martes, 6 de noviembre de 2018

10

—Pues, señor licenciado, aquí en corto, reconocemos todos los problemas y carencias de esta prisión, pero debe usted entender que todo el sistema penitenciario del país está de la misma manera. Llevamos años pidiendo una serie de mejoras, pero a la hora en que nuestras propuestas se transforman en cifras, simplemente se desvanecen, pues siempre hay asuntos más importantes que atender en la nación. Usted sabe que respetamos las recomendaciones que usted y los demás consejeros se han servido firmar en los últimos años, pero deben entender que finalmente nosotros no somos más que empleados. Nosotros, igual que ustedes, quisiéramos tener un sistema que verdaderamente sirviera para reintegrar a los internos a una vida útil en la sociedad pero, como ya le explico, cuando todas las decisiones se convierten en dinero, en inversiones, en mayores transferencias económicas, simplemente tenemos como respuesta una rotunda negativa. Vea usted cuando dinero se destina a las elecciones y piense un momento cuántas mejoras podríamos hacer a nuestro deteriorado sistema penitenciario si hubiera voluntad de otorgarnos parte de ése presupuesto. Tendríamos mejores instalaciones, lugares de esparcimiento, mayor número de talleres y aulas, mejores enfermerías, verdadero apoyo psicológico y psiquiátrico para los internos que lo requieren con tanta urgencia… Les devolveríamos verdaderamente la esperanza de salir algún día para regresar al seno de sus familias y convertirse en agentes económicos activos, para devolver a la sociedad parte de lo que en ellos se ha invertido… ¡Quién no quisiera vivir en un mundo así, señor licenciado! Pero ya ve usted que no sólo es cuestión del hacinamiento o la falta de espacios adecuados y dignos. Hace falta una modificación integral, una cirugía completa y mayor a nuestro sistema penitenciario. Usted se da cuenta de que nos hemos reducido simplemente a querer meter a la cárcel a todos, sin considerar ninguna otra forma de corrección cuando alguien infringe la ley, por menor que sea el delito. Aquí tenemos una gran cantidad de personas que, por la dimensión de lo que han hecho, bien podrían haber pagado su culpa con jornadas de trabajo en beneficio de la comunidad o con cualquier otra medida que no implicara encerrarlos en este tipo de prisiones. No hablo sólo de las federales, sino también de las estatales y hasta de los centros de detención municipal. —Pues sí, licenciado, yo en lo personal, desde mi punto particular de vista, coincido plenamente con usted. Sin embargo, desde el enfoque de la responsabilidad pública que me toca desempeñar, simplemente no puedo dejar de lado o pasar por alto todas las faltas que se encontraron en esta visita. —Le comprendo, señor licenciado. No obstante, le pido que se ponga la mano en el corazón. Una recomendación de la dimensión que usted está pensando causaría mucho revuelo, mucho ruido, escándalo hasta a nivel internacional. Ya ve usted que el horno no está para bollos en estos momentos. Por doquier se multiplican los problemas para el gobierno y este tipo de asuntos no abonarían en nada a la buena imagen que es necesario proyectar para que no huyan las inversiones, para que no se desaliente el turismo, para que no apuntale todavía más el descontento social. —Es que las cosas que vimos hoy los cinco consejeros fueron verdaderamente contundentes, determinantes, no dejan lugar a dudas de lo mal que marcha la institución. Simplemente no sería posible que cerráramos los ojos ante estas irregularidades. —Básicamente lo que se le sugiere, señor licenciado, es que el documento que se haga público contenga un diagnóstico más suave que el real y que las recomendaciones que se sirvan emitir de manera pública no sean tan contundentes. Si usted gusta, para descargo de su conciencia y la de sus compañeros consejeros, de manera privada, se nos puede remitir un memorándum en donde se contengan todos los puntos que ustedes observaron y que hay que corregir. Nosotros quedaríamos obligados a dar satisfacción plena a tales puntos, pero sin el inconveniente de tener la presión social, los señalamientos políticos y de prensa y las opiniones adversas en el plano internacional. —Pues tendría que hablar muy seriamente con mis compañeros consejeros. Como usted vio, en la expresión misma de su rostro estaba dibujada la indignación por todo lo que presenciamos hoy en esta prisión federal. No se puede ocultar el sol con un dedo y, reitero, las evidencias hablan de una descomposición mayor al interior de esta institución. —Nosotros podríamos contribuir a suavizar la impresión que tuvieron hoy los señores consejeros. Usted sabe muy bien que la decisión verdaderamente trascendental en este asunto depende de usted. El resto del cuerpo colegiado puede ser convencido con cierta facilidad de seguir la decisión que usted tome de suavizar las cosas. Usted es un hombre sensible y prudente y comprende muy bien que aquí no finaliza su exitosa carrera política. Seguramente podríamos ayudar a facilitar que se dieran las condiciones para la apertura de nuevos espacios. Ya ve usted que en este mundo el favor que se hace es en realidad una inversión a mediano y largo plazo. —Déjeme pensar cómo se podría tratar el asunto. No es cosa sencilla. Creo que va a costar mucho hacer cambiar de opinión a los señores consejeros… —Permitamos, señor licenciado, ayudarle en ésa difícil tarea. Con seguridad el día de mañana, cuando se reúnan ustedes a discutir el tema, su ánimo se habrá apaciguado y tendrán una opinión muy diferente. —Así lo espero. Sinceramente así lo espero. —Y ahora permítame expresarle que tengo entendido que es usted un gran lector, un amante de la literatura, un verdadero bibliófilo. Estoy seguro de que conoce usted esta edición especial de la máxima obra de la literatura en nuestro idioma, con bellos grabados. Permítame obsequiársela con la certeza de que ocupara un lugar de preeminencia al interior de los estantes de su profusa biblioteca personal. —¡Oh, maravillosa edición, ciertamente! Estos regalos son los que me gustan. Se lo agradezco de todo corazón. Miré qué bonito lo adornaron. —Permítame sugerirle que llegue así hasta su casa, para que, en la soledad de su despacho, se pueda usted conceder el gusto de abrirlo y disfrutarlo. Los dos hombres se pusieron de pie y se saludaron con un fuerte apretón de manos. El consejero presidente salió de la oficina y, ya en la calle, subió a ocupar su lugar en el interior de una gran camioneta en donde ya le esperaban los otros cuatro consejeros y algunos auxiliares. Estaba a punto de caer la noche. La marcha fue lenta de regreso a la ciudad y el consejero presidente procuró relajar la tensión conduciendo una conversación animada sobre el desarrollo del campeonato de futbol, pues todos se decían grandes aficionados. Esto permitió olvidar de momento lo que habían presenciado y dejar para el siguiente día los temas de trabajo. La camioneta finalmente regresó al edificio sede de la comisión y cada uno de los tripulantes fue bajando para subir a sus respectivos vehículos y dirigirse a sus domicilios, prometiendo ser puntuales al día siguiente para tratar los asuntos de trabajo que tenían pendientes. El consejero presidente hizo lo propio, ya sin subir a su oficina. Hora y media más tarde estaba cómodamente instalado en su casa, dispuesto a descansar, pero no quiso irse a la cama sin antes deleitarse con el regalo que le había causado tanta alegría. Se sentó ante su escritorio, con una navaja pequeña para cortar el plástico con que estaba cubierto. El libro era de gran formato. Media unos cuarenta centímetros de alto por unos veinte de ancho. Era muy grueso, de unos diez centímetros al menos. El consejero había visto en algunas exposiciones antiguas esta edición, pero no sabía que podía conseguirse en el país. Tomó la navaja, cortó el plástico y lo retiró. Lo contempló un momento antes de abrirlo y algo le pareció raro. Abrió la tapa y para su admiración no era un libro, sino una caja de madera con la portada de un libro. Dentro vio perfectamente formados en posición vertical una serie de papeles. Sacó algunos con la punta de los dedos y vio que se trataba de billetes de los de más alta denominación en el país. —¡Dios santo! ¿Cuánto dinero habrá aquí? ¡De menos debe haber dos millones de pesos! Sacó todo el dinero y estuvo mirándolo un buen rato. —¿Qué puedo hacer? Ni modo de denunciar este acto de extorsión. No tengo un solo elemento de prueba y causaría un gran escándalo que me envolvería de por vida. No puedo devolverlo, pues eso me acarrearía enemistades que no necesito. Aceptar este dinero me obliga a cambiar la recomendación para hacerla a modo de lo que me pidió el director de la prisión federal. Si esto hicieron conmigo, evidentemente lo mismo hicieron con los otros consejeros, por el eso el director dijo que me ayudaría a convencerlos. Tocó el dinero. Lo talló como si se tratara de un gran macizo de naipes. —Con nuestra recomendación o sin ella, la situación de los internos seguirá siendo igual. El director tiene razón en función de que por más que se pidan modificaciones, cuando todo ello se transforma en proyectos y éstos en necesidades de dinero, las buenas intenciones se desvanecen. ¡Qué lamentable que los presos tengan que ser tan vulnerables, que estén en los últimos peldaños de la escala social! Creo que tiene razón el hombre cuando me dijo que lo único que desataríamos sería un linchamiento mediático, un escándalo político y una serie de críticas internacionales. A fin de cuentas, nada de esto garantiza que los legisladores, encargados de la aprobación de los presupuestos anuales, le otorguen un incremento verdadero al sistema penitenciario nacional para emprender todas las modificaciones que son necesarias. Básicamente no se trata sólo de voluntad, sino de inversión, de mucha inversión. Se llevó las dos manos al rostro, en clara señal de cansancio. Se mesó la cabellera y luego puso los codos sobre el escritorio, apoyando la cabeza entre las manos. —Una golondrina no puede hacer primavera. Una gota de agua no puede ser la solución a la sequía. Un haz de luz no vence por sí mismo a la oscuridad. Un mendrugo de pan no alivia para siempre el hambre y la pobreza… Un solo hombre honesto no vence la corrupción. Giró la llave del cajón central del escritorio, lo jaló y comenzó a guardar todo el dinero en el interior. Luego se puso de pie, tomó la caja de madera que había simulado tan bien ser un libro y lo colocó junto con los otros volúmenes de su biblioteca. —Veamos qué pasa mañana. Sin más consideraciones, fue a cepillarse los dientes para luego meterse en la cama. Al día siguiente, antes de iniciar la junta, el consejero presidente citó a los dos consejeros con los que tenía más confianza para desayunar cerca el edificio sede. En tanto tomaban los alimentos fue sondeando su opinión en torno de lo que debía hacerse en el caso de la prisión que habían visitado la víspera. Puso sobre la mesa las consideraciones que le había hecho el director de la institución y en el ánimo de los consejeros pareció relajase la tensión al encontrar, para sus respectivos fueros internos, una justificación lo suficientemente pesada y creíble para acceder a suavizar la postura. Esto le confirmó al consejero presidente que ellos habían igualmente recibido algún regalo, por lo que calculó que no habría mayor oposición a la propuesta de matizar la recomendación pública que se haría como producto de la visita de la víspera. No se equivocó. La reunión comenzó en un tono por demás amistoso, y cuando hubo que tocar el tema central, nadie se opuso a la propuesta del consejero presidente de actuar de acuerdo a lo que le había sugerido el director de la prisión federal, de manera que al cabo de apenas media hora, el acuerdo estaba tomado, en tanto que el consejero presidente decretó un receso, en tanto el secretario redactaba los documentos, hecho lo cual se les volvería a llamar para dar la lectura y aprobar en su caso el documento firmando además el acta respectiva. El consejero presidente quedó vivamente impresionado por la facilidad con que se había llevado a cabo la sesión. En su interior se lamentó que todos ellos hubieran sido tan dóciles, tan fáciles de vencer, tan sumisos, pero se justificó repitiendo las razones que había esbozado la noche anterior en su casa, a la vista del montón de billetes. Llamó a su secretaría y pidió que le levaran un café capuchino. Lo bebió despacio, esperando a que le avisaran que los documentos estaban redactados y listos para su personal revisión. Se levantó del sillón y se dirigió al ventanal que daba a una de las avenidas más concurridas de la ciudad. A lo lejos se miraban altos edificios de todo tipo que abarcaban hasta el mismo horizonte. —Todos estamos metidos en esto. Unos más, otros menos, pero todos tenemos responsabilidad por estas injusticias. Nadie puede hacerse a un lado. Regresó a su escritorio a terminar de beber el café, al tiempo que le entregaron los documentos propuestos para ser avalados por el pleno del cuerpo colegiado. Los leyó con gran pericia y señaló algunos cambios menores en el estilo de la redacción, pidiendo que se modificaran de inmediato y que fueran convocados los consejeros para reanudar la sesión. Allí el secretario leyó la propuesta de recomendación y el acta y se sometió a discusión sin que hubiera nadie que deseara tomar la palabra, por lo que el consejero presidente pidió que se votara su aprobación, lo cual se llevó a cabo de manera inmediata. Era viernes y apenas era medio día. Una vez terminada la sesión, en la oficina del consejero presidente, los otros consejeros, uno a uno, fueron llamando por teléfono para avisar que por pendientes laborales debían retirarse, prometiendo estar al pendiente de cualquier comunicación a través de sus teléfonos celulares. El consejero presidente suspiró hondamente al darse cuenta de la simulación que hacían sus compañeros, pero comprendió que así habían sido educados y no había posibilidad de hacerlos mudar de proceder ni de pensar. Mientras firmaba los oficios de remisión de las determinaciones tomadas se preguntó que si sería bueno hacer exactamente lo mismo que los otros consejos, es decir, pretextar cualquier compromiso inexistente de trabajo y tomarse la tarde del viernes libre, para luego descansar y disfrutar el sábado y el domingo, acaso con un viaje rápido a la playa, pero de inmediato recordó que su responsabilidad era de tiempo completo y que, además, el tiempo pasaba con mucha rapidez. A las tres de la tarde saldría a comer y se tomaría al menos tres horas. —¿Ya sabe dónde va a comer hoy, Sonia? —Pues casi es seguro que donde siempre, licenciado. —¿Me permite invitarla a comer? —¡Oh! ¿De verdad? Muchas gracias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario