta celda oscura? ¿Por cuánto tiempo durarán los castigos?, ¿aquí habrán traído a mis compañeros que iniciaron el pleito en la celda cuando uno orinó sobre otro? No, sinceramente no lo creó. A ellos debieron llevarlos a otro lugar y casi estoy seguro de que los golpearon. Eso sí, debo agradecer que hasta este momento no me han pegado, como dicen que sucede con algunos. —Si tan solo fuéramos menos internos en la celda, si sólo fuéramos cuatro sería ideal, no tendríamos tanto roce, tanto pleito. A nadie le gusta que lo toquen y considerando el nivel de estrés o de odio que impera, es como acercar un cerillo encendido a un barril de pólvora. Es cuestión de instantes para que estalle. Oyó con claridad voces en el exterior, pero no quiso darles importancia. Luego escuchó a la puerta de acero abrirse de lado a lado, pero no hizo por ponerse de pie. —¡Detenido, levántese! Dos guardias le alumbraban la cara con linternas y la luz lo tenía momentáneamente ciego. Luego se colocó una mano delante de la cara para protegerse y comenzó por estirar las piernas. A continuación, puso las dos palmas de las manos en el piso y trató de empujarse hacia arriba. Conforme iba progresando, empujaba con los pies y las manos iban haciendo lo propio en la pared. Quedó de pie finalmente, pero con mucho dolor en todo el cuerpo. —¡Avance! El hombre procuró caminar, pero su cuerpo estaba adormecido. Sus primeros pasos fueron muy pequeños. Salió de la celda y su primera reacción fue estirar todos sus miembros, tratando de que el nivel de la sangre se normalizara en todos ellos y que desapareciera el hormigueo que sentía, particularmente en las piernas y en los brazos. Conforme fue moviéndose, su cuerpo pareció regresar a la normalidad. Era de madrugada. Se adivinaba porque no hacía mucho frío y aún no había luz solar. El detenido siguió caminando, pero lo hizo con pasos pequeños, como disfrutando de ésos instantes de relativa libertad. Los custodios no dijeron nada y por ello entendió que podía darse ése lujo. Reconoció que iba de vuelta a su celda. Penó un momento que todos sus compañeros le recibirían con hostilidad y groserías por despertarlos. Miró hacía arriba, hacia el cielo y pudo ver muchas estrellas y una luna que, creciente, obsequiaba una magnífica luz plateada. Se acordó entonces de su mujer y sobre todo de la promesa que le había hecho. Le había dicho que cada vez que pudiera, mirara al cielo y que ella le prometía que haría lo mismo para que Dios, con amor infinito, hiciera que ésas dos miradas se encontrarán en la intimidad de su corazón. Se sintió un poco más reconfortado sabiendo que, desde su casa, su mujer seguía orando y esperando para que muy pronto ésa pesadilla terminara.

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