martes, 6 de noviembre de 2018

2

—Ponga sobre el mostrador todo, absolutamente todas sus pertenencias. Ahora colóquese encina de la marca amarilla que está en el piso; levante la cara. Ahora gire noventa grados hacia su derecha; ahora haga lo mismo respecto a su lado izquierdo. —Oficial: pase al sujeto a la celda de espera, en tanto viene el médico legista a hacer la valoración. —¡Avance de frente! ¡A la derecha! ¡Alto! ¡Entre! La celda era una habitación de cuatro metros cuadrados. La puerta era una reja metálica sólo con barrotes en sentido vertical. Al final había un retrete maloliente para las necesidades de los detenidos. En la parte media había una banca de cemento liso. Eso era todo. No había nada más. El hombre entró y con alivio miró al policía quitarle las esposas de las manos. Cuando las sintió libres aplicó sobre sus muñecas un masaje. Nunca se había imaginado que estos artefactos se apretaran más cuando se mueven las manos, queriendo zafarse. Luego echó una mirada al panorama desolador de la celda de espera y tuvo ganas de echarse a llorar. Se sentó sobre el banco de cemento apoyando los codos en las rodillas y luego apoyó su cabeza entre las manos, en un ademán evidente de gran congoja. Sintió ganas de ir al baño y contempló un instante el retrete, pero se contuvo por la sola idea de la vergüenza que sentiría si alguien lo viera desde la reja de la entrada evacuando sus desechos. Las paredes y el techo solo tenían el aplanado fino de cemento y ni una gota de pintura, únicamente un monótono y desolador gris, carente de alegría. Al hombre la urgía la comunicación al exterior, pero había tenido que entregar su teléfono celular cuando hicieron su registro. No pudo comunicarse durante el trayecto, pues tenía las manos esposadas. Era como si hubiera caído en el limbo, en un lugar inexistente para los demás y sólo reservado para él. Nunca antes en la vida había estado en la cárcel, ni siquiera por alguna travesura juvenil o por alguna falta administrativa. Desde siempre había sido un hombre respetuoso de la ley, no rebelde ni contestatario, sino bien domesticado por el estado de cosas imperante. Había rehuido de cualquier conducta que implicara generarle problemas; siempre pagaba lo justo, nunca faltaba con los impuestos, cruzaba siempre las calles por las esquinas, no se estacionaba en lugares prohibidos y si le imponían una multa, nunca protestaba, ni mucho menos trataba de sobornar a la policía. Trataba de entender lo que había sucedido y sólo atinaba a concluir que había estado en el lugar equivocado en el instante inapropiado. La mala suerte, la mala jugada del destino ahora los tenía ahí, a la espera de ingresar a la cárcel preventiva y, en el peor de los casos, un traslado a un penal para pagar por una culpa que, al menos desde su perspectiva, no había cometido. A nadie le gusta la incertidumbre, la espera indeterminada, la expectativa seca de no saber nada de lo que se avecina. Alguna vez vio un programa de televisión en donde se trataba el entrenamiento de supervivencia de los soldados de élite y cómo la espera indiscriminada era parte de estos ejercicios. Se sentaba al soldado frente a una pared blanca, sin permitirle voltear la cara a ningún lado, y simplemente esperar. Seguramente más de uno habría perdido la razón, al menos de manera parcial, en este ejercicio tan desesperante. La falta de certidumbre lleva al desequilibrio emocional seguido de alguna neurosis trayendo, desde luego, el desequilibrio de la salud mental. El hombre volvió a sentir, con mayor intensidad, la necesidad de evacuar sus desechos y, haciendo a un lado sus remilgos iniciales se dirigió al rincón, se bajó los pantalones y trató de hacer lo más rápido posible, siempre temeroso de que alguien se asomara por la reja de la puerta. Sintió el placer de deshacerse de todo lo que ya no necesitaba y, a punto de terminar su labor, se abrió rápida y repentinamente la reja de la puerta dando entrada a un guardia, seguido de un varón alto enfundado en una bata blanca. El hombre apenas tuvo tiempo de levantarse y acomodarse la ropa. El médico hizo un expresivo gesto de asco y exclamó girando sobre sus talones: —¡Vaya al diablo, pinche cochino! —¡Limpia tu porquería, gordo inútil! — le alcanzó a decir el oficial de policía y de inmediato salió de la celda tras los pasos del médico. El hombre se quedó de pie, sin apenas entender qué era lo que había sucedido. Reaccionó y terminó de arreglarse la ropa y buscó la manija del retrete para accionar el mecanismo, pero no la encontró. Tuvo que conformarse con ése olor ambiental a suciedad y se sentó otra vez en la banca de cemento frío. No tenía reloj. Tampoco podía calcular fuera de manera aproximada la hora del día por la posición del sol. Sintió hambre y por ello se imaginó que era su hora de comer, es decir, las cuatro de la tarde, por lo menos. Trató de ubicar en su mente la hora en que lo habían detenido y dedujo que habría sido como a la una de la tarde. Volvió la vista al rincón del retrete y miró en la parte de arriba una pequeña cadena. Se preguntó sí ése elemento accionaría el mecanismo y fue hacía allá, comprobando con satisfacción que así era como bajaba el agua para limpiar los desechos que había depositado. Volvió a la banca y otra vez se sumergió en el océano de dudas e incertidumbres. Ahora le llamaba la atención el por qué el médico legista —era evidente que se trataba de él— no había querido examinarlo. El hombre debía advertirle de las enfermedades que padecía para que le procurara los medicamentos que le permitían estar más o menos estable; otro tanto debía tratarle acerca de su alimentación, pues no cualquier cosa le era grata al paladar y sobre todo había alimentos que debía francamente evitar. Por eso es que le hubiera gustado hablar con el médico pero ahora, ante su salida intempestiva, volvía a caer en una depresión profunda, sin saber nada del porvenir. Se sintió cansado. Otra vez el hambre apareció, pero no había nada que comer. El sujeto pensó acercarse a la reja y gritar por la satisfacción de su derecho a la alimentación, pero desechó ésa intención calculando que acaso se exacerbara el coraje de los celadores; quizá incluso vinieran dos o tres a darle de golpes con los toletes para acallarlo. No obstante, el estómago le seguía gruñendo. Se tendió sobre la banca fría de cemento y por instantes logró dormitar un poco. Tantas emociones lo habían extenuado, pero lo duro del cemento no lo dejó descansar; a cada rato se apoderaba de él un dolor de espalda que constantemente le obligaba a cambiar de posición. Al rato comenzó a sentir frío y pensó que seguramente ya sería la tarde, casi la noche. Al ver a través de la reja de la puerta de la celda, alcanzó a distinguir luces eléctricas. No había duda: había permanecido allí durante tanta hora que ya estaba entrando la noche. Miró como se acercaban por el pasillo dos personas. Parecía el sargento que lo había acompañado en su ingreso. Detrás venía otro sujeto, pero con uniforme diferente al de los oficiales de los policía. El sargento abrió y sólo dejó entrar al otro, quien entregó al detenido una manta vieja, un bolillo duro y un vaso de unicel lleno de té. El hombre agradeció diligente el detalle, pero quiso preguntar por su condición, por su situación legal, por su mujer, por el mundo exterior, por su inocencia… —Perdone, quiero preguntar… —Yo nada le puedo responder. —Pero sólo quisiera saber… —Mañana se enterará de todo. —Al menos dígame qué hora es. —Son las ocho de la noche. Eso fue todo. El eco de las botas militares de sargento se fue perdiendo en la lejanía del pasillo, seguido de las pisadas silenciosas de los zapatos de suela de goma del hombre de uniforme diferente. El detenido dobló la manta vieja y la puso en medio del banco de cemento. Luego se sentó a comer el pan duro y a beber el té insípido. “Mañana habrá respuesta”, se dijo aferrándose a una esperanza y se imaginó que de pronto en unas horas todo quedaría aclarado, las autoridades reconocerían ampliamente su inocencia y hasta le ofrecerían disculpas públicas y muy sentidas y volvería a su casa a encontrarse con su mujer y a continuar su vida de siempre. Terminó su sencillísima cena y supuso que había que aprovechar la noche y la oscuridad para descansar. Pasó un largo rato debatiendo internamente si le convenía más usar la manta vieja como una colchoneta sobre el frío banco de cemento o si debía usarla para cubrir su cuerpo. Al final, y después de algunas pruebas, se decidió por lo primero, de suerte que dormiría descubierto. No pudo conciliar el sueño de inmediato. Con los ojos cerrados trataba de adivinar los sonidos que resonaban en el recinto. Pudo distinguir murmullos, gritos y risas. ¡Lo que hubiera dado por estar en su cama, con su colchón ortopédico y con su mujer al lado! Su descanso fue muy irregular. No tuvo sueños. Despertaba a menudo extrañado del lugar en donde estaba. Por el incremento en las voces y en el movimiento, adivinó que había amanecido. Oyó muy lejano el sonido del toque de las campanas de una iglesia. Se incorporó y se dio cuenta de que estaba molido de la espalda por lo duro del banco de cemento. Dobló la manta vieja y la acomodó en un extremo. Se puso de pie y caminó alrededor de la celda dando pequeños pasos. Iba estirando también los brazos, procurando un poco de ejercicio. Al cabo de un rato sintió la necesidad de ir al baño. Ahora ya no lo dudó ni lo detuvo el pudor. Simplemente hizo lo que debía hacer y se sintió profundamente aliviado. Al poco rato escuchó pasos acercarse por el corredor. Su primer impulso fue correr para ver de qué se trataba pero, prudente, decidió esperar sentado en el banco de cemento. Aparecieron dos oficiales de policía y detrás de ellos el sargento de la víspera. Con voz de autoridad, éste ordenó al hombre que levantara los brazos hacía adelante. El sujeto obedeció y con un certero movimiento el sargento le fijó las esposas a las manos, al tiempo que le ordenaba avanzar. Una vez que el prisionero cruzó el umbral de la celda, los oficiales lo siguieron, tomándole cada uno por el brazo, cerrando el desfile el sargento. Caminaron por diferentes pasillos hasta llegar a una oficina. Allí le quitaron las esposas y, al tiempo de pedirle firmar unos documentos, le informaron que por la gravedad de su caso sería trasladado a una prisión federal. El hombre volvió a quedarse perplejo. “¿Qué gravedad?”, preguntó resueltamente, pero sólo le dieron la respuesta de que se trataba de órdenes de la autoridad y que ellos sólo ejecutaban las consignas que recibían. Le sugirieron que presentara sus inconformidades a través de su abogado. —Es que estoy enfermo. Sufro diabetes e hipertensión. El médico me prescribió medicamentos especiales y una dieta concreta; por favor, desde ayer no tomo mis pastillas… El oficial de barandilla revisó el expediente que tenía frente a sí. —Pues el médico legista reporta que no hay nada anormal, ni lesiones, ni enfermedades, ni dieta especial y tampoco medicamentos. —¡Pero, vea usted!— el detenido abrió la boca y señaló el hueco de los dientes faltantes. —Pues señor, aquí el único que tiene autoridad en ésa materia es el médico legista. Se va a proceder a su traslado y le repito que si quiere promover cualquier recurso o queja, hágalo a través de su abogado. Él sabrá qué hacer. El sargento volvió a ordenarle poner los brazos al frente y le impuso nuevamente las esposas. Dieron vuelta y se dirigieron a un patio. Subieron al detenido al asiento posterior de una camioneta y se retiraron a la caseta de vigilancia, seguramente a obtener la autorización de salida. El hombre pudo ver como mostraban documentos y luego señalaban hacía el vehículo. El de la puerta pareció explicar algo determinante, pues sus ademanes fueron contundentes, incluyendo una expresiva alusión al reloj de muñeca. Después de dos o tres minutos, los oficiales se separaron. El de la puerta volvió a su caseta, en tanto que el sargento y sus dos guardias volvieron a ingresar al área de las oficinas, de modo que el detenido, con las manos esposadas al frente y sentado dentro del vehículo de traslado, quedó solo, sin la menor explicación. El hombre adivinó que había algún problema con su traslado. Quiso abrazarse a la esperanza de que, de último momento, la autoridad hubiera reconocido su error y se estuvieran corriendo ahora mismo lo documentos para proceder a su liberación. Se imaginó en el mostrador de la salida recibiendo sus pertenencias y una disculpa por el malentendido; luego saldría a plena luz del sol y se daría la vuelta para contemplar los tétricos muros de la prisión; su esposa estaría esperándolo en el coche y lo recibiría con todo afecto; luego, para quitarse el mal sabor de boca, irían a comer a su restaurante preferido en el centro, como en los viejos tiempos, y él pediría un corte de carne especial, en término bien cocido, acompañado de verduras al vapor y una copa o mejor una botella de vino tinto; platicaría con su mujer de los recuerdos, de los grandes viajes, de las fiestas y de los amigos; todo sería reír y disfrutar, como en los buenos momentos. Otra vez el estómago del hombre gruñó de hambre. Desde el pan duro y el vaso con té, no había ingerido más alimento. Adivinó que no pasaría mucho tiempo sin que empezara a sentirse mal, tanto por la falta de comida como por la ausencia de sus medicamentos. Cerró los ojos y sintió todo su sufrimiento y desesperación; quiso abrir la portezuela del vehículo y bajarse al menos a caminar un poco bajo el sol matinal, pero al jalar la manija se dio cuenta de que obviamente tenía puesto el seguro. Claramente sintió el inicio de un ataque de ansiedad. Tuvo muchas ganas de correr, de emprenderla a golpes contra las personas y las cosas. Pateó la parte de atrás de los asientos delanteros, hizo gestos simiescos y terminó estallando en llanto, procurando cubrir sus ojos con las manos maniatadas con las esposas. Trató de calmarse. Comprendió que nada avanzaba con eso y sobre recordó las decenas de recomendaciones del médico sobre la posible situación de su corazón. Aún con esto, maldijo su destino, el no saber siquiera en dónde estaba y qué iba a ser de su vida. No era muy religioso, pero desde el fondo de su corazón clamó a Dios por misericordia, por piedad, porque se reconociera que él no tenía culpa de nada, que era un pobre juguete del destino, una cáscara de nuez arrojada sin piedad a la inmensidad del océano. Se imaginó a su mujer, a veces tan despistada, tratando de buscarlo sin que nadie le brindara ayuda ni orientación. ¿Qué habría pensado la noche anterior de no verlo regresar a casa? ¿Cómo estaría de preocupada porque su marido no había tomado sus medicamentos habituales? ¿Cómo estaría de preocupada por el futuro, por la falta de dinero, por las deudas contraídas? Cerró los ojos. Se acordó de cómo, hacía ya muchos años, como veinte, había firmado los papeles para comprar su casa con un crédito hipotecario. Se acordó también de su hija, siempre tan inteligente, tan activa, tan inquieta. El detenido estaba cansado. Los guardias no regresaban y su posición era incómoda. Trató de distraerse adivinando la hora que era, basado en la sombra proyectada por el muro. Se acordó que en la secundaria y en la preparatoria algo había sabido de física y de astronomía. Hizo sus valoraciones y llegó a la conclusión de que eran las diez de la mañana. Decidió reclinar su cabeza y procuró dormir, dado que no había otra cosa que hacer y además de ésa manera podía olvidarse un poco de sus preocupaciones. Oyó dos golpes en la ventana del auto y luego se accionó el mecanismo para abrir la portezuela. —¡Baja! El guardia que ordenaba era diferente al grupo que lo había conducido por la mañana. Con dificultad se desplazó sobre el asiento y bajó las piernas. Se sentía adolorido de diferentes partes del cuerpo, pero le pareció magnífico caminar aunque fuera un poco. El guardia le ordenó marchar de frente y él procuró hacerlo con lentitud para alargar lo más posible su marcha sin que el guardia se inmutara. Luego obedeció ir a la izquierda y el hombre reconoció el camino y al poco andar miró la reja de la celda donde había estado la víspera. Lanzó un profundo suspiro y siguió caminando, como la bestia que regresa sin remedio a su jaula. Dentro de la celda había un hombre con bata blanca. “El médico legista”, pensó el detenido y sintió algún consuelo. Entró en la celda, dio la vuelta y estiró los brazos para que le quitaran las esposas, y también como un signo de inteligencia, diligencia, respeto y disposición; para que vieran que él era diferente, un humilde corderillo dispuesto a la obediencia y digno de confianza y que por ello merecía un trato menos rudo, más amistoso. —Desnúdate por completo. El detenido cerró los ojos y los abrió varias veces, temeroso de no haber oído bien la indicación, pero el gesto del médico fue determinante. El detenido comprendió que si no obedecía de inmediato, corría el riesgo del día anterior y el cuidado de su salud no estaba como para hacer desplantes ni berrinches, así que con rapidez y sin pudor se quitó toda la ropa. Se quedó quieto y estuvo atento a las indicaciones, respondiendo claro y directo a todas las preguntas formuladas, en especial en lo relativo al nombre de los medicamentos que tomaba y las dosis prescritas. El médico procedió a revisar al detenido. Miró con atención el interior de las orejas, los ojos, la boca con los dientes fracturados, tomó la presión arterial, escuchó con atención los latidos del corazón y las inhalaciones y exhalaciones de los pulmones, al tiempo de examinar otras partes el cuerpo, oyendo, además, los comentarios del detenido. Al final el médico ordenó que volviera a vestirse, en tanto se dedicó a hacer sus anotaciones sentado en la banca de cemento. El detenido permaneció de pie de manera respetuosa hasta que, mirando que el médico firmaba su dictamen, se atrevió a hablarle de que aún no había comido nada desde la víspera y tampoco había ingerido sus medicamentos. El galeno lo escuchó con atención y le puso una mano en el hombro, en una señal de que no debía preocuparse y luego salió, seguido del guardia de turno. “Otra vez en el limbo”, dijo el hombre al quedarse solo nuevamente en la celda y se sentó en la banca de cemento a esperar cualquier cosa. Como una hora después percibió que la reja se abría e ingresó un hombre con uniforme diferente al de los guardias, llevando una charola de comida. El detenido se alegró, pues por fin comería algo y su felicidad fue mayor cuando descubrió unas pastillas muy conocidas por él en uno de los compartimentos. El detenido comió con magnífico apetito y, a pesar de que no era comida de primera calidad, no dejó ni una sola migaja. Luego tragó las pastillas y se sintió mucho más tranquilo. Tendió la manta que aún permanecía en la celda y se echó a descansar. A ratos pudo dormitar, pero cualquier ruido lo despertaba, lo ponía alerta. Oyó que se acercaba alguien a la reja y se puso de pie. A los pocos instantes apareció el hombre del servicio acompañado de un oficial de guardia. Entró, tomó la charola y salió sin decir nada. El detenido dio puntual y gentilmente las gracias por los alimentos recibidos, haciendo una reverencia y volvió a quedarse solo, en medio de la incertidumbre. Otra vez se sentó. Nuevamente repasó los acontecimientos y de la misma forma llegó a no comprender nada. Le preocupaba el asunto del traslado. Hasta ése momento, con la salvedad de las privaciones propias de la prisión, no había sufrido violencia o vejación alguna. De hecho, ahora que lo pensaba, ni siquiera había visto a otros internos o detenidos. A decir verdad, no era una buena señal, pues no sabía exactamente en qué tipo de prisión se encontraba y, por supuesto, su temor era que su estancia se alargara sin que hubiera ningún avance en la aclaración de su situación legal. Otra vez se escuchó ruido en la reja. Se puso de pie e ingresaron dos guardias y uno que les era superior, quien ordenó al detenido extender los brazos hacia el frente. El hombre comprendió que venía nuevamente la imposición de las esposas y que saldría otra vez de la celda. Obedeció sin decir nada y a continuación le ordenaron que marchara fuera. Hizo el mismo recorrido que en la mañana hasta llegar a la oficina, donde le liberaron las manos. —El médico tuvo una consideración especial contigo. Mandaron a hacer otra vez el dictamen de medicina legal. Ya se dictaron las órdenes para que no olviden de administrarte los medicamentos que necesites. Como se te había indicado en la mañana, la autoridad ha ordenado tu traslado a otra prisión. —Gracias por la amabilidad, y sobre todo por los medicamentos. Le pareció que estaba por demás preguntar por su situación legal. Seguramente le habrían dado con la puerta en las narices diciéndole que para ello debía tener un abogado. Salió al patio, con la escolta asignada. Llovía copiosamente. Los guardias corrieron hacia la caseta del vigilante para guarecerse del agua. El hombre mantuvo su pasó normal y disfrutó del aguacero cayéndole encima. El sargento lo seguía a dos pasos de distancia. Llegó al vehículo, le abrió la portezuela y subió. El sargento corrió hacia la caseta del vigilante. En la camioneta estaba ya el conductor y su escolta, cómodamente sentados, esperando la orden para avanzar. Pasaron cinco minutos. El vigilante salió e hizo una señal a los de la camioneta para que se acercaran. Cuando el vehículo se detuvo junto al portón, el vigilante y su acompañante, cada uno con un rifle en la mano, verificaron la identidad de los tripulantes. Cuando se hubo satisfecho a plenitud el procedimiento, el guardia de la puerta presionó el botón que accionaba el mecanismo de apertura automática, en tanto que él y su pareja, a ambos lados de la entrada, se apostaban en guardia, dispuestos a disparar al menor indicio de ataque. Una vez que salió la camioneta, se accionó el mecanismo de cerrado y el portón volvió a su posición original y los guardias regresaron al interior de su caseta. Dentro del vehículo el hombre iba atento a cualquier detalle que le pudiera dar pista de su situación y de su destino. Dieron vuelta y pasaron frente a la fachada del edificio. “CENTRAL DE LA POLICÍA PREVENTIVA”, decía un letrero enorme. El hombre distinguió a una mujer que le pareció familiar, de pie al lado de la avenida. Sólo la vio un instante, pero le bastó para reconocerla. Bañada en lluvia y en llanto, el contador Norberto Santisteban reconoció, sin duda, a su mujer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario