martes, 6 de noviembre de 2018

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El hombre tenía gran destreza para atar el nudo de la corbata. Desde adolescente había estado acostumbrado a hacer el Pratt, el Windsor y desde luego el doble y el triple. Contrario a los muchachos de su edad que detestaban la rigidez en el cuello por el uso de ése lazo incómodo, él lo usaba con orgullo, sabiendo que era un signo de distinción, una forma de diferenciarse de los otros, especialmente de lo que no tenían su color de cabello y de piel y mostrarse como superior y casi predestinado a labores de mando. Se colocó las barras en los hombros y la placa en el bolsillo frontal de la camisa, después se puso el saco y, finalmente, se acomodó la gorra. Se miró atentamente, sonrió y luego, en actitud marcial, hizo el saludo militar reglamentario. Salió de su casa silbando la tonadilla de alguna canción de moda y se encaminó al paradero de autobuses. Verificó la hora en su reloj y pudo constatar que estaba muy a tiempo de la llegada del transporte que lo conduciría a su trabajo. Tenía grandes aspiraciones profesionales, pero por algunas dificultades y falta de brillantez intelectual no pudo terminar satisfactoriamente la carrera de psicología y, sin muchas opciones por delante, consiguió que un padrino político lo colocara como custodio o celador en una prisión federal. El sueldo no era malo, si se le comparaba con sus pares en las cárceles estatales o con los oficiales de seguridad pública, y además gozaba de muy buenas prestaciones, pues incluso la prisión les proporcionaba transporte desde la ciudad hasta la penitenciaría y de regreso, además de la alimentación. Trabajaba veinticuatro horas continuas, por otras tantas de descanso y había elegido la vida de soltero, por lo que su sueldo era plenamente para sus necesidades y caprichos. Tenía su departamento propio, aunque aún le faltaban muchos años para terminar de pagarlo, pero, en comparación con sus compañeros, su condición económica era muy buena. Su carácter era más bien agrío, muy cortante. Con pocas personas cultivaba amistad. En el trabajo trataba de mantener a todos a raya, incluso a los superiores, no permitiéndoles ni una confianza, ni una línea más allá de lo que establecía el reglamento interior, y con los inferiores era especialmente exigente para que se cumpliera hasta la última coma, hasta la última tilde de lo que estaba escrito, por vano, absurdo o fuera de lugar que pudiera parecer. Tenía el cabello rubio y rizado, aunque muy poco lo podía lucir, pues el reglamento obligaba a los guardias a usar el cabello corto, al estilo militar. El color de su piel era blanco, a la manera de la gente de los países nórdicos y, como desde pequeño cultivó ideas racistas, tenía a su condición física como su más grande tesoro. Por lo secreto, sus compañeros le apodaban El Conejo Hervido, para exagerar la idea de su nívea condición y también para vengar un poco los agravios que de forma constante el hombre cometía. No era un hombre culto o brillante, pero era audaz, calculador, meticuloso, astuto. Disfrutaba mucho la tortura psicológica. Pintaba para ciertos internos un panorama atroz, completamente desolador y se deleitaba observando como poco a poco el hombre iba alejándose de la esperanza de salir muy pronto de prisión, reformarse y volver al seno de su familia, a tener una segunda oportunidad. Era un ojo atento a todos los detalles, un olfato presto al mínimo aroma discordante, un oído puesto en alerta ante la menor sospecha, un tacto entrenado pacientemente a lo largo de los años para detectar la menor rispidez. El oficial Conejo Hervido se subió al autobús en cuanto éste se estacionó en el paradero. Apenas balbuceó un “Buenos días”, dicho de manera general y con un ademán esbozó apenas un saludo para quienes ya venían ocupando el vehículo. Se acomodó rápidamente en un asiento y se sumergió en un profundo silencio, muy propio de su condición y personalidad y simplemente dejó que el viaje transcurriera. La prisión federal estaba a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Era una zona que se había reservado para evitar los asentamientos humanos. Se trataba de una planicie, de manera que había pocos lugares donde poderse esconder en caso de una fuga y un helicóptero podía rápidamente ubicar cualquier objeto o persona en ésa área sin mayores accidentes geográficos. Se trataba de una prisión muy grande, diseñada para albergar a cuatro mil internos; tres cuartas partes estaban asignadas a la población masculina y el restante veinticinco por ciento se destinaba a la población femenina. Tenía también anexos los juzgados penales y algunos otros servicios relativos a su funcionamiento, de manera que era en realidad como una pequeña ciudad fuera de la urbe. Presumían las autoridades de ser una prisión de avanzada, con tecnología de punta y con un excelente desempeño institucional, aunque, como el resto del sistema penitenciario del país, vivía una larga serie de problemas de diversa índole, entre ellos el hacinamiento y la necesidad de mezclar a los procesados con los sentenciados, aún en contra de lo dictaba la ley, pero no tenían otra alternativa dada la cantidad de internos existente. Una hora después, el autobús llegó al ala norte de la prisión federal. Los cuarenta custodios destinados al servicio de ésa sección descendieron del vehículo y se formaron para iniciar el proceso de ingreso. Primero pasaron por unos arcos de detección de metales y pantallas de rayos X para verificar que no introdujeran armas ni otros objetos prohibidos. Luego pusieron su huella digital en un lector óptico para registrar la hora de su ingreso. Finalmente pasaron a los vestidores y cambiaron el uniforme de calle por el de trabajo. Volvieron a formarse y recibieron las consignas del día, de parte de los superiores. Al oficial Conejo Hervido lo asignaron ésa mañana a permanecer en el área de recepción, lo que le pareció muy descansado, pues regularmente sólo se recibía a una o dos personas por día. —¡Oficial Willebaldo Duque, reportándose a servicio, señor! El superior le devolvió el saludo y de inmediato pasó al protocolo del cambio de turno, entregándole la documentación de los asuntos pendientes y en trámite, así como las consignas especiales dictadas por la superioridad. Una vez terminado el proceso, se firmaron los formatos y el que terminaba el turno se fue para hacer su proceso de egreso. El oficial Duque se quedó amo y señor del área de ingreso que constaba de un segmento administrativa, sanitarios, cocineta, una cámara para revisión médica y seis celdas para ingresos. Le habían entregado el área sin huéspedes, por lo que reinaba un silencio inusual, sobre todo cuando se estaba acostumbrado a otras áreas de la prisión en donde lo que predominaba era el bullicio continuo. Para no perder el tiempo, el oficial Duque se puso a hacer una revisión minuciosa de todas las áreas, buscando el mínimo desperfecto para reportarlo, a fin de que fuera reparado. Luego hizo lo propio con los expedientes y demás documentos a su alcance, finalizando por los documentos electrónicos que contenía la computadora. Todo esto le permitió llegar sin mayores problemas a las dos de la tarde, hora de la comida. De acuerdo a lo que señalaba el reglamento, esperó pacientemente la llegada de su sustituto temporal y, con toda calma, se dirigió al comedor donde encontró a otros custodios en la misma tarea. Saludó en general y de inmediato tomó su charola y se dirigió con los responsables para que le sirvieran su comida. Se sentó solo y sin mayores ceremonias, se dedicó a comer. Cuando regresó a su puesto, el oficial Duque notó que su compañero sustituto estaba terminando con los últimos datos de un registro. —Tenemos un masculino recién ingresado. Lo trajeron apenas se había usted ido a comer. Ya hice todos los registros y le asigné la primera celda. Por favor, revise si todo está en orden. El aludido comenzó una revisión exageradamente meticulosa, de más de una hora, para luego concluir que su compañero había hecho todo de acuerdo a los manuales operativos, sin cometer un solo error. Luego se puso a leer el resumen de la causa y cuando tuvo una idea sólida del asunto se dirigió a la primera celda. Allí encontró, sentado y con la cabeza entre las manos, a un hombre que se adivinaba a simple vista con bastante sobrepeso. El detenido no sintió la llegada del oficial y éste tampoco pronunció una palabra, de manera que el primero continuó en su ensimismamiento y el guardia le contempló largo rato, en una actitud escrutadora. Luego se retiró sin ser notado y volvió al escritorio para revisar otra vez el expediente. Cuando sintió que ningún detalle se le escapaba, se puso de pie, respiró hondo varias veces y se dirigió a la celda del detenido, procurando que sus pisadas resonaban lo más enérgicamente posible. Llegó a la puerta y vio al hombre sentado, con la vista al frente, pero sin apenas percibir su presencia. —¡Detenido, póngase de pie! El interno escuchó la indicación, pero no la comprendió. Volvió la vista hacia la puerta y miró inexpresivo al oficial que le exigía atención inmediata. —¿No me oyó? ¡Póngase de pie! El hombre pestañó y, apoyado del muro, se levantó y se acercó a la puerta. Se le notaba muy cansado y abatido. —Escucha bien: ¡En este lugar soy tu superior, y cada vez que te dirija la palabra, debes ponerte de pie, bajar la mirada y hablarme de usted! ¿Entendiste? —Si… claro… —Debes contestar “¡Si, señor!” —Sí, señor. —Aquí eres un interno más, sin privilegios ni consideraciones. Lo serás durante muchos años, acaso por el resto de tu vida. Lo que hiciste fue un delito muy grave. Ya verás que de nada te servirá haber robado tanto dinero. Aquí serás tratado como lo que eres, como un criminal. —Señor, yo no robé nada, le juro que… —¡Cállate! Tu causa explica claramente y con pruebas que eres un vil ladrón. La ley te castigará con todo su peso. Posiblemente nunca volverás a mirar el sol en libertad, ni volverás a tu casa con tu familia. ¡Te lo tienes merecido por defraudador y ladrón! —Señor, lo que dice es mentira… —¡Silencio! Ya el juez te sentenciará y te advierto que un hombre sin piedad para los criminales como tú. Eres un vil traidor a la confianza. No tendrás perdón. Si sales de esta prisión, lo harás siendo un anciano, apenas podrás caminar, apenas podrás mantenerte de pie y sólo saldrás para morir. ¡Ése es el castigo para los ladrones y criminales como tú! —Señor, no soy ningún criminal, soy gente de bien. —¡Mientes! Incluso Dios te ha señalado. Las enfermedades que padeces son un justo castigo a tu comportamiento depravado y criminal. A lo mejor te mueres aquí antes de terminar tu sentencia. —Pero… —Ya no hay marcha atrás. Tú decidiste ir por el camino equivocado y ahora te mezclarán con el resto de la escoria que está interna en esta prisión. Quizá pudiste llegar a ser un buen hombre. ¡Lástima por tu mujer y tu hija! Seguramente para ellas ya estás muerto. Tu mujer ha dejado de buscarte. El oficial Duque dijo las últimas palabras con una crueldad especial, como si las hubiera estado saboreando largamente, como si fueran su arma favorita, su reproche predilecto. Se retiró de la reja de la celda, pero se detuvo a pocos pasos. Sentía la necesidad de comprobar el daño causado por la crueldad de sus palabras. Con mucho cuidado y sin emitir sonido alguno regresó a la celda, sin dejarse ver. Aguzó el oído y pudo comprobar los sollozos del detenido que, otra vez sentado con la cabeza entre las manos, lloraba su desgracia. El custodio se relamió con el placer que tal acción le causaba. Estuvo escuchando y luego mirando en silencio el dolor de un hombre sumergido en una pena intensa y sonrió ampliamente, como una fiera que ha sentenciado a muerte a la víctima que devorará. Luego volvió a sentarse tranquilamente en su lugar. Al caer la noche comenzó una lluvia pertinaz. El oficial Duque fue a la cocineta y preparó la máquina cafetera. A los pocos minutos un olor exquisito comenzó a inundarlo todo. Tomó una taza grande y la llenó con el líquido negruzco. Luego le puso un poco de azúcar y un sustituto de leche con saborizante de canela, lo cual lo hizo todavía más oloroso. Revolvió perfectamente la mezcla y en lugar de ir a sentarse cómodamente a su silla a degustar en la tranquilidad de su café, se dirigió a la celda. —¡Detenido, póngase de pie! El otro reaccionó y se pudo de pie. Se notaba de inmediato la hinchazón en los ojos de tanto haber llorado. —Ya ves que de nada te sirvió ser un criminal. A ver, dime ¿qué pensabas hacer con tanto dinero?, ¿acaso querías huir del país para poder gastarlo cómodamente?, ¿eres parte de una organización criminal más grande? —No, señor, le repito nuevamente que no soy ningún ladrón. Yo soy solo un empleado, un contador público que labora para una empresa constructora… —Empresa a la que le robase arteramente cinco millones de pesos. ¡Qué ingrato! ¡Veinte años te permitieron ser parte de ésa organización y un buen día decides darles la espalda! ¿Sabes a cuántas familias dejaste sin comer?, ¿tienes idea de la dimensión del daño que causaste?, ¿dónde escondiste el dinero?, ¿para qué lo querías? El oficial Duque se sentía como un perro que tiene acorralado a un conejo en la esquina de un corral, sin escapatoria. Se imaginó que el animal, cansado de presentar resistencia y convencido de que su destino estaba dictado, terminaría rindiéndose, suplicando que viniera la muerte rápida y consoladora a terminar con el tormento. —Señor, de verdad, créame. Yo no le robé nada a nadie. ¿Usted cree que si yo tuviera la cantidad que menciona no me habría pagado un buen abogado para evitar esta prisión? —¡Bah! Lo que haces es dejar que se enfríe el botín. No cabe duda que eres un profesional de la treta y el engaño, pero te advierto que el sistema es muy duro con criminales como tú. No eres un delincuente común, pues tú usaste todos tus conocimientos profesionales para cometer la fechoría. Traicionaste incluso a la sociedad que te brindó instituciones para educarte. No esperes piedad ni consideración. Solo espera castigo. —… —Ya mejor no digas nada. Mejor prepárate para cuando te pasen al área común, para cuando tengas que enfrentarte con los otros internos, que son verdaderos animales que no tienen respeto ni educación. ¡Ah, lo que espera! Hasta este momento no has sufrido nada. Allá en la preventiva te trataron como si estuvieras de vacaciones, pero no esperes lo mismo aquí. En esta prisión las cosas sí son serias y se respeta la ley. Aquí no hay blandura. Lo internos se conocen y se castigan ente ellos mismos, dependiendo del delito que hayan cometido. De verdad no sabes lo que se te espera. Disfruta de estas horas, que serán las últimas de tranquilidad que tendrás en tu vida. El oficial Duque dio un largo sorbo a su taza de café y mostrando una amplia sonrisa, se retiró de la reja gozando cada una de sus palabras. El interno se quedó con una nueva preocupación, una que no había pensado siquiera. —Señor, vengo a tomar su lugar para que vaya usted al comedor a tomar su cena. —Muy bien, muchas gracias. —¿Alguna consigna, señor? —Solo el hecho de que en cuanto llegue la cena para el ingresado en la primera celda, se le entreguen sin intercambiar con él diálogo de ninguna especie. —Correcto, enterado, señor. El oficial Duque se sentía feliz, con honda satisfacción, al grado que, tomando su charola de alimentos para la cena, se concedió la libertad de sentarse en la mesa donde había otros guardias y participó en un par de ocasiones de la conversación general. A sus compañeros les pareció extraordinario el hecho, pero de buena gana le dieron acogida. Se concedió incluso algunos minutos más de lo habitual y finalmente regresó a su puesto de trabajo. —¿Alguna novedad? —Solo le informó que personal de servicio trajo la alimentación al interno, sin entablar diálogo de ninguna especie, tal como usted lo ordenó. Se le recogió ya la charola hace media hora. Desde luego, quedó asentado el respectivo registro. Es todo. El oficial Duque volvió a tomar control de su área. Eran las once de la noche. Faltaban unas nueve horas para terminar su turno. Decidió dedicar algún tiempo a repasar el reglamento interno. Veía en el documento una especie de Biblia del buen custodio. Era capaz de recitar largos párrafos descriptivos de los procedimientos que se debían desahogar. Hizo luego algunos rondines y cuando verificó que era la media noche, se dirigió nuevamente a la puerta de la celda. —¡Atención! ¡Detenido! ¡Póngase de pie! Fue tan sonoro el grito que el pobre diablo casi cae de la cama de cemento en donde descansaba, sobre una colchoneta de mediana calidad. Se restregó los ojos para terminar de despertar. Luego se acercó medio tambaleando hasta la puerta. —La autoridad está por llegar en cualquier momento. Te darán la oportunidad de presentar tu declaración inicial. Estate atento. No te duermas. Puede ser tu gran oportunidad para hacer tus alegatos. —¿También trabajan de noche? —Aquí trabajamos las veinticuatro horas del día, todo el año. Estate atento y o te duermas Casi no pudo contener la risa, pero se controló y salió rápidamente hasta el patio en donde, ya sin la presencia de nadie, dio rienda suelta a una risa loca, desenfrenada, burlona, como de estudiante pícaro de secundaria. Desde las siete de la mañana el oficial Duque tenía listo todo su reporte para el cambio de turno. Repasó mentalmente el procedimiento y se aseguró de que no saltara ni un solo detalle. Sintió un poco de cansancio. Se dijo que dormiría todo el camino de regreso, a bordo del autobús y una vez en su casa, se regalaría con un baño caliente, se pondría ropa deportiva e iría almorzar copiosamente, como a él le gustaba. Quizá en la tarde se concediera la oportunidad de darse una vuelta por la zona de tolerancia a ver qué podía encontrar. A las ocho y media de la mañana llegó el oficial que lo sustituiría y comenzaron el proceso de cambio de turno. —¿Alguna consigna? —Le hice algunas preguntas al recién ingresado. Parece estar sufriendo un cuadro de depresión derivado de su circunstancia. Sus documentos de remisión advierten de la ingesta de ciertos medicamentos. El día de ayer los habría tomado antes de llegar con nosotros, pero se requiere que se le administren este día. Parece tener problemas para dormir y tiene una fijación con hablar con el juez. Para calmarlo le dije que procuraríamos que el juez lo viera lo antes posible. Es todo. —Enterado, oficial. No hay problema. Antes de ir a la zona de egreso, el oficial Duque quiso echar una última ojeada al detenido, para comprobar la efectividad de sus palabras. Apenas lo vio llegando, el hombre se puso de pie. —¿Ya viene? ¿ya llegó el juez? ¿ya está aquí la autoridad? Tengo que decirle que soy inocente, que nada tuve que ver en el robo de los cinco millones de pesos de que me acusan. Soy inocente, estoy enfermo, tengo que regresar con mi mujer que también está enferma. Tengo que decir todo esto. ¿Ya viene la autoridad? El oficial Duque, sin poder ni querer controlarse, hizo una gran sonrisa de burla frente al detenido y luego, lleno de satisfacción, como un niño que ha hecho una inocente travesura, dio la espalda y comenzó a caminar rumbo a la salida.

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