martes, 6 de noviembre de 2018

23

El oficial Duque recibió el turno y pidió las novedades. En general no había habido mayor alteración que la que protagonizó Norberto Santisteban, aplicándole algunos palos al interno que osó interrumpir su discurso con una pedrada. Dejó para después la visita del profeta golpeador y se dedicó a organizar y supervisar las actividades en las diferentes áreas del ala de la prisión que le correspondía. El encargado de la dirección del reclusorio, desde el aprisionamiento de su antecesor, había adoptado una férrea disciplina no sólo en lo que se refería al comportamiento de los internos, sino, sobre todo, a lo que hacían los custodios. Se trataba de que las cosas salieran lo mejor posible y sobre todo evitar nuevos enfrentamientos que derivaran en otras desgracias. El oficial Duque hizo una minuciosa supervisión de todas las áreas y servicios. Terminó cerca de las once de la mañana. Entonces se acordó de visitar la celda de castigo. Corrió la rejilla para poder hablar con el interno. —Lastimaste gravemente a tu compañero. En estos momentos se está integrando otra carpeta de investigación por lesiones. Te abrirán otro proceso. Olvídate de dejar esta prisión. Aquí morirás, te lo aseguro. —Que sea lo que Dios quiera. —Además estás enloqueciendo. Tu mente se está perdiendo. No te servirá de nada salir. Serás un estorbo, un muerto en vida, un hombre que no sirva para nada, un tipo que sólo saldrá a morir tirado en cualquier banqueta. —No, eso no será así. —Además, ya no tienes a qué salir; ya no tienes a nadie. —Eso no es cierto. —¿No es cierto? ¿Quieres saber qué le pasó a tu mujer ayer mismo? —¡…! —Ayer murió tu mujer. La encontraron muerta en su casa con un golpe en la cabeza. Ya no tienes nada en la vida, nada. —¡Eso no es cierto! ¡No es cierto! —¿Crees que te engaño? Bueno, pues como ya terminó tu castigo, voy a abrirte la puerta. Aquí te dejo una página del diario de hoy. Léela. ¡Tú ya no tienes nada! ¡Más te vale morirte! Cerró la rejilla y luego jaló la manija dejando entreabierta la puerta de la celda. Norberto no quiso salir de inmediato. No quería tener frente a sí al hombre que le había anunciado una noticia tan horrible, algo que él no podía ni quería creer. Pasó como media hora para que el hombre reuniera el valor para asomarse fuera de la celda. El sol estaba casi en lo más alto de su recorrido. No había nadie en las inmediaciones. Se imaginó que iba a encontrar un diario tirado en el piso o envuelto como suelen dejarlo los repartidores en los barrios, pero no vio nada. Eso lo calmó un poco, pues creyó que sólo se había tratado de una broma cruel. Empujó la puerta y la cerró. Entonces vio sujeta a la rejilla una hoja de periódico. La tomó, desdoblándola, y leyó el encabezado de la nota principal “Muere mujer al interior de su domicilio”. Norberto sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Las manos le comenzaron a temblar y, con el papel más sujetado, leyó la nota de principio a fin. Allí estaba el nombre de su mujer, la dirección de su domicilio. La fecha de la publicación era de ése mismo día. Leyó dos, tres, cuatro, diez veces la nota hasta que terminó aceptando la realidad de lo escrito. Con las piernas temblando, fue alejándose poco a poco, con la hoja de periódico en la mano. A punto de llegar al patio cercado a su celda, sintió que se desmayaba. Pudo recargarse en una pared y simplemente se dejó resbalar, sin mayor resistencia. Luego vino un terrible ataque de llanto. Algunos de sus compañeros internos lo vieron, pero nadie fue capaz de acercársele para saber qué le pasaba. Un custodio se acercó y logró entender que decía entre sollozos “¡Se murió, se murió! ¿Por qué?”, repitiéndolo a cada instante. Luego, presa de la desesperación, Norberto se puso boca abajo y comenzó a golpearse frenéticamente el rostro contra el duro cemento de la banqueta. Fue hasta entonces que el custodio decidió intervenir, lo mismo que dos o tres internos para evitar que Norberto se hiciera más daño. Tuvieron que someterlo completamente, de manos, pies y cabeza, pues estaba tan alterado que procuraba por todos los medios deshacerse de quienes le habían inmovilizado y seguir con su tarea dolorosa y sangrienta, pero se impuso la fuerza de la mayoría. A los pocos minutos, considerando la magnitud de los hechos llegó el médico acompañado de dos enfermeros con una camilla, con la intensión de trasladar a Norberto a las instalaciones de la enfermería y tratar de estabilizarlo. El hombre no dejó de luchar, incluso inmovilizado en la camilla. Lo trasladaron rápidamente y el médico le aplicó un sedante efectivo que hizo que poco a poco fuera moderando sus movimientos hasta dar paso a un sueño inducido. En ése momento entró a la enfermería el encargado de la dirección. —¿Qué sucedió, doctor? —Es el interno Norberto Santisteban. Tuvo una crisis nerviosa severa. El custodio que primero lo atendió y algunos de los internos le oyeron lamentarse por la muerte de alguien. —Traía esto en las manos, señor director. El funcionario desplegó la página del diario y la leyó. Verificó la fecha de publicación. —¿Cómo ha llegado este fragmento de diario aquí, si está prohibido introducir este tipo de información? —No lo sabemos. —¿Quién de entre los custodios acostumbra leer los diarios? —Bueno, señor, con todo respeto, yo sólo he visto al oficial Duque leer el periódico en el viaje de autobús desde la ciudad. —¿Duque? Que venga a mi oficina —Lo buscaremos, sí señor. —Señor director, hoy más que nunca, es indispensable acelerar la gestión para que el psiquiatra valore a este hombre. No lo voy a mantener sedado por toda la vida. Si lo que dice el periódico es cierto y su mujer murió o fue asesinada, será un golpe muy grande que tendrá que asimilar en medio de un trastorno neuronal que bien podría ser muy serio. Ya nos quedó claro que este hombre, alterado, es capaz de una gran fuerza y no podemos correr el riesgo de atente contra sí mismo o contra los demás. —Comprendo, doctor. Hablaré por teléfono con la gente el responsable de la política nacional, para que me ayuden a acelerar la visita del especialista. Mientras tanto, queda bajo su cuidado. El médico atendió los signos vitales de Norberto y los anotó en su bitácora. Cayendo la noche el médico fue llamado a la oficina del encargado de la dirección. —Doctor, lamento mucho decirle que nuestra petición ha sido denegada. Nos dicen que por el momento no existen los recursos suficientes para atender este tipo de casos y nos indican proceder conforme a lo que tenemos en las manos. —¿Qué se niegan a atender a este paciente? —Las palabras exactas fueron que por el momento no hay recursos para atender la petición. —¿Qué vamos a hacer entonces? —Doctor, yo no le voy a dar clases de moral o de ética profesional. Usted sabe que si trabajamos en este sistema tenemos que apegarnos a los que nos indiquen o de lo contrario buscar otro empleo. Yo no soy ningún patán que no comprenda la gravedad del caso, pero tampoco soy un mago para aparecer cosas que no existen. Tenemos que aceptar la realdad que nos imponen y nada más, doctor. —No puedo mantener sedado de manera permanente a este hombre; terminaría muriendo… —Usted me dijo que el otro médico le había dado una caja de diazepam y que él mismo interno había acudido a usted con la confesión de que el medicamento le estaba funcionando a las mil maravillas. —Pero luego usted me dijo que no había que creerle a este tipo de hombres que sólo quieren burlarse de nosotros y sacar provecho personal. —Está bien, está bien, doctor, me tengo bien merecido el reproche y a lo mejor hasta un castigo por no haber adivinado el atajo que ya había trazado el otro médico. —¿A qué se refiere, director? —El otro médico entendió que el interno tiene un trastorno mental y que la única manera de paliarlo es administrándole la droga que le entregó; sabía muy bien que la institución no tiene los recursos o el interés o la disposición para atenderlo de la manera óptima y que este tipo de males, en el plano ideal, demandan de una serie de cuidados especiales que nosotros definitivamente no podemos darle. En este marco, lo único que hizo el otro médico es aminorar el dolor del interno, es decir, paliar el mal, ganar tiempo a ver qué sucede en el futuro. Desde mi punto de vista, eso es exactamente lo que tenemos que hacer para enfrentar esta emergencia. —¿Darle diazepam? —Exacto. Supongo que con la dosis adecuada el hombre podrá tener la sensación de tranquilidad. —Es cierto. —Usted tiene la posibilidad de extender o conseguir una receta para que, fuera de aquí, en cualquier farmacia de la ciudad, podamos adquirir la droga. Yo le daré el dinero para que lo compre. —Se trata de un medicamento controlado; en la farmacia harán el registro minucioso de la receta y del paciente. —¡Por Dios, doctor! ¡Vivimos en una ciudad con casi diez millones de almas! ¿Quién diablos se va a poner a investigar quién y para qué compraron una caja de diazepam? Además, es evidente que no siempre utilizaremos su nombre. Usted conoce a otros médicos a los que se les podrá pedir el favor para adquirir el medicamento. —¡Caray, pues si no hay otra salida…! —Por favor, extienda usted una receta a mi nombre. Iré de inmediato a la ciudad para surtirla. Volveré antes de media noche y comenzará la administración del medicamento. A final de cuentas, doctor, estamos haciendo una obra de caridad. Al menos disminuiremos un poco el sufrimiento de este pobre hombre. Tal como lo ofreció, el encargado de la dirección salió en su propio coche rumbo a la ciudad con una receta a su nombre. Llegó a la urbe y recordó a un amigo de los tiempos de la facultad que era dueño de una farmacia, sin pensarlo mucho se dirigió allá y, disfrazando lo mejor que pudo el motivo del uso del medicamento, obtuvo la venta del fármaco. De regreso a la prisión lo entregó al médico. En todo ése tiempo, Norberto había despertado y se encontraba débil. Se le dieron alimentos y de inmediato una tableta de la droga. Él reconoció de inmediato el elemento y lo tragó sin melindres. Al poco tiempo dormía profundamente y sus signos vitales parecían haberse estabilizado. Por la mañana el interno recibió un desayuno apetitoso y una pastilla entera del medicamento. A las diez de la mañana, el médico le dijo que podía regresar a su celda. Le ordenó que de ahí en más, debía presentarse a la enfermería por las mañanas y por las noches para recibir la dosis controlada de los comprimidos, a efecto de no correr el riesgo de él mismo se provocara una sobredosis. Norberto se sentía aturdido. Recordaba bien todos los acontecimientos de la víspera, incluyendo la noticia del fallecimiento de su mujer, pero su mente no lograba ubicarlo en el plano correspondiente, es decir, no atinaba a saber si era parte de la realidad o de la fantasía. Como parte complementaria del tratamiento, Norberto fue llamado a diversos talleres y actividades que tenían por objeto mantener su cuerpo ocupado y su mente interesada en acciones concretas, además de causarle cansancio físico que evitara, en lo posible, una recaída. Todo esto pareció funcionar muy bien durante los primeros días. Una semana después, como a medio día, Norberto recibió la orden de presentarse en un locutorio, pues tenía visita. Se trataba de su abogado defensor. —Contador, no sabe usted cuánto pesar me causa tener que decirle esto, pero es algo que no se le debe ocultar. El martes pasado, su esposa sufrió un accidente estando en el interior de su domicilio, cayó golpeándose la cabeza y murió instantáneamente. De verdad siento mucho comunicárselo. Norberto se llevó la mano derecha al rostro. Con índice y pulgar oprimió el labio superior, doblando los otros tres dedos en un gesto difícil de interpretar. Era como si algo que supo en sueños o por alguna premonición, en ése instante se hiciera realidad; como si sólo hubiera estado esperando una fuente con buen nivel de credibilidad para aceptar lo que ya sabía. De cualquier manera, rodaron lágrimas de sus ojos y tuvo que ocultar su rostro entre las palmas de ambas manos. El abogado le ofreció, diligente, un pañuelo. Luego de uno o dos minutos de silencio, él mismo retomó la conversación. —Ya lo sabía abogado. De todos modos, se lo agradezco profundamente. Hubiera sido mil veces preferible escucharlo de un amigo como usted a saberlo, como me sucedió, a través de una voz cruel y despiadada. Norberto contó al jurisperito lo que había sucedido en la celda de castigo, la hoja de periódico, su crisis nerviosa y todo lo demás. —Supongo que por el medicamento que me recetaron, mi mente no había alcanzado a aclarar la realidad del hecho. A veces me parecía que sólo había soñado con eso y que no era otra cosa que una fantasía. —Contador, su amigo, el licenciado Rivera le manda sus más sentidas condolencias. En cuanto le informé del incidente, me instruyó para que a su nombre me hiciera cargo de todos los trámites legales y de todos los gastos del sepelio. Su esposa ahora descansa en el cementerio de su barrio. —Dígale al licenciado Rivera que le doy las gracias, desde lo más profundo de mi corazón por ése gesto. Dígame lo que sepa del accidente. —Yo me dirigía al domicilio de su esposa para informarle del éxito que obtuvimos en la diligencia con el señor juez y a infundirle esperanzas de que usted pronto recuperaría su libertad. En el momento justo que llegué a su casa, una vecina salía corriendo gritando que dentro estaba una mujer muerta. De inmediato acudieron los vecinos y constataron el hecho. Luego llegó la ambulancia, pero ya fue inútil la labor de los paramédicos. Los forenses hicieron el levantamiento del cadáver y, de conformidad con el peritaje que me mostraron, su esposa habría tenido un desmayo y cayó hacía atrás, golpeándose la nuca con la cubierta de cemento, lo que le causó la muerte instantánea. —¡Dios mío! —Contador, he podido entrevistarme hoy con el juez de su causa. Le he explicado lo relativo a este incidente y le he pedido de manera personal el favor de su indulgencia. Esto quiere decir que, derivado de los que le acabo de explicar, he solicitado al juez que sea benigno con su causa y que se incline por decretar su libertad. —¡Ay, abogado! En estos momentos no sé dónde estaré peor, si en esta cárcel o en mi casa. —Comprendo su dolor, contador, pero la triste realidad es que la vida debe continuar. —Ella vino a despedirse de mí cuando yo estaba en la celda de castigo. Me dijo que mi libertad ya estaba cerca y debía ser un poco más paciente; me advirtió que debía tener fortaleza para enfrentar de nuevo mi vida en libertad. Yo le dije que quería salir de aquí para regresar a su lado y sólo me respondió que había venido a despedirse. Ahora lo comprendo todo.

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