martes, 6 de noviembre de 2018

21

A la mujer del contador Santisteban le había costado mucho vencer el recuerdo del asesinato que había presenciado a la salida de la iglesia, en el centro de la ciudad. No obstante, debido a la costumbre acendrada por años, al cariño que le tenía al templo y a la fe muy especial que concedía a los santos cuyas imágenes se exhibían en ésa iglesia, además de los recuerdos vividos al lado de su hija y de su esposo, lograron que venciera sus temores y retomara la visita dominical para asistir a los servicios religiosos. Asimismo, había fortalecido su costumbre diaria de rezar el rosario en su casa, muy a su manera, pero siempre la alentaba la buena intención y el deseo de pedir por la atención de sus favores. La misma sensación de estar dentro del templo le causaba cierta tranquilidad y seguridad frente a sus diarias preocupaciones, de manera que procuraba llegar al menos media hora antes de que iniciara la ceremonia y, al finalizar, solía permanecer en el templo otra media hora. Sentía con ello gran tranquilidad en su espíritu. Luego salía a caminar un rato, compraba sus cosas para comer y regresaba con toda calma a su casa. Desde la última crisis nerviosa y para evitar todo tipo de emoción o preocupación, evitaba deliberadamente cualquier contacto con el mundo noticioso. No veía ni escuchaba los noticieros, ni siquiera los cortes informativos y tampoco compraba ningún diario o revista; no visita ningún sitio en la red que le diera nuevas sobre el mundo y su principal entretenimiento eran las estaciones de radio que transmitían música continua. Se iba a la cama temprano y, con base en una infusión tranquilizante, lograba conciliar el sueño sin mucho esfuerzo. A veces iba de visita con alguna vecina y trataba de pasar el día lo mejor posible. Tomaba con puntualidad sus medicamentos y hasta donde le era posible seguía la dieta que se le había recomendado. Retomó sus actividades de tejido y bordado y las tardes eran mucho más amenas escuchando música del recuerdo e hilando cualquier prenda con mucha ilusión, como si estuviera esperando un hijo. Un día recibió la visita de la hermana de Jesús, aquél muchacho que fue asesinado en el interior del penal. Estuvieron platicando largamente sobre las novedades de su vida. La muchacha se vía mucho más repuesta, alegre, esperanzada en vivir una existencia diferente. La mujer entendió que lo mejor que podían hacer con el recuerdo del chico era sobreponerse a la desgracia que le había acaecido y tratar de continuar con la propia existencia, para no encadenarse injustamente a años de sacrificio y llanto. Ahora que no es lo mismo ser la hermana que la madre, pues seguramente ésta, a pesar de los meses que habían transcurrido desde su muerte, seguía extrañando a su hijo, aún con todas las complicaciones que significaba el hecho de haber estado preso y morir entre los altos muros de un presidio. Entre los muchos temas que la muchacha trató con la mujer del contador Santisteban, el central fue que su madre la invitaba para una misa en memoria de Jesús, al cumplirse meses de su fallecimiento y le suplicaban que también las acompañara a una pequeña y modesta comida que organizaban en su memoria. La mujer accedió de buena gana y prometió estar puntual en la ceremonia religiosa. Llegado el día, se preparó con toda anticipación, cuidando la ropa que debía ponerse. Se metió a la ducha y luego se puso el traje que había elegido, saliendo a la calle para llegar con buen tiempo de anticipación al templo que había sido señalado. Llegó incluso antes que los deudos, pero eso le permitió disfrutar de la tranquilidad y el silencio que le compartía la soledad de la iglesia. Poco a poco fueron llegando lo escasos invitados. El cura recordó al joven Jesús con palabras generales, como hechas a la medida de cualquier difunto, comodines que son utilizables en el caso de cualquier ceremonia semejante, pero se aseguró de dar a las palabras un tono lo más sincero posible, con lo que salvó la función. Ya en la casa, una veintena de invitados se acomodaron de forma apretada en los pocos espacios disponibles y esperaron a que se sirviera la comida que se les había prometido. La mujer del contador Santisteban, acorde a su espíritu siempre servicial, se aprestó a ayudar a la madre y a la hermana de Jesús para servir los alimentos a los convidados. Al rato, poco a poco la casa se fue quedando vacía hasta que únicamente quedaron las tres mujeres sentadas ante la mesa, disfrutando mutuamente de la compañía, sin importantes, de momento, la montaña de trastes que les aguardaban en el fregadero. —¡Ah, cuántas cosas hemos vivido! ¡Cuánto sufrimiento! —Pero lo importante es que aquí seguimos. —En los primeros días que siguieron a la muerte de Jesús, yo no me resignaba a la realidad, no quería creer lo que había pasado. Siempre me ha parecido muy injusta la vida que le tocó vivir a mi pobre hijo. Prácticamente nunca fue feliz o al menos, si lo fue, le tocó muy poca felicidad. Los primeros días, se lo confieso, yo creí que también me iba a morir. —Dios nos manda consuelo, poco a poco. A veces, sentimos que nuestro dolor es tan grande que pensamos que nunca acabará, o que terminará por derrotarnos, pro poco a poco, con el paso de los días, vamos encontrando el rumbo y la tranquilidad. —Pues sí, señora, pero créame que ésos momentos, una no entiende de razones, por más que traten de convencernos de que todo alcanzará solución. Fue muy difícil. —Disculpe, señora, ¿no ha ido a ver últimamente a su esposo? —No he podido ir. Ya son varios meses que no logró recuperar por entero mi salud y sinceramente tengo miedo de que, como me ha dicho el médico, si vuelvo a enfrentar grandes emociones, las consecuencias puedan ser mucho mayores. Le he mandado varias cartas, y aunque no he tenido respuesta, tengo la certeza de que sí le han llegado y habrá encontrado consuelo en ellas. Justo por estos días está programada una audiencia muy importante para su proceso. La última vez que hablé con el abogado me dijo que tiene la esperanza de que el juez lo deje en libertad y que si el proceso sigue, al menos pueda enfrentarlo ya sin estar en la cárcel. —¡Ay, señora, ojalá que se logre! Dios quiera que al menos a usted le quepa la dicha de ver a su marido otra vez a su lado. Ya ve usted como se sufre, tanto los que están adentro, como quienes estamos afuera, en un caso como estos. Las familias que tienen a un miembro en la cárcel, igual que quien tiene por mucho tiempo un enfermo en el hospital, se acaban, se aburren, se desesperan, reniegan de Dios y de su suerte. —Yo lo veo, más bien, como grandes pruebas que Dios nos pone para medir nuestra fuerza y debemos entender que, saliendo de nuestros problemas, seremos mucho más fuertes que antes. —Sí, pero no me va a negar que es desesperante mirar que el mundo rueda y nuestra vida pareciera haberse detenido. —Yo le pido mucho a Dios por la salud de mi esposo. La última vez que lo vi, me pareció estar enfermo, con la mirada perdida, como lo que ustedes me contaron una vez que le pasaba a Jesús. —Pues es que imagine usted todo lo que ellos viven allá adentro, los abusos e los que son objeto, las presiones y sobre todo la desesperanza de creer que nunca saldrán de ése maldito lugar que les carcome la vida. —¡Cómo me gustaría que jueces, policías y políticos un día cayeran en la cárcel y sufrieran lo que vivió mi hermano y lo que está sufriendo en estos momentos su esposo! ¡Pero ellos no, para ellos la justicia es diferente! ¡Ellos nunca sabrán lo que es el dolor! —Si tienes razón. La cama de un hospital y la celda de una cárcel acaso sean los lugares más deprimentes sobre la faz de la tierra. Un par de lágrimas rodaron de los ojos de la mujer del contador Santisteban. Las otras dos mujeres le tocaron las manos en señal de apoyo y solidaridad y luego, para vencer ése pesado ambiente, decidieron en conjunto ir a la cocina y enfrentar las tareas de limpieza. Ya era de noche cuando la mujer del contador Santisteban salió de la casa de sus amigas. No quiso aceptar que la acompañaran y, poco a poco, se fue alejando, con un cierto dejo de felicidad en el corazón por haber tenido unos instantes de distracción, rompiendo sus actividades monótonas y cotidianas. Pasó frente a una panadería, ya cerca de su casa, y tuvo un antojo irreprimible de comer pan. Entró al establecimiento, saludó y tomó una charola y unas pinzas, dispuesta a darse un gusto que hacía mucho tiempo no tenía. Después de dos vueltas completas por la estantería, escogió cuatro panes, los puso sobre el mostrador, le dieron su cuenta y la pagó. Salió de la tienda como una bolsa de papel de estraza, imaginándose acompañar su té de todas las noches con una o dos piezas de pan rico y oloroso. Ya frente a su puerta, sacó del bolso de mano las llaves, localizó la de la entrada y la introdujo en la cerradura, abriendo la puerta de un certero empujón. Le pareció ver una sombra que rápidamente desaparecía. Estuvo unos instantes quieta por si lograba percibir algo, aguzando el oído, pero no logró percibir nada. Cerró la puerta y corrió los cerrojos, dejando las llaves pegadas por dentro. Puso su bolso en la mesita de centro de la sala, se sentó en el sofá y se quitó las zapatillas, sacando de debajo las cómodas pantuflas. Otra vez creyó escuchar un ruido extraño. Nuevamente contuvo la respiración y sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Se dijo, un poco nerviosa, que sólo se trataba de figuraciones suyas, que nada tenía que temer. Tomó la bolsa de pan y se dispuso a ir a la cocina a preparar su té. En el momento en que entró allí, miró a un hombre que, igualmente asustado, sostenía en la mano derecha un cuchillo de cocina. La mujer quedó petrificada del susto. No supo cómo reaccionar, qué hacer; no pudo articular sonido para gritar, para pedir ayuda. El muchacho, igualmente muerto de miedo, tuvo la oportunidad de reaccionar primero y, destrabando sus miembros, dio un empujón a la mujer que cayó hacía atrás, dejando el paso libre para poder huir. Llegó hasta la puerta y trato de girar el picaporte para salir, pero se dio cuenta de que tenía colocados los seguros. Sintió el manojo de llaves junto a la mano y, casi con un instinto desesperado, giró hacia la izquierda dos veces, en un movimiento que le pareció eterno. Volvió a dar vuelta a la perilla y tiró de la puerta y para su fortuna, ésta se abrió dándole oportunidad de conquistar la libertad. De unos cuantas zancadas, el hombre ganó la esquina de la cuadra y luego se alejó a toda velocidad, sin dejar mayor rastro de sí. La puerta quedó entreabierta. Aquélla noche no corrió viento que la azotara o que terminara por abrirla o cerrarla de manera definitiva. Llegó la mañana y la hoja estaba separada del marco apenas unos cinco centímetros, de manera que para quien pasaba por la calle y hasta por la banqueta no llamaba la atención. Como a las cuatro de la tarde, la hermana de Jesús apareció a lo lejos por la calle. Llevaba una bolsa de plástico y dentro algunas bandejas con comida que su madre le había encargado llevar a la mujer del contador Santisteban. La chica se detuvo frente a la puerta y con el dedo índice de la mano derecha accionó el timbre. Espero. Al minuto volvió a repetir la operación. Le extrañó que la mujer no acudiera a abrir. Fue entonces cuando descubrió que la puerta estaba entreabierta. La empujó con suavidad y la hoja cedió in presentar resistencia. —Señora, hola señora, soy la hermana de Jesús. ¿Está usted en casa? Pasaron unos segundos y no obtuvo ninguna respuesta. —Señora, mi mamá me mandó a traerle comida. Sobró mucha de ayer y aquí le manda esto. Con su permiso, voy a entrar. La muchacha entró y miró la bolsa de mano sobre la mesa de centro de la sala y las zapatillas al pie del sofá. “A lo mejor está en el baño o se está duchando”, pensó la joven. —Señora, voy a pasar a su cocina a dejarle esta comida porque tengo que irme de inmediato a hacer otro encargo. Con su permiso, paso. Llegó al final del corredor, dio la vuelta para entrar a la cocina y miró a la mujer tirada en el piso. Se asustó pero trató de dominarse, entendiendo que quizá se había desmayado y necesitaba ayuda. Se inclinó sobre ella y trató de reanimarla, pero de inmediato se dio cuenta de la rigidez de sus miembros. Ya no tenía color en el rostro y estaba fría. —¡Está muerta! ¡Está muerta! ¡Está muerta! La muchacha, sin poder dominarse, salió corriendo de la casa gritando, lo que de inmediato llamó la atención de los vecinos que la escucharon y del tripulante de un coche que exactamente en ése momento se estaba estacionado frente a la entrada del domicilio. Unas vecinas acudieron casi de inmediato y, queriendo confirmar lo que habían escuchado pregonar, entraron en la casa. A los pocos instantes una de ellas salió e informó a los que se agolpaban ya en la entrada, que efectivamente la mujer estaba muerta. Quienes se animaron, ingresaron a la casa para luego a salir a dar su propio testimonio acerca del deceso. Otros comenzaron a hacerse las preguntas clásicas cuando se presenta una defunción así: “¿Pero cómo, si yo apenas la saludé ayer por la mañana?; ¿cómo habrá sucedido, porque si estaba enferma, pero no para tanto?” Alguien llamó por teléfono a los servicios de emergencia y a los pocos minutos una ambulancia y una patrulla llegaron al lugar. Los paramédicos entraron en la casa y unos instantes después salieron para confirmar la muerte. Entonces se llamó a los servicios forenses para hacer el levantamiento del cadáver, se señaló la zona con cinta amarilla y se pidió a los vecinos que se retiraran para no contaminar, la ya de por sí trillada y manoseada escena del crimen. Como siempre sucede, el servicio médico forense llegó como dos horas y media después de ser llamado. Se sabe que su filosofía es que no hay prisa, porque los muertos no se van a ir. La gente volvió a reunirse y, con la respectiva distancia, vieron como luego de unos cuarenta minutos de trabajo, sacaron un cuerpo cubierto en una sábana blanca en la camilla, para luego subirlo al panel de la camioneta. Los vecinos quisieron saber sobre la presunta causa del fallecimiento y, cediendo a la curiosidad, uno de los integrantes del equipo de forense dijo que la mujer sufrió una caída, quizá provocada por un desmayo, y se golpeó de manera contundente con la plancha de cemento de la cocina en la parte posterior del cráneo, o sea, en la nuca, lo que le había provocado la muerte. Nadie se percató ni reparó de momento en el detalle de la puerta entreabierta que había encontrado la hermana de Jesús, y todo mundo se dio por satisfecho con la explicación concedida. Un de las vecinas recibió las llaves de la casa. Se cerró los seguros del gas, se apagaron las luces, se desconectaron los aparatos eléctricos y la casa se cerró, poniendo una cinta en la entrada para procurar que nadie entrara, por sí las autoridades desearan recoger otro indicio. El abogado Sánchez Lima no quiso informar al licenciado Rivera sobre estos acontecimientos por teléfono, aunque se hubiera ahorrado todo el tráfico de la tarde y la noche en el centro de la ciudad. Quiso hacerlo de manera personal y sólo llamó a la secretaria para advertir que llegaría en un rato a rendir un informe que él consideraba de importancia. Como a las ocho de la noche ingresó al despacho del empresario y, agradecido de que éste le hubiera convidado con una copa de whisky para apuró de un solo trago, contó todo lo que había sucedido y lo que se tenía en claro, teniendo como punto central el lamentable fallecimiento de la mujer del contador Santisteban. —¡Qué tragedia, Dios Santo! Ya no pudo saber siquiera las buenas noticias que se avecinan para mi amigo. —En efecto, licenciado, fue una desgracia. —¿Se le puede sacar algún provecho a esta desgracia en favor de mi amigo, el contador Santisteban? —Sólo se me ocurre pedir una audiencia con el juez para exponerle este acontecimiento y solicitarle que, como un acto de mero humanitarismo, decrete la libertad del contador. —Pues trate de hacerlo, abogado. Aunque no estoy muy seguro si tendrá algún caso. —¿Por qué, licenciado? —De nada servirá ganar la libertad para cambiarla por la soledad.

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