martes, 6 de noviembre de 2018

1

Desde hace algunos años, acaso a consecuencia del cambio climático, los días de mayo se han puesto especialmente calurosos. En la noche uno quiere dormir en la virginal desnudez del paraíso y durante el día, el mejor amigo del hombre ya no es el perro, sino el ventilador. En mayo, cualquier oficinista no querría otra cosa en la vida que trasladar su escritorio y su computadora a la cervecería más cercana y los conductores agradecerían cualquier pretexto para declarar una huelga nacional. Mayo es, en fin, un mes poco recomendable para echarse a andar por las calles, máxime cuando uno es gordo y, para colmo, calvo. Norberto Santisteban era justamente así, y su desgracia de aquél viernes de mayo fue haber recibido la consigna de ir al banco a cobrar el cheque con el que al otro día, sábado, la constructora debía pagar a todos sus trabajadores. El chofer llevó hasta la puerta misma de la institución bancaria al contador Santisteban, pero no pudo evitarle la penosa tarea de subir los treinta peldaños que separaban la puerta del banco de la banqueta de la calle. El pobre diablo, gordo y calvo, iba haciendo pausas a cada cinco escalones, maldiciendo lo mejor que le permitía su falta de aliento la labor que le correspondía en la empresa, bajo el abrasador sol de mayo. Al escalón número veinticinco, el contador Santisteban sintió que el corazón le iba a saltar del pecho. Se detuvo y procuró serenarse lo mejor posible, sacando al mismo tiempo un pañuelo blanco para secarse el copioso sudor que le escurría del cuello, la cara y la cabeza. Levantó el pesado portafolios negro con cerradura metálica y, haciendo acopio de fuerza y resignación, se animó a ir por los últimos peldaños. El contador Santisteban tomó su turno en la máquina despachadora y de inmediato buscó una silla para sentarse. Poco a poco fue recuperando el aliento, dándose cuenta de que su condición física no era nada buena. En su visita más reciente al médico, le habían llenado de medicamentos y de advertencias en torno a que, si no cambiaba su régimen de vida, nada bueno podía esperar en el futuro. Él lo sabía muy bien. Tenía unos cincuenta kilos de sobrepeso, pero lo más grave era que, a pesar de que quisiera someterse a todas las medidas correctivas de que hablaban los médicos, el trabajo en la constructora era extenuante y no encontraba —o no quería encontrar— el tiempo y las condiciones necesarias para modificar sus malos hábitos de vida. Faltaban diez turnos para la ficha del contador Santisteban. El banco lucía repleto de gente, tanto en el área de los asesores financieros como en las cajas, todo ello maximizado porque el lunes siguiente sería inhábil, por lo que todo mundo se adelantaba a hacer sus movimientos bancarios. El contador Santisteban iba a cobrar un cheque por cinco millones de pesos. La empresa debía dispersar la cantidad pagando a los trabajadores que tenía laborando en diferentes obras, entre algunos proveedores de materiales y otros servicios y, finalmente, entre entidades subcontratadas que hacían diversas labores y que por su naturaleza, ahorraban una gran cantidad de dinero al no generar relaciones laborales de manera formal. El hombre miró el reloj. Faltaban quince minutos para la una de la tarde y cinco turnos para llegar a su ficha. Estaban funcionando sólo tres cajas de las cinco disponibles, de manera que calculó que en un máximo de un cuarto de hora, estaría siendo atendido. Recordó su procedimiento más elemental: pedirle a la cajera el pago en fajos de cien mil pesos, de manera que debían darle cincuenta montones, mismos que debía meter en el maletín, correr los cerrojos metálicos con clave, mandar mensaje al chofer y luego sentarse a esperar que el vehículo estuviera al pie de la escalinata y bajar con calma para dirigirse a la empresa. El contador Santisteban aguzó sus sentidos cuando se dio cuenta de que estaba a punto de pasar su número de ficha. Rápidamente revisó el cheque que llevaba, con sus respectivos datos de endoso, su credencial de identificación y que el portafolios estuviera abierto para introducir el dinero. El pitido de la máquina coincidió con el cambio de imagen en la pantalla, señalando el número de turno del contador Santisteban que de inmediato se puso de pie y se encaminó a la tercera caja para ser atendido. Allí saludó al tiempo de entregar su cheque y su identificación. La cajera verificó en su computadora el número de cuenta y el saldo disponible. Luego se levantó para solicitar de su superior la firma de autorización para entregarlo en la bóveda, no sin antes escuchar la petición del contador Santisteban de que le entregaran su dinero en fajos de cien mil pesos cada uno. Más o menos a los tres minutos regresó la empleada con una caja de cartón mediana, llena de legajos de billetes, cada uno con su respectiva fajilla con sello y firma del personal autorizado por el banco con que se garantizaba que exactamente cada uno contenía cien mil pesos; no obstante, también por políticas del mismo banco, la cajera fue deshaciendo las fajillas y colocando los billetes en una máquina contadora automática que apenas en tres segundos verificaba el número y denominación de los billetes. En unos tres minutos la dependiente tenía lista la verificación. Selló el reverso del cheque, imprimió el recibo, firmándolo y sellándolo y entregó su copia al cliente, lo mismo que la identificación personal. El contador Santisteban verificó con la mirada la existencia y exactitud de los cincuenta paquetes de billetes y se dispuso a recibirlos y guardarlos con prontitud. La muchacha tomó el primer fajo y dijo en voz alta “uno”, con la intención de llegar al cincuenta. El contador recibió el primer fajo y lo acomodó en el interior del maletín y al mismo tiempo escuchó detrás de él tres detonaciones fuertes que de inmediato desataron gritos de terror entre los asistentes. El contador Santisteban quiso voltear por instinto pero sintió un tubo grueso y frío detrás de la nuca. —¡Tírate al piso, gordo, y quédate quieto! El contador se quedó perplejo sin saber qué hacer, así que el agresor tuvo que ser más directo, claro y persuasivo dándole en plena cara con la cacha de la pistola, al tiempo que le imponía: —¡Que te tires, pinche gordo, hijo de puta! El contador Santisteban sintió de inmediato un gran dolor y comprobó que sangraba de la boca. Su coraje y su terror aumentaron al sentir dentro de la cavidad bucal tres o cuatros pedazos de algo. Se puso una mano delante de la boca y al menos arrojó al menos cuatro dientes destrozados por el cachazo. Por encima de él, un asaltante, pistola en mano, había tomado el maletín del contador y exigía a la cajera que le entregara todo el dinero. La muchacha, asustada, entregó al asaltante los cuarenta y nueve paquetes que tenía sobre su gabinete, mismos que el ladrón acomodó con destreza en el interior del maletín del contador. Cuando terminó esta operación, el maleante pidió a la cajera el contenido que tenía en los otros cajones. La mujer se dispuso a abrirlos pero, con un hábil movimiento, se tiró al piso, accionó la alarma y se acurrucó lo mejor que pudo bajo el gabinete, fuera de la vista del agresor. El sonido de la alarma sorprendió la actividad de los tres asaltantes que estaban recolectando el dinero en las cajas y de los otros cómplices apostados en puntos estratégicos de la sucursal, de manera que se apresuraron a terminar su operación. Antes de que salieran hubo varios disparos para disuadir a alguien que quisiera seguirlos y también para dejar un ambiente de mayor terror entre los presentes. La media docena de maleantes salió corriendo, bajaron a grandes saltos la escalinata y se metieron en una vagoneta que ya los esperaba para huir. En el interior el banco, la gente tardó algunos instantes en reaccionar. Varias mujeres dieron libre curso a sus crisis nerviosas; un hombre maduro comenzó a tocarse el área del corazón por lo que se atendió al momento que ingresó un cuerpo de paramédicos. Los agentes policiacos nada pudieron hacer, más allá de acordonar la zona, tomar fotografías, hablar con el gerente y otros empleados e invitar a la gente afectada a levantar las denuncias correspondientes. El contador Santisteban se levantó poco a poco, ayudado por una paramédico. Tenía en la mano derecha los pedazos de diente que le había tirado el asaltante. La mujer lo revisó, lo limpió y le aplicó algún desinflamatorio, invitándolo a que esperara una atención más detallada en la ambulancia. El hombre sólo se redujo a dar las gracias lo mejor que pudo; se sentó en un sillón y sacó su teléfono celular primero para llamar al chofer de la compañía y luego para hablar con su superior y explicarle todo lo que había sucedido. Desde luego recibió la instrucción de trasladarse de inmediato a la empresa y explicar, de manera personal, lo que había pasado. A los pocos minutos el chofer le timbró para darle a entender que el vehículo estaba ya al pie de las escalinatas del banco. El contador Santisteban, habiendo rendido su breve declaración de los hechos y dejando con los oficiales de policía todos sus datos para una posible ampliación declaratoria, se encaminó a la salida de la sucursal. Ya no sangraba de la boca, aunque tenía un dolor severo, además del hueco incómodo e hiriente de la dentadura frontal, incompleta y astillada. Cundo llegó a la empresa, pasó a hablar con el responsable administrativo, a quien explicó detalladamente todo el incidente. —Pues sí que es grave, contador; de entrada, no podremos pagar a los trabajadores y tampoco a los proveedores. No sé qué vayamos a hacer… En fin, creo que lo que urge es que vaya usted al médico para que le atiendan. Se ve usted muy mal. Sólo le pido que no apague su teléfono celular, por favor. El contador se levantó, envolvió los pedazos de diente en su pañuelo y salió del despacho. Fue hasta entonces que tuvo oportunidad de hablar con su mujer, explicándole sin muchos detalles lo que había sucedido. Ella de inmediato se ofreció para acompañarlo al dentista, a ver si hubiera la remota posibilidad de salvar sus piezas dentales o, en su defecto, proceder como mejor conviniera. La doctora Ortiz, luego de valorar el daño y mirar una radiografía local, dictaminó que no había posibilidades reales de reconstruir los dientes fracturados, por lo que recomendó su extracción y su sustitución por prótesis. Le recetó al hombre algunos medicamentos para aminorar su dolor y bajar la inflamación de la zona afectada, recomendándole cuidado extremo al ingerir una dienta blanda. La mujer del contador Santisteban acudió diligente a la farmacia más cercana y luego condujo el automóvil hasta su casa. Durante el camino fue llenando a su marido de palabras de aliento y anuncios de que todo estaría bien. El hombre se miró dos o tres veces en el espejo de vanidad del coche, mirando el terrible moretón en los labios y luego la visión horrible de la sonrisa cascada, chimuela. Se sintió herido en su amor propio, en su muy escondida vanidad y se dijo que las cosas nunca volverían a ser como antes. Al llegar a casa se tomó los medicamentos y se sentó en el sofá. Se quedó profundamente dormido, pero sólo pudo descansar poco tiempo, pues el pitido del teléfono celular era constante. —Oiga, contador, fíjese que el gerente general habló al banco, por lo del incidente, y le dijeron que de hecho usted sí cobró el cheque, pues lo sellaron como pagado, tienen la autorización de su gerente con la que extrajeron el dinero de la bóveda y tienen también la copia del recibo firmado por usted, de manera que el banco en su sistema reporta el cheque como cobrado e hicieron la afectación a nuestra cuenta, por lo que el movimiento se ve reflejado en nuestro estado de cuenta. En otras palabras, contador, el banco dice que a quien le habrían robado es a usted, pues contablemente el dinero ya estaba en sus manos. —Pero, licenciado, yo ya expliqué… —Lo sé, contador, pero sería bueno que consultara a un buen abogado por cualquier cosa. Nosotros, usted ya lo sabe, somos amigos y compañeros de trabajo, pero uno no sabe lo que pueda venir en el futuro. El contador Santisteban quedó profundamente preocupado. Sabía que la empresa difícilmente se resignaría a absorber una pérdida económica significativa. Cinco millones de pesos es una cantidad muy considerable y, la misma naturaleza de la empresa le pone en la dinámica de no perder y en caso necesario, arrebatar o aplastar. Naturalmente, desde el punto de vista administrativo había sido un error no haber previsto la adquisición de un seguro contra robo de efectivo, por lo que estaba desprotegida de un evento así. De inmediato el contador Santisteban se imaginó acusado de fraude o de robo por la empresa a la que había entregado veinte años de su vida. Se proyectó entrando en la cárcel, con sus casi cincuenta años de vida y sus más de cien kilos de peso de donde, seguramente, sólo saldría muerto. Su mujer, igual que él, sufría diabetes e hipertensión. Tenía una hija que por su trabajo y talento, había ganado una beca para estudiar sistemas de producción agrícola en una universidad de Israel. Cerró los ojos y pudo imaginar la escena clara de su mujer cayendo en la depresión más profunda por saber a su marido preso en una cárcel. Se dijo que acaso fuera un buen consejo consultar a un abogado para conocer los escenarios que pudieran presentarse. Su mujer, por más que lo animaba, no podía sacarlo del ensimismamiento. Le llevó hasta el sillón una taza de té y mientras el contador trataba de platicar cualquier cosa, para matar el tiempo, descubrió que su mano derecha era presa de unos temblores descomunales por lo que tuvo que dejar la taza en la mesa de centro y sujetar con la izquierda la mano enloquecida. —Es por el estrés. Tienes que calmarte. No era la primera vez en que el contador Santisteban era presa de este tipo de alteraciones. Casi todos los fines de año, cuando había que cerrar los registros y hacer los balances de la empresa, el contador era arremetido por comportamientos como este. Los médicos le habían hecho todo tipo de recomendaciones en torno de procurase un clima estable y con pocas emociones, pero en la práctica no es posible vivir así, sobre todo en un mundo tan demandante que todos los días quiere que las personas se entreguen por completo. El contador Santisteban no pudo ocultar que realmente estaba muy preocupado por su situación. Ya ni siquiera se acordaba del dolor intenso de los dientes rotos; su prioridad era no verse envuelto en las aristas legales de lo que vendrían como consecuencia del robo. Sus recursos económicos eran limitados y no podía contratar los servicios de algún afamado penalista que garantizara, con cualquier triquiñuela, sacarlo de la cárcel con su honor a salvo. Lo único que estaba a su alcance era tomar una asesoría con un viejo amigo abogado que no ejercía la profesión, pues era dueño de una tienda de telas. Tomó el teléfono y marcó, acordando visitarlo al día siguiente a las once de la mañana. La esposa del contador Santisteban, sin dejar de sonreír y animarlo, le entregó la dosis de medicamentos para atender el golpe de la boca y también los que tomaba de manera habitual para controlar la diabetes y la hipertensión cardíaca. Le dijo que todo se vería mejor por la mañana, de manera que lo mejor era irse a dormir. El hombre coincidió con ésa idea. No era la primera vez que la familia tenía problemas. Siempre habían salido adelante, con muchas dificultades, pero de forma invariable habían podido vencer la necesidad y la eventualidad. El hombre se quedó dormido, pero al poco tiempo comenzó a tener sueños muy inquietantes. Soñó, por ejemplo, que alguien lo perseguía por todas las calles de la ciudad y que él corría desnudo tratando de librarse de sus perseguidores, a los que no veía, pero cuya presencia podía sentir. Se escondía detrás de los postes o debajo de los botes de basura pero siempre tenía la sensación de que lo descubrían. En otro sueño veía como una mano enorme se aprestaba a atraparlo pero tardaba mucho en llegar. Y mientras más tiempo pasaba, más grande y monstruosa se veía, pero nunca terminaba de llegar. El contador se despertó sobresaltado. Eran las cuatro de la mañana y parecía evidente que no volvería a conciliar el sueño. Se levantó con todo el sigilo que pudo y fue a sentarse en el sofá de la sala con la esperanza de que el monótono sonido de la televisión le ayudara a volver a quedarse dormido. No sucedió así, y cuando su mujer apareció en el área de la sala a las siete y media de la mañana, la facha del contador Santisteban combinaba el desvelo, la preocupación y la depresión. El hombre se bañó y se cambió de ropa. Luego, con todo cuidado, tomó algunos alimentos blandos y salió de su casa con la intención de recibir la orientación legal de parte de su amigo, el dueño de la tienda de telas. El establecimiento estaba en el centro de la ciudad, justo en el área que a lo largo del tiempo se había ido especializando en la venta de productos textiles, desde hilos y telas hasta trajes de alta costura internacional. El contador llegó al negocio de su amigo y se anunció, pero tuvo que esperar casi una hora. Se había cubierto la parte inferior del rostro con un cubrebocas para disimular la hinchazón del golpe de la víspera y la falta de las piezas dentales. Encontró una revista de espectáculos y programas televisivos y procuró entretenerse lo mejor que pudo. El sofá era muy confortable y tuvo que luchar por no quedarse dormido, considerando que había pasado una mala noche. De hecho dormitó un poco pero estuvo muy atento cuando llegó su amigo, quien lo saludó con verdadero aprecio. El contador Santisteban, en la comodidad y el lujo del despacho de su amigo, le contó lo más detalladamente posible el incidente del robo al banco y sobre todo sus temores respecto a los coletazos legales que le pudieran causar alguna responsabilidad. —Mira, amigo, no te voy a mentir. Aunque no soy penalista, adivino que corres un grave peligro, sobre todo porque efectivamente el banco puede demostrar de manera documental que se te pagó el cheque, es decir, el dinero era legalmente tuyo al momento que se generó el asalto. Sinceramente creo que saliendo de la sucursal debiste haber acudido al ministerio público a levantar una denuncia por el robo del que fuiste objeto, con la finalidad de protegerte. Ahora te sugiero que saliendo de aquí vayas a hacer esto. Yo te puedo ofrecer que el abogado que trabaja para mi tienda te pueda elaborar y tramitar un amparo para evitar alguna orden de aprehensión en tu contra. No te preocupes por el costo, eso yo puedo asumirlo, pero tendrías que esperar hasta el martes, pues bien sabes que el día lunes es inhábil. Por último, te recomiendo que hasta que tengas el amparo en las manos, no salgas de tu casa, para que no corras riesgos. El contador Santisteban dio cien muestras de aprecio y agradecimiento a su amigo. Se sentía mucho más tranquilo al escuchar con claridad las indicaciones para preservar su seguridad. Preguntó, por último, si debía llevar algún documento para levantar su denuncia ante el ministerio público y le respondieron que bastaba sólo con la presentación de su identificación personal. Ya en la calle, el contador revisó su billetera y se dio cuenta de que no llevaba su tarjeta de identificación, por lo que decidió regresar a su casa, pues seguramente le había dejado sobre la mesa la tarde anterior. Descendió del microbús y tuvo que caminar unos cien metros para llegar a su casa. Al acercarse notó que unas personas hablaban con su mujer, pero no le extrañó en absoluto, pues ella tenía fama de muy amiguera en la colonia. Cuando llegó pudo comprobar que estaban en una plática muy animada sobre las variaciones de los precios en el mercado. Cuando notaron la presencia del contador Santisteban, la plática cesó. La mujer dijo que eran sus compañeros de oficina que, muy amables y diligentes, habían ido a preguntar por su estado de salud, pero el contador se extrañó de inmediato, pues no los conocía. Tuvo un mal presentimiento y tuvo ganas de salir corriendo, pero entonces uno de los hombres le tomó del brazo con fuerza pero con discreción y lo alejó unos pasos, en tanto el otro retomaba con más ánimo la plática con la mujer que, sin apenas sospechar, se enfrascó una vez en consideraciones a la varianza en los precios de los chiles y los jitomates. El que se alejó con el contador Santisteban con rapidez le puso frente a los ojos tres hojas tamaño oficio con membrete, firma y sello de un juez penal. Era una orden de búsqueda, localización y presentación en su contra como presunto responsable del delito de robo. Todo pasó muy rápido y casi sin darse cuenta el contador Santisteban estaba frente a la portezuela abierta de una camioneta blanca. Casi por instinto gritó: —¡Mujer, me llevan detenido! ¡Busca ayuda! El que estaba hablando de chiles y jitomates con la mujer, apenas escuchó el grito, echó a correr rumbo a la camioneta, subiendo de un salto al asiento del conductor, poniendo el motor en marcha al tiempo que su compañero, con un certero movimiento y sin mucho esfuerzo, había empujado al contador Santisteban al interior del vehículo, cerrando la portezuela para trepar de un salto al asiento del copiloto, y salir a toda marcha, perdiéndose a la distancia. Pasaron varios minutos para que la mujer del contador Santisteban comprendiera qué era lo que había pasado.

2

—Ponga sobre el mostrador todo, absolutamente todas sus pertenencias. Ahora colóquese encina de la marca amarilla que está en el piso; levante la cara. Ahora gire noventa grados hacia su derecha; ahora haga lo mismo respecto a su lado izquierdo. —Oficial: pase al sujeto a la celda de espera, en tanto viene el médico legista a hacer la valoración. —¡Avance de frente! ¡A la derecha! ¡Alto! ¡Entre! La celda era una habitación de cuatro metros cuadrados. La puerta era una reja metálica sólo con barrotes en sentido vertical. Al final había un retrete maloliente para las necesidades de los detenidos. En la parte media había una banca de cemento liso. Eso era todo. No había nada más. El hombre entró y con alivio miró al policía quitarle las esposas de las manos. Cuando las sintió libres aplicó sobre sus muñecas un masaje. Nunca se había imaginado que estos artefactos se apretaran más cuando se mueven las manos, queriendo zafarse. Luego echó una mirada al panorama desolador de la celda de espera y tuvo ganas de echarse a llorar. Se sentó sobre el banco de cemento apoyando los codos en las rodillas y luego apoyó su cabeza entre las manos, en un ademán evidente de gran congoja. Sintió ganas de ir al baño y contempló un instante el retrete, pero se contuvo por la sola idea de la vergüenza que sentiría si alguien lo viera desde la reja de la entrada evacuando sus desechos. Las paredes y el techo solo tenían el aplanado fino de cemento y ni una gota de pintura, únicamente un monótono y desolador gris, carente de alegría. Al hombre la urgía la comunicación al exterior, pero había tenido que entregar su teléfono celular cuando hicieron su registro. No pudo comunicarse durante el trayecto, pues tenía las manos esposadas. Era como si hubiera caído en el limbo, en un lugar inexistente para los demás y sólo reservado para él. Nunca antes en la vida había estado en la cárcel, ni siquiera por alguna travesura juvenil o por alguna falta administrativa. Desde siempre había sido un hombre respetuoso de la ley, no rebelde ni contestatario, sino bien domesticado por el estado de cosas imperante. Había rehuido de cualquier conducta que implicara generarle problemas; siempre pagaba lo justo, nunca faltaba con los impuestos, cruzaba siempre las calles por las esquinas, no se estacionaba en lugares prohibidos y si le imponían una multa, nunca protestaba, ni mucho menos trataba de sobornar a la policía. Trataba de entender lo que había sucedido y sólo atinaba a concluir que había estado en el lugar equivocado en el instante inapropiado. La mala suerte, la mala jugada del destino ahora los tenía ahí, a la espera de ingresar a la cárcel preventiva y, en el peor de los casos, un traslado a un penal para pagar por una culpa que, al menos desde su perspectiva, no había cometido. A nadie le gusta la incertidumbre, la espera indeterminada, la expectativa seca de no saber nada de lo que se avecina. Alguna vez vio un programa de televisión en donde se trataba el entrenamiento de supervivencia de los soldados de élite y cómo la espera indiscriminada era parte de estos ejercicios. Se sentaba al soldado frente a una pared blanca, sin permitirle voltear la cara a ningún lado, y simplemente esperar. Seguramente más de uno habría perdido la razón, al menos de manera parcial, en este ejercicio tan desesperante. La falta de certidumbre lleva al desequilibrio emocional seguido de alguna neurosis trayendo, desde luego, el desequilibrio de la salud mental. El hombre volvió a sentir, con mayor intensidad, la necesidad de evacuar sus desechos y, haciendo a un lado sus remilgos iniciales se dirigió al rincón, se bajó los pantalones y trató de hacer lo más rápido posible, siempre temeroso de que alguien se asomara por la reja de la puerta. Sintió el placer de deshacerse de todo lo que ya no necesitaba y, a punto de terminar su labor, se abrió rápida y repentinamente la reja de la puerta dando entrada a un guardia, seguido de un varón alto enfundado en una bata blanca. El hombre apenas tuvo tiempo de levantarse y acomodarse la ropa. El médico hizo un expresivo gesto de asco y exclamó girando sobre sus talones: —¡Vaya al diablo, pinche cochino! —¡Limpia tu porquería, gordo inútil! — le alcanzó a decir el oficial de policía y de inmediato salió de la celda tras los pasos del médico. El hombre se quedó de pie, sin apenas entender qué era lo que había sucedido. Reaccionó y terminó de arreglarse la ropa y buscó la manija del retrete para accionar el mecanismo, pero no la encontró. Tuvo que conformarse con ése olor ambiental a suciedad y se sentó otra vez en la banca de cemento frío. No tenía reloj. Tampoco podía calcular fuera de manera aproximada la hora del día por la posición del sol. Sintió hambre y por ello se imaginó que era su hora de comer, es decir, las cuatro de la tarde, por lo menos. Trató de ubicar en su mente la hora en que lo habían detenido y dedujo que habría sido como a la una de la tarde. Volvió la vista al rincón del retrete y miró en la parte de arriba una pequeña cadena. Se preguntó sí ése elemento accionaría el mecanismo y fue hacía allá, comprobando con satisfacción que así era como bajaba el agua para limpiar los desechos que había depositado. Volvió a la banca y otra vez se sumergió en el océano de dudas e incertidumbres. Ahora le llamaba la atención el por qué el médico legista —era evidente que se trataba de él— no había querido examinarlo. El hombre debía advertirle de las enfermedades que padecía para que le procurara los medicamentos que le permitían estar más o menos estable; otro tanto debía tratarle acerca de su alimentación, pues no cualquier cosa le era grata al paladar y sobre todo había alimentos que debía francamente evitar. Por eso es que le hubiera gustado hablar con el médico pero ahora, ante su salida intempestiva, volvía a caer en una depresión profunda, sin saber nada del porvenir. Se sintió cansado. Otra vez el hambre apareció, pero no había nada que comer. El sujeto pensó acercarse a la reja y gritar por la satisfacción de su derecho a la alimentación, pero desechó ésa intención calculando que acaso se exacerbara el coraje de los celadores; quizá incluso vinieran dos o tres a darle de golpes con los toletes para acallarlo. No obstante, el estómago le seguía gruñendo. Se tendió sobre la banca fría de cemento y por instantes logró dormitar un poco. Tantas emociones lo habían extenuado, pero lo duro del cemento no lo dejó descansar; a cada rato se apoderaba de él un dolor de espalda que constantemente le obligaba a cambiar de posición. Al rato comenzó a sentir frío y pensó que seguramente ya sería la tarde, casi la noche. Al ver a través de la reja de la puerta de la celda, alcanzó a distinguir luces eléctricas. No había duda: había permanecido allí durante tanta hora que ya estaba entrando la noche. Miró como se acercaban por el pasillo dos personas. Parecía el sargento que lo había acompañado en su ingreso. Detrás venía otro sujeto, pero con uniforme diferente al de los oficiales de los policía. El sargento abrió y sólo dejó entrar al otro, quien entregó al detenido una manta vieja, un bolillo duro y un vaso de unicel lleno de té. El hombre agradeció diligente el detalle, pero quiso preguntar por su condición, por su situación legal, por su mujer, por el mundo exterior, por su inocencia… —Perdone, quiero preguntar… —Yo nada le puedo responder. —Pero sólo quisiera saber… —Mañana se enterará de todo. —Al menos dígame qué hora es. —Son las ocho de la noche. Eso fue todo. El eco de las botas militares de sargento se fue perdiendo en la lejanía del pasillo, seguido de las pisadas silenciosas de los zapatos de suela de goma del hombre de uniforme diferente. El detenido dobló la manta vieja y la puso en medio del banco de cemento. Luego se sentó a comer el pan duro y a beber el té insípido. “Mañana habrá respuesta”, se dijo aferrándose a una esperanza y se imaginó que de pronto en unas horas todo quedaría aclarado, las autoridades reconocerían ampliamente su inocencia y hasta le ofrecerían disculpas públicas y muy sentidas y volvería a su casa a encontrarse con su mujer y a continuar su vida de siempre. Terminó su sencillísima cena y supuso que había que aprovechar la noche y la oscuridad para descansar. Pasó un largo rato debatiendo internamente si le convenía más usar la manta vieja como una colchoneta sobre el frío banco de cemento o si debía usarla para cubrir su cuerpo. Al final, y después de algunas pruebas, se decidió por lo primero, de suerte que dormiría descubierto. No pudo conciliar el sueño de inmediato. Con los ojos cerrados trataba de adivinar los sonidos que resonaban en el recinto. Pudo distinguir murmullos, gritos y risas. ¡Lo que hubiera dado por estar en su cama, con su colchón ortopédico y con su mujer al lado! Su descanso fue muy irregular. No tuvo sueños. Despertaba a menudo extrañado del lugar en donde estaba. Por el incremento en las voces y en el movimiento, adivinó que había amanecido. Oyó muy lejano el sonido del toque de las campanas de una iglesia. Se incorporó y se dio cuenta de que estaba molido de la espalda por lo duro del banco de cemento. Dobló la manta vieja y la acomodó en un extremo. Se puso de pie y caminó alrededor de la celda dando pequeños pasos. Iba estirando también los brazos, procurando un poco de ejercicio. Al cabo de un rato sintió la necesidad de ir al baño. Ahora ya no lo dudó ni lo detuvo el pudor. Simplemente hizo lo que debía hacer y se sintió profundamente aliviado. Al poco rato escuchó pasos acercarse por el corredor. Su primer impulso fue correr para ver de qué se trataba pero, prudente, decidió esperar sentado en el banco de cemento. Aparecieron dos oficiales de policía y detrás de ellos el sargento de la víspera. Con voz de autoridad, éste ordenó al hombre que levantara los brazos hacía adelante. El sujeto obedeció y con un certero movimiento el sargento le fijó las esposas a las manos, al tiempo que le ordenaba avanzar. Una vez que el prisionero cruzó el umbral de la celda, los oficiales lo siguieron, tomándole cada uno por el brazo, cerrando el desfile el sargento. Caminaron por diferentes pasillos hasta llegar a una oficina. Allí le quitaron las esposas y, al tiempo de pedirle firmar unos documentos, le informaron que por la gravedad de su caso sería trasladado a una prisión federal. El hombre volvió a quedarse perplejo. “¿Qué gravedad?”, preguntó resueltamente, pero sólo le dieron la respuesta de que se trataba de órdenes de la autoridad y que ellos sólo ejecutaban las consignas que recibían. Le sugirieron que presentara sus inconformidades a través de su abogado. —Es que estoy enfermo. Sufro diabetes e hipertensión. El médico me prescribió medicamentos especiales y una dieta concreta; por favor, desde ayer no tomo mis pastillas… El oficial de barandilla revisó el expediente que tenía frente a sí. —Pues el médico legista reporta que no hay nada anormal, ni lesiones, ni enfermedades, ni dieta especial y tampoco medicamentos. —¡Pero, vea usted!— el detenido abrió la boca y señaló el hueco de los dientes faltantes. —Pues señor, aquí el único que tiene autoridad en ésa materia es el médico legista. Se va a proceder a su traslado y le repito que si quiere promover cualquier recurso o queja, hágalo a través de su abogado. Él sabrá qué hacer. El sargento volvió a ordenarle poner los brazos al frente y le impuso nuevamente las esposas. Dieron vuelta y se dirigieron a un patio. Subieron al detenido al asiento posterior de una camioneta y se retiraron a la caseta de vigilancia, seguramente a obtener la autorización de salida. El hombre pudo ver como mostraban documentos y luego señalaban hacía el vehículo. El de la puerta pareció explicar algo determinante, pues sus ademanes fueron contundentes, incluyendo una expresiva alusión al reloj de muñeca. Después de dos o tres minutos, los oficiales se separaron. El de la puerta volvió a su caseta, en tanto que el sargento y sus dos guardias volvieron a ingresar al área de las oficinas, de modo que el detenido, con las manos esposadas al frente y sentado dentro del vehículo de traslado, quedó solo, sin la menor explicación. El hombre adivinó que había algún problema con su traslado. Quiso abrazarse a la esperanza de que, de último momento, la autoridad hubiera reconocido su error y se estuvieran corriendo ahora mismo lo documentos para proceder a su liberación. Se imaginó en el mostrador de la salida recibiendo sus pertenencias y una disculpa por el malentendido; luego saldría a plena luz del sol y se daría la vuelta para contemplar los tétricos muros de la prisión; su esposa estaría esperándolo en el coche y lo recibiría con todo afecto; luego, para quitarse el mal sabor de boca, irían a comer a su restaurante preferido en el centro, como en los viejos tiempos, y él pediría un corte de carne especial, en término bien cocido, acompañado de verduras al vapor y una copa o mejor una botella de vino tinto; platicaría con su mujer de los recuerdos, de los grandes viajes, de las fiestas y de los amigos; todo sería reír y disfrutar, como en los buenos momentos. Otra vez el estómago del hombre gruñó de hambre. Desde el pan duro y el vaso con té, no había ingerido más alimento. Adivinó que no pasaría mucho tiempo sin que empezara a sentirse mal, tanto por la falta de comida como por la ausencia de sus medicamentos. Cerró los ojos y sintió todo su sufrimiento y desesperación; quiso abrir la portezuela del vehículo y bajarse al menos a caminar un poco bajo el sol matinal, pero al jalar la manija se dio cuenta de que obviamente tenía puesto el seguro. Claramente sintió el inicio de un ataque de ansiedad. Tuvo muchas ganas de correr, de emprenderla a golpes contra las personas y las cosas. Pateó la parte de atrás de los asientos delanteros, hizo gestos simiescos y terminó estallando en llanto, procurando cubrir sus ojos con las manos maniatadas con las esposas. Trató de calmarse. Comprendió que nada avanzaba con eso y sobre recordó las decenas de recomendaciones del médico sobre la posible situación de su corazón. Aún con esto, maldijo su destino, el no saber siquiera en dónde estaba y qué iba a ser de su vida. No era muy religioso, pero desde el fondo de su corazón clamó a Dios por misericordia, por piedad, porque se reconociera que él no tenía culpa de nada, que era un pobre juguete del destino, una cáscara de nuez arrojada sin piedad a la inmensidad del océano. Se imaginó a su mujer, a veces tan despistada, tratando de buscarlo sin que nadie le brindara ayuda ni orientación. ¿Qué habría pensado la noche anterior de no verlo regresar a casa? ¿Cómo estaría de preocupada porque su marido no había tomado sus medicamentos habituales? ¿Cómo estaría de preocupada por el futuro, por la falta de dinero, por las deudas contraídas? Cerró los ojos. Se acordó de cómo, hacía ya muchos años, como veinte, había firmado los papeles para comprar su casa con un crédito hipotecario. Se acordó también de su hija, siempre tan inteligente, tan activa, tan inquieta. El detenido estaba cansado. Los guardias no regresaban y su posición era incómoda. Trató de distraerse adivinando la hora que era, basado en la sombra proyectada por el muro. Se acordó que en la secundaria y en la preparatoria algo había sabido de física y de astronomía. Hizo sus valoraciones y llegó a la conclusión de que eran las diez de la mañana. Decidió reclinar su cabeza y procuró dormir, dado que no había otra cosa que hacer y además de ésa manera podía olvidarse un poco de sus preocupaciones. Oyó dos golpes en la ventana del auto y luego se accionó el mecanismo para abrir la portezuela. —¡Baja! El guardia que ordenaba era diferente al grupo que lo había conducido por la mañana. Con dificultad se desplazó sobre el asiento y bajó las piernas. Se sentía adolorido de diferentes partes del cuerpo, pero le pareció magnífico caminar aunque fuera un poco. El guardia le ordenó marchar de frente y él procuró hacerlo con lentitud para alargar lo más posible su marcha sin que el guardia se inmutara. Luego obedeció ir a la izquierda y el hombre reconoció el camino y al poco andar miró la reja de la celda donde había estado la víspera. Lanzó un profundo suspiro y siguió caminando, como la bestia que regresa sin remedio a su jaula. Dentro de la celda había un hombre con bata blanca. “El médico legista”, pensó el detenido y sintió algún consuelo. Entró en la celda, dio la vuelta y estiró los brazos para que le quitaran las esposas, y también como un signo de inteligencia, diligencia, respeto y disposición; para que vieran que él era diferente, un humilde corderillo dispuesto a la obediencia y digno de confianza y que por ello merecía un trato menos rudo, más amistoso. —Desnúdate por completo. El detenido cerró los ojos y los abrió varias veces, temeroso de no haber oído bien la indicación, pero el gesto del médico fue determinante. El detenido comprendió que si no obedecía de inmediato, corría el riesgo del día anterior y el cuidado de su salud no estaba como para hacer desplantes ni berrinches, así que con rapidez y sin pudor se quitó toda la ropa. Se quedó quieto y estuvo atento a las indicaciones, respondiendo claro y directo a todas las preguntas formuladas, en especial en lo relativo al nombre de los medicamentos que tomaba y las dosis prescritas. El médico procedió a revisar al detenido. Miró con atención el interior de las orejas, los ojos, la boca con los dientes fracturados, tomó la presión arterial, escuchó con atención los latidos del corazón y las inhalaciones y exhalaciones de los pulmones, al tiempo de examinar otras partes el cuerpo, oyendo, además, los comentarios del detenido. Al final el médico ordenó que volviera a vestirse, en tanto se dedicó a hacer sus anotaciones sentado en la banca de cemento. El detenido permaneció de pie de manera respetuosa hasta que, mirando que el médico firmaba su dictamen, se atrevió a hablarle de que aún no había comido nada desde la víspera y tampoco había ingerido sus medicamentos. El galeno lo escuchó con atención y le puso una mano en el hombro, en una señal de que no debía preocuparse y luego salió, seguido del guardia de turno. “Otra vez en el limbo”, dijo el hombre al quedarse solo nuevamente en la celda y se sentó en la banca de cemento a esperar cualquier cosa. Como una hora después percibió que la reja se abría e ingresó un hombre con uniforme diferente al de los guardias, llevando una charola de comida. El detenido se alegró, pues por fin comería algo y su felicidad fue mayor cuando descubrió unas pastillas muy conocidas por él en uno de los compartimentos. El detenido comió con magnífico apetito y, a pesar de que no era comida de primera calidad, no dejó ni una sola migaja. Luego tragó las pastillas y se sintió mucho más tranquilo. Tendió la manta que aún permanecía en la celda y se echó a descansar. A ratos pudo dormitar, pero cualquier ruido lo despertaba, lo ponía alerta. Oyó que se acercaba alguien a la reja y se puso de pie. A los pocos instantes apareció el hombre del servicio acompañado de un oficial de guardia. Entró, tomó la charola y salió sin decir nada. El detenido dio puntual y gentilmente las gracias por los alimentos recibidos, haciendo una reverencia y volvió a quedarse solo, en medio de la incertidumbre. Otra vez se sentó. Nuevamente repasó los acontecimientos y de la misma forma llegó a no comprender nada. Le preocupaba el asunto del traslado. Hasta ése momento, con la salvedad de las privaciones propias de la prisión, no había sufrido violencia o vejación alguna. De hecho, ahora que lo pensaba, ni siquiera había visto a otros internos o detenidos. A decir verdad, no era una buena señal, pues no sabía exactamente en qué tipo de prisión se encontraba y, por supuesto, su temor era que su estancia se alargara sin que hubiera ningún avance en la aclaración de su situación legal. Otra vez se escuchó ruido en la reja. Se puso de pie e ingresaron dos guardias y uno que les era superior, quien ordenó al detenido extender los brazos hacia el frente. El hombre comprendió que venía nuevamente la imposición de las esposas y que saldría otra vez de la celda. Obedeció sin decir nada y a continuación le ordenaron que marchara fuera. Hizo el mismo recorrido que en la mañana hasta llegar a la oficina, donde le liberaron las manos. —El médico tuvo una consideración especial contigo. Mandaron a hacer otra vez el dictamen de medicina legal. Ya se dictaron las órdenes para que no olviden de administrarte los medicamentos que necesites. Como se te había indicado en la mañana, la autoridad ha ordenado tu traslado a otra prisión. —Gracias por la amabilidad, y sobre todo por los medicamentos. Le pareció que estaba por demás preguntar por su situación legal. Seguramente le habrían dado con la puerta en las narices diciéndole que para ello debía tener un abogado. Salió al patio, con la escolta asignada. Llovía copiosamente. Los guardias corrieron hacia la caseta del vigilante para guarecerse del agua. El hombre mantuvo su pasó normal y disfrutó del aguacero cayéndole encima. El sargento lo seguía a dos pasos de distancia. Llegó al vehículo, le abrió la portezuela y subió. El sargento corrió hacia la caseta del vigilante. En la camioneta estaba ya el conductor y su escolta, cómodamente sentados, esperando la orden para avanzar. Pasaron cinco minutos. El vigilante salió e hizo una señal a los de la camioneta para que se acercaran. Cuando el vehículo se detuvo junto al portón, el vigilante y su acompañante, cada uno con un rifle en la mano, verificaron la identidad de los tripulantes. Cuando se hubo satisfecho a plenitud el procedimiento, el guardia de la puerta presionó el botón que accionaba el mecanismo de apertura automática, en tanto que él y su pareja, a ambos lados de la entrada, se apostaban en guardia, dispuestos a disparar al menor indicio de ataque. Una vez que salió la camioneta, se accionó el mecanismo de cerrado y el portón volvió a su posición original y los guardias regresaron al interior de su caseta. Dentro del vehículo el hombre iba atento a cualquier detalle que le pudiera dar pista de su situación y de su destino. Dieron vuelta y pasaron frente a la fachada del edificio. “CENTRAL DE LA POLICÍA PREVENTIVA”, decía un letrero enorme. El hombre distinguió a una mujer que le pareció familiar, de pie al lado de la avenida. Sólo la vio un instante, pero le bastó para reconocerla. Bañada en lluvia y en llanto, el contador Norberto Santisteban reconoció, sin duda, a su mujer.

3

—Mire, señora, créame que estoy tratando de brindarle toda la ayuda posible. Pero el caso es que el nombre de su esposo no aparece en nuestras listas de órdenes de aprehensión ni tampoco en nuestra relación de personas detenidas en los últimos tres días. No debe usted descartar que haya sido secuestrado, a lo mejor por un comando del crimen organizado, máxime si andaba en malos pasos. En ese caso, señora, por ley, debe usted esperar tres días para denunciar la desaparición ante la procuraduría. Existe también la posibilidad de que su marido se haya ido de parranda con sus amigos y a lo mejor lo detuvo la policía municipal por alguna falta administrativa, en cuyo caso tendría usted que acudir a sus instalaciones a preguntar, pues nosotros no tenemos ni conocimiento ni control sobre los aseguramientos que ellos realizan. Finalmente, señora, aunque tampoco se lo deseo, sería bueno que le ayudaran a buscar a su marido en la morgue, en los hospitales y en la cruz roja por si —Dios no lo quiera— su marido haya sido víctima de algún accidente. Mire, señora, aquí le obsequio una lista con las direcciones y teléfonos de las instituciones que suelen estar involucradas en el seguimiento de este tipo de casos. De verdad lamento no poder ayudarla más, pero es todo lo que podemos hacer desde esta Unidad Central de la Policía Preventiva. Le deseo que tenga mucha suerte. Si usted considera que no le atendimos debidamente y quiere promover una queja, este es el número telefónico para iniciar su trámite. Que tenga usted muy buenas tardes. La mujer quedó más confundida que orientada. Sólo alcanzó a balbucear un tibio agradecimiento y se dirigió lentamente hacia la puerta de salida. Lo único que le quedó en claro fue que ahí no tenían detenido a su marido, y que debía iniciar una lenta romería por toda la ciudad buscando desde cuerpos muertos hasta detenidos por andar de borrachera. Las manos le temblaban mientras trataba de leer la lista que le habían dado. Llegó a la puerta de salida y se dio cuenta de que estaba lloviendo a chorros. Buscó con la mirada el coche de sus vecinos que le habían hecho el favor de llevarla hasta allí, pero no lo vio de inmediato. Descendió los peldaños que le separaban del nivel de la calle. Una vez allí, y ya completamente empapada, vio a lo lejos acercarse con lentitud el automóvil que esperaba; cruzó la calle y miró de frente el edificio, llenándose de tristeza al preguntarse dónde estaría su marido, si habría dormido bien, si ya habría comido y tomado sus medicamentos, si no tendría miedo… Sin soportar ella misma, se soltó a llorar, confundiendo su llanto con el agua que se precipitaba del cielo. Vio pasar una camioneta oficial de la policía y solo por un instante sintió la presencia cercana de su marido. Luego se acercó el coche de sus vecinos y subió mojada de lluvia y de lágrimas. —¿Nada? —Nada. Dicen que aquí no han traído a nadie con ése nombre. Me dieron esta lista de lugares en donde podría estar. El hombre detrás del volante tomo la hoja doblada y un poco húmeda y comenzó a leer. Mientras tanto la mujer que viajaba de copiloto trataba de consolar lo mejor posible a la que viajaba atrás. —No te preocupes, manita; ya verás cómo lo encontramos y seguramente estará bien. Nosotros te vamos a acompañar a donde sea necesario. Con el favor de Dios, muy pronto tendrás a tu esposo de vuelta en tu casa. La aludida dio las gracias lo mejor que pudo, en tanto que el hombre ya había delineado una ruta logística con base en la información que le habían proporcionado. Aceleró la marcha del vehículo y declaró que el primer punto a visitar sería las instalaciones del servicio médico forense, es decir, la morgue con lo que, de paso, se podría descartar el peor escenario. Cuando bajaron, la mujer que viajaba de copiloto entendió que debía acompañar a su amiga en un trance tan amargo. La mujer del desaparecido descendió del coche visiblemente nerviosa, orando a Dios con todo su corazón para no encontrar a su esposo entre los muertos. Cuando se dirigieron con el responsable de información, éste buscó en la lista el nombre de la persona extraviada y no lo encontró, con lo que la mujer se sintió aliviada, pero un momento después se volvió a llenar de terror e incertidumbre. —A pesar de que por nombre no lo encontramos, señora, la verdad es que la mayoría de los cadáveres que ingresan a esta institución lo hacen en calidad de desconocidos. De este modo, lo ideal sería, si usted gusta, hacer un reconocimiento personal. Tenemos veintidós cuerpos ahora mismo en calidad de no reconocidos. Se lo sugiero para que, si no lo encuentra, se vaya usted plenamente segura. La mujer dudó un poco. Era evidente que la sola idea de pasar revista a una veintena de cadáveres le causaba horror. Por suerte el esposo de su acompañante ya se les había unido, luego de estacionar el vehículo y, sin apenas pestañear, se ofreció diligente a hacer el recorrido mortuorio. Pidió que le entregaran una fotografía del desaparecido, pues no lo conocía y, armado con el retrato, caminó detrás del guardia que le guiaría hacia las cámaras frigoríficas donde se almacenaban los cadáveres. Las dos mujeres se sentaron a esperar. Como a la media hora vieron regresar al hombre. La expresión era fría, impenetrable. En vez de dirigirse a las mujeres, se volvió al escritorio de la recepción. La esposa del desaparecido no aguantó la incertidumbre y se acercó de inmediato. —Es que hay uno que se parece mucho… La mujer sintió que algo le traspasaba el estómago de lado a lado y todo su cuerpo comenzó a temblar. —Mire, señor, el cuerpo de la plancha número seis ingresó a las ocho de la noche del pasado jueves. —Entonces no es él. —No, bajo ése criterio, no podría ser. La mujer no soportó tantas emociones en su pecho y estalló en llanto. Su amiga la abrazó tratando de consolarla con el hecho de que lo peor había pasado y que su marido no estaba muerto, por lo que debían seguir buscándolo. El hombre fue el encargado de dar las gracias al oficial que les había prestado ayuda y los tres se dirigieron a la puerta de salida. Ya instalados otra vez en el interior el coche, la mujer que viajaba de copiloto se volvió a ver a su marido preguntando con la mirada cuál sería el siguiente destino. —Ahora vamos a los hospitales. Si no estuvo aquí, lo peor que podría pasarle es estar herido. Comenzaron de esta forma un tortuoso y lento periplo por hospitales públicos y privados, así como instituciones de atención de emergencias, en busca del desaparecido. El comportamiento fue más o menos el mismo: espera de una media hora para que alguien se dignara atenderlos, canalización con la trabajadora social para conocer la información por la vía oficial, otra vez espera de la empleada que nunca estaba en el lugar que le correspondía, luego la revisión minuciosa de las listas de ingreso y, finalmente, la respuesta en negativo, pues ningún hombre con ése nombre y con ésas características físicas había ingresado a la institución. Así pasaron las horas hasta que los sorprendió la mañana- El cansancio era evidente. El hombre, sin decir nada, estacionó el vehículo junto a un puesto ambulante de desayunos y ordenó a las mujeres que bajaran. Se sentaron sin apenas decir nada. Los esposos pidieron una ración sustanciosa para poder saciar su hambre, pero la mujer del desaparecido apenas veía la carta con desgano. Su amiga procuró animarla y convencerla de que debía alimentarse, pues de otra manera no tendría fuerza para poder continuar con la búsqueda. Con desgano comió lo que le pidieron del menú y apenas quiso pronunciar palabra. Se sentía cansada, emocionalmente muy lastimada por todos los acontecimientos y, sobre todo, no podía entender nada de lo que le estaba sucediendo. Se imaginó que ésa mañana de domingo, como la de cualquier otro, ella y su marido habrían despertada a las siete de la mañana, se habrían duchado juntos, ayudándose mutuamente en ese inocente y amoroso juego del aseo dominical, para luego vestirse con sus trajes de paseo, ir a escuchar misa, salir a desayunar a la misma fonda de toda la vida, hacer una larga y lenta caminata hasta el mercado, comprar la fruta, la verdura y la carne para hacer el infaltable asado y luego regresar a casa, tomados de la mano, con una lentitud parsimoniosa, saludando a los vecinos que, igualmente, asidos a sus rutinas, hacían del domingo su día especial. Este pensamiento la hizo llorar nuevamente. Ahogó sus sollozos con pequeños sorbos de café, mientras su amiga la abrazaba, procurando darle ánimos para continuar la búsqueda. Cuando terminaron el desayuno, el hombre pagó la cuenta y dijo que los últimos lugares anotados en la lista eran las prisiones preventivas de la policía estatal y el centro de detención administrativa de la policía municipal. Primero se dirigieron a los centros de detención estatales. Como era domingo, resultó ser un verdadero hervidero de gente, pues era día de visita. La mujer del desaparecido quedó impactada cuando supo que había señoras que se formaban desde la media noche con tal de poder ver a sus familiares durante apenas quince minutos. —Señora, mire, tenemos mucho trabajo hoy. Usted misma puede ver la lista de personas remitidas a esta dependencia en las últimas setenta y dos horas. Está allí pegada. Si no encuentra el nombre de su familiar allí, pues simplemente no lo han traído a esta dependencia. Ahora, si me permite, y con todo respeto, déjeme seguir atendiendo a las otras personas. La mujer clavó los ojos largamente en las tres hojas pegadas en un cristal. Las repasó cinco veces y no encontró el nombre de su marido. Su amiga también ayudó y constató que no había registro. Animó lo mejor que pudo a la doliente y se la llevó afuera para abordar otra vez el vehículo y continuar con el siguiente puesto de detención. Allí sucedió lo mismo. Eran las tres de la tarde cuando llegaron al centro de detención administrativa de la policía municipal, es decir, el lugar en que concentraban a las personas principalmente por reñir, escandalizar en estado de ebriedad o causar algún accidente vial. Del mismo modo que en los puntos anteriores, era muy grande el número de personas que se agolpaban en la dependencia, principalmente tratado de que el juez calificara la multa de sus familiares, para poder pagar y sacarlos de allí. —Déjeme revisar, señora, creo que sí está. Al menos por la descripción que me da, sí tenemos a un hombre con ésas características. Permítame a que regrese el guardia responsable para poder verificarlo. Pasó casi una hora, hasta que al fin la mujer fue llamada a la barandilla para verificar el nombre el asegurado. —Pues, señora, tenemos a un hombre con las características que usted refiere, pero está ahogado de borracho todavía. Ingresó aquí a las diez de la mañana y es tal su grado de intoxicación, que ni siquiera pudo decirnos su nombre. Lo único que puedo ofrecerle es que pudiera usted pasar a reconocerlo, pues no trae consigo ninguna identificación. La mujer sintió alegría. Nada le importaba si su marido, contrario a todas sus costumbres, hubiera decidido ponerse una borrachera de muchacho de veinte años; no le importaba tampoco si le imponían una multa elevada o si había que pagar algún otro daño o estropicio. Lo único importante es que pudiera por fin encontrarlo, que estuviera bien y poder llevarlo a casa. Todo lo demás, era lo de menos. La mujer asintió de inmediato y siguió al oficial de guardia por un pasillo largo, con celdas a los lados, a través de cuyas rejas se podía ver a muchos hombres, con un olor reconcentrado a orina y a humedad. Cuando llegaron a la celda indicada, un hombre estaba acostado sobre la litera, dando la espalda a la puerta, por lo que la mujer no pudo distinguirlo de inmediato. —¡Eh, tú, borracho, levántate! ¡Ya vinieron por ti! Con la dificultad de una morsa, el hombre comenzó a moverse lentamente, hasta ponerse de pie y luego avanzar trastabillando hasta la puerta, asiéndose de los barrotes. Era gordo y calvo. Apestaba a licor barato. Apenas pudo articular unas palabras. —A sus órdenes… mi general… yo… discúlpeme… yo… limpiaré todo… —No, no es. Este no es mi marido, oficial. La mujer dio vuelta y comenzó a recorrer el pasillo de regreso. Otra vez frente a la barandilla, recibió la conclusión de su pesquisa. —Pues, señora, lo sentimos, pero es todo lo que podemos hacer por usted. Eran las seis de la tarde. Llevaban buscando al desaparecido más de veinticuatro horas. El cansancio era manifiesto. —Mira, querida, estamos comentando Luis y yo que ya estamos cansados los tres y que lo que más conviene es que regresemos a casa, durmamos y mañana temprano yo te sigo acompañando en tu búsqueda. Luis tiene que ir a trabajar, pero yo te ofrezco otra vez estar conmigo. Ahorita ya muy poco podemos avanzar y hasta nos arriesgamos a que nos vaya a pasar algo, de lo puro fatigamos que ya andamos. La mujer del desaparecido no pudo contradecir. Desde luego hubiera querido continuar la búsqueda, pero comprendió las razones que se le exponían. Dio las gracias por la ayuda recibida y, guardando silencio miro a través de las ventanas del vehículo los edificios y los árboles, de regreso a casa, sin dejar de pensar en su marido. Nuevamente agradeció de la manera más cumplida cuando bajó del coche. Su amiga le prometió llamarle por teléfono por la mañana para acordar los lugares en los que continuarían la búsqueda del desparecido. La mujer entró a su casa. Estaba oscura, vacía, inmensa, casi tétrica. Fue a su alcoba, se cambió los zapatos por unas cómodas pantuflas. Se lavó las manos y recordó que no había ingerido sus medicamentos. En la cocina tomó un vaso con leche y un pan. Se sentó en el sofá y comió sin ganas, pero con la necesidad de ingerir algo para poder absorber los medicamentos. Comenzó a resentir el cansancio. Varias veces se había mojado y prácticamente se había secado sin cambiarse de ropa. Temió que pudiera enfermarse por tanto descuido. Se descalzó y se tendió en el sofá, y casi de inmediato se quedó dormida. Abrió los ojos y el primer pensamiento ya con plena conciencia fue el recuerdo de su marido. En tres segundos recordó toda la secuencia de lo que había vivido en las últimas horas y de inmediato retomó fuerza para continuar con la búsqueda de su marido. Fue a la cocina y se preparó algo de desayunar y de inmediato tomó sus medicamentos. Luego llamó a su amiga para acordar dónde se verían para continuar con la labor. —¡Ay, manita! Es que fíjate que anoche que llegamos nos avisaron que mi suegra se había puesto mal y la verdad ya voy camino a verla, pues ya ves que Luis tuvo que irse a trabajar. Discúlpame. Te prometo que en cuanto regrese, te llamaré para seguirte ayudando. —Está bien, no te preocupes. La mujer terminó la llamada en el teléfono celular. Era evidente que debía enfrentarse al mundo ella sola. Comenzó a darse ánimos y a repetirse que su marido la necesitaba, que no podía hacerse la tonta ni la torpe. Tenía que ir a donde debiera ir, y hablar con quien fuera necesario, pues quería y debía encontrar a su marido. Se llenó de coraje y de pundonor y se prometió hacer todo, hasta lo imposible, por rescatar a su esposo, estuviera donde fuera. Entró a la ducha y se dio un baño. Se cambió de ropa. Tomó las cosas que juzgo necesarias. Se preparó algo de comida y agua para cuando hubiera necesidad y salió a la calle. Su primer dilema fue saber hacia dónde debía ir, a qué oficina debía dirigirse. Llegó a la avenida principal y atinó a parar un autobús que iba al centro de la ciudad y tenía un letrero que decía “SUPREMA CORTE”. Por instinto la mujer se trepó al vehículo y se encomendó a Dios para que iluminara su camino. El edificio de la corte era grande, hermoso. Abarcaba toda una cuadra y se veía entrar y salir a muchas personas, casi todas de traje formal y con maletines en las manos. En la puerta había dos policías, un gabinete y una libreta de registro. Antes de entrar, la mujer tomó sus precauciones. Trató de poner en orden sus ideas. Sabía qué le iban a preguntar, y se dijo que lo mejor era organizar su pensamiento para que no terminara estallando en llanto. Ensayó dos o tres veces en su mente lo que iba a exponer ante los policías y una vez que creyó que estaba lista, se dirigió al interior del edificio, haciendo acopio de todo el aplomo del que disponía. —¿Qué oficina visita? ¿Qué asunto va a tratar? —Estoy buscando un abogado que pueda ayudarme, pues mi esposo fue detenido el pasado sábado a mediodía. Lo he buscado por diferentes comisarias, hospitales, centros de detención y hasta en la morgue y no lo he encontrado y tampoco me han brindado ayuda. —¿Ya presentó su denuncia por secuestro? ¿Ya se presentó usted a declarar de manera ministerial? —No, señor; le repito que lo que he hecho es buscarlo por mi propia cuenta; he andado por diversas dependencias y no he encontrado respaldo ni ayuda. —Señora, no podemos hacer nada por usted; no es competencia de la corte. Disculpe usted y permita que pasen las siguientes personas. La mujer estuvo a punto de decir “Ah, bueno, entonces muchas gracias, hasta pronto”, pero recordó que no llegaría a ningún lado con una actitud medrosa, y se mordió los labios. —Le repito que vengo aquí, a la corte, a recibir la ayuda y la orientación a que tengo derecho como toda ciudadana —la voz era firme, casi retadora— No me voy a mover de aquí hasta que se me brinde ése servicio y que sea de calidad. Todos los ciudadanos tenemos derecho de audiencia y merecemos la atención de quienes integran esta corte. —Pero, señora, le repito que nosotros… —¡Y yo le repito que no me voy de aquí hasta que alguien me ayude! Mi marido está detenido o desaparecido y no voy a abandonarlo. ¡Estoy dispuesta a hablar con el Presidente de la República, si es necesario! ¿Me entiende? —Sí, señora, la entiendo, pero… —Oficial, pásela a mi oficina. Yo atenderé a la señora de manera personal. —Como usted indique, señora magistrada. Una mujer elegante, muy distinguida, obsequió a la pedigüeña una sonrisa amable que le prometía la ayuda que estaba pidiendo. —La espero en mi oficina, señora. El oficial le dará todas las indicaciones. —Muchas gracias, señora. La mujer hizo su registro y uno de los oficiales la condujo personalmente hasta la oficina de la magistrada. Era una oficina hermosa, con piso y paredes de madera, con luces tenues y muebles finos. La recién llegada esperó unos quince minutos hasta que fue invitada a pasar a la oficina principal. Siguió la misma estrategia que antes de ingresar al edificio: puso en claro su pensamiento, organizó sus ideas, y repasó con claridad lo que iba a exponerle a la magistrada y la ayuda que iba a pedirle. Cuando tuve frente a sí a la funcionaria, se pellizcó las piernas para no caer en lloriqueos o divagaciones. Con palabras claras expuso todo lo que había pasado y lo que había sucedido. Por último, haciendo un gran esfuerzo para no llorar, pidió ayuda a la magistrada para encontrar a su marido. La abogada levantó el teléfono y pidió la presencia de uno de sus ayudantes. Le hizo un resumen de la situación y le dijo que tenía la orden de llamar, usando su nombre, a quien fuera necesario, hasta encontrar a la persona. La magistrada despidió a la mujer pidiéndole que le dejara a su ayudante sus datos personales y que estuviera pendiente. Le dijo que lo más recomendable era que por el momento regresara a su casa y que al día siguiente volviera a visitarla, pues seguramente ya tendrían alguna información. La mujer llenó a la magistrada de todo tipo de agradecimientos y, ya sin poder controlarse, se echó a llorar, mientras pedía que Dios protegiera y bendijera a la abogada que seguramente para ella era un ángel. Salió del edificio de la corte y aprovechó que estaba en el centro de la ciudad y entró a la catedral. Desde niña había acudido con su madre a rezar con especial fervor al Cristo Negro y a sus pies fue a caer implorando con toda su alma por la salud y pronta localización y rescate de su marido y porque a ella se le concediera la fuerza, la salud y la inteligencia para continuar con su búsqueda. Iba a santiguarse con agua bendita de la fuente bautismal cuando escuchó el timbre de su teléfono celular. Abrió rápidamente su bolso de mano y contestó. —Le llamo de parte de la oficina de la magistrada. Ya tenemos información que le puede interesar. Le pedimos que venga lo más pronto posible para que le podamos entregar los datos que posemos. La mujer sintió que iba volando por las tres cuadras que le separaba del lugar donde estaba del edificio de la corte. No tenía mucha conciencia de las personas que pasaban a su lado y tampoco de los vehículos que casi estuvieron a punto de atropellarla. Llegó al edificio de la corte y pasó de inmediato a la oficina de la magistrada, donde ya le esperaba el subordinado al que habían encargado el caso. —Señora, ya hicimos las llamadas correspondientes, conforme nos instruyó la magistrada. Su esposo ingresó, en calidad de detenido a la central de la policía preventiva. Aquí tiene usted la dirección y los números de teléfono. También le doy una tarjeta para el director de ésa institución, de manera que le facilitarán toda la información que necesite. Me dijeron que de hecho su esposo, debido a la naturaleza del delito que le imputan, fue trasladado a una prisión federal. De momento es todo lo que podemos informarme además de que, desde luego, su esposo parece estar bien de salud, pues fue atendido por el médico legista y le han prescrito y administrado los medicamentos que requiere para la atención de sus enfermedades. La magistrada queda a sus órdenes. La mujer se llevó las manos a la cara en cuanto escuchó lo de la transferencia a una prisión federal. No sabía exactamente qué significaba, pero adivinó que no era nada bueno. Salió del edificio de la corte y se encaminó a la central de la policía preventiva, en donde de hecho ya había estado, pero le habían dicho que ninguna persona había ingresado con ése nombre. Se dijo que ahora sería diferente, toda vez que llevaba la recomendación de una persona importante. Cuando llegó a su destino pidió hablar con el director y entregó la tarjeta de recomendación firmada por la magistrada. Antes de que transcurrieran dos minutos le hicieron pasar a la oficina del funcionario. —Señora, le ofrecemos una gran disculpa, pues tuvimos de manera interna una confusión. Su señor esposo sí ingresó a esta dependencia, pero hubo orden del juez que sigue la causa para trasladarlo a una prisión federal, considerando la naturaleza del delito del que presuntamente se le inculpa. Aquí tiene usted una tarjeta con los datos de la institución. Le comento que su esposo salió de esta institución gozando de plena salud y con la alimentación y medicamentos que sus enfermedades requieren. Si en algo más le puedo ser de utilidad, estaré a sus órdenes. —¿Cuándo y a qué hora lo transfirieron? —El domingo, a las seis de la tarde. La mujer salió pensativa. Llegó a la escalinata exterior y recordó que la vez anterior estaba lloviendo mucho. Se acordó también que, antes de sus amigos pasaran por ella en el coche, vio una camioneta de la policía y sintió muy cerca la presencia de su marido. —¡Era él! ¡Ahí lo llevaban! ¡Era él!

4

El hombre tenía gran destreza para atar el nudo de la corbata. Desde adolescente había estado acostumbrado a hacer el Pratt, el Windsor y desde luego el doble y el triple. Contrario a los muchachos de su edad que detestaban la rigidez en el cuello por el uso de ése lazo incómodo, él lo usaba con orgullo, sabiendo que era un signo de distinción, una forma de diferenciarse de los otros, especialmente de lo que no tenían su color de cabello y de piel y mostrarse como superior y casi predestinado a labores de mando. Se colocó las barras en los hombros y la placa en el bolsillo frontal de la camisa, después se puso el saco y, finalmente, se acomodó la gorra. Se miró atentamente, sonrió y luego, en actitud marcial, hizo el saludo militar reglamentario. Salió de su casa silbando la tonadilla de alguna canción de moda y se encaminó al paradero de autobuses. Verificó la hora en su reloj y pudo constatar que estaba muy a tiempo de la llegada del transporte que lo conduciría a su trabajo. Tenía grandes aspiraciones profesionales, pero por algunas dificultades y falta de brillantez intelectual no pudo terminar satisfactoriamente la carrera de psicología y, sin muchas opciones por delante, consiguió que un padrino político lo colocara como custodio o celador en una prisión federal. El sueldo no era malo, si se le comparaba con sus pares en las cárceles estatales o con los oficiales de seguridad pública, y además gozaba de muy buenas prestaciones, pues incluso la prisión les proporcionaba transporte desde la ciudad hasta la penitenciaría y de regreso, además de la alimentación. Trabajaba veinticuatro horas continuas, por otras tantas de descanso y había elegido la vida de soltero, por lo que su sueldo era plenamente para sus necesidades y caprichos. Tenía su departamento propio, aunque aún le faltaban muchos años para terminar de pagarlo, pero, en comparación con sus compañeros, su condición económica era muy buena. Su carácter era más bien agrío, muy cortante. Con pocas personas cultivaba amistad. En el trabajo trataba de mantener a todos a raya, incluso a los superiores, no permitiéndoles ni una confianza, ni una línea más allá de lo que establecía el reglamento interior, y con los inferiores era especialmente exigente para que se cumpliera hasta la última coma, hasta la última tilde de lo que estaba escrito, por vano, absurdo o fuera de lugar que pudiera parecer. Tenía el cabello rubio y rizado, aunque muy poco lo podía lucir, pues el reglamento obligaba a los guardias a usar el cabello corto, al estilo militar. El color de su piel era blanco, a la manera de la gente de los países nórdicos y, como desde pequeño cultivó ideas racistas, tenía a su condición física como su más grande tesoro. Por lo secreto, sus compañeros le apodaban El Conejo Hervido, para exagerar la idea de su nívea condición y también para vengar un poco los agravios que de forma constante el hombre cometía. No era un hombre culto o brillante, pero era audaz, calculador, meticuloso, astuto. Disfrutaba mucho la tortura psicológica. Pintaba para ciertos internos un panorama atroz, completamente desolador y se deleitaba observando como poco a poco el hombre iba alejándose de la esperanza de salir muy pronto de prisión, reformarse y volver al seno de su familia, a tener una segunda oportunidad. Era un ojo atento a todos los detalles, un olfato presto al mínimo aroma discordante, un oído puesto en alerta ante la menor sospecha, un tacto entrenado pacientemente a lo largo de los años para detectar la menor rispidez. El oficial Conejo Hervido se subió al autobús en cuanto éste se estacionó en el paradero. Apenas balbuceó un “Buenos días”, dicho de manera general y con un ademán esbozó apenas un saludo para quienes ya venían ocupando el vehículo. Se acomodó rápidamente en un asiento y se sumergió en un profundo silencio, muy propio de su condición y personalidad y simplemente dejó que el viaje transcurriera. La prisión federal estaba a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Era una zona que se había reservado para evitar los asentamientos humanos. Se trataba de una planicie, de manera que había pocos lugares donde poderse esconder en caso de una fuga y un helicóptero podía rápidamente ubicar cualquier objeto o persona en ésa área sin mayores accidentes geográficos. Se trataba de una prisión muy grande, diseñada para albergar a cuatro mil internos; tres cuartas partes estaban asignadas a la población masculina y el restante veinticinco por ciento se destinaba a la población femenina. Tenía también anexos los juzgados penales y algunos otros servicios relativos a su funcionamiento, de manera que era en realidad como una pequeña ciudad fuera de la urbe. Presumían las autoridades de ser una prisión de avanzada, con tecnología de punta y con un excelente desempeño institucional, aunque, como el resto del sistema penitenciario del país, vivía una larga serie de problemas de diversa índole, entre ellos el hacinamiento y la necesidad de mezclar a los procesados con los sentenciados, aún en contra de lo dictaba la ley, pero no tenían otra alternativa dada la cantidad de internos existente. Una hora después, el autobús llegó al ala norte de la prisión federal. Los cuarenta custodios destinados al servicio de ésa sección descendieron del vehículo y se formaron para iniciar el proceso de ingreso. Primero pasaron por unos arcos de detección de metales y pantallas de rayos X para verificar que no introdujeran armas ni otros objetos prohibidos. Luego pusieron su huella digital en un lector óptico para registrar la hora de su ingreso. Finalmente pasaron a los vestidores y cambiaron el uniforme de calle por el de trabajo. Volvieron a formarse y recibieron las consignas del día, de parte de los superiores. Al oficial Conejo Hervido lo asignaron ésa mañana a permanecer en el área de recepción, lo que le pareció muy descansado, pues regularmente sólo se recibía a una o dos personas por día. —¡Oficial Willebaldo Duque, reportándose a servicio, señor! El superior le devolvió el saludo y de inmediato pasó al protocolo del cambio de turno, entregándole la documentación de los asuntos pendientes y en trámite, así como las consignas especiales dictadas por la superioridad. Una vez terminado el proceso, se firmaron los formatos y el que terminaba el turno se fue para hacer su proceso de egreso. El oficial Duque se quedó amo y señor del área de ingreso que constaba de un segmento administrativa, sanitarios, cocineta, una cámara para revisión médica y seis celdas para ingresos. Le habían entregado el área sin huéspedes, por lo que reinaba un silencio inusual, sobre todo cuando se estaba acostumbrado a otras áreas de la prisión en donde lo que predominaba era el bullicio continuo. Para no perder el tiempo, el oficial Duque se puso a hacer una revisión minuciosa de todas las áreas, buscando el mínimo desperfecto para reportarlo, a fin de que fuera reparado. Luego hizo lo propio con los expedientes y demás documentos a su alcance, finalizando por los documentos electrónicos que contenía la computadora. Todo esto le permitió llegar sin mayores problemas a las dos de la tarde, hora de la comida. De acuerdo a lo que señalaba el reglamento, esperó pacientemente la llegada de su sustituto temporal y, con toda calma, se dirigió al comedor donde encontró a otros custodios en la misma tarea. Saludó en general y de inmediato tomó su charola y se dirigió con los responsables para que le sirvieran su comida. Se sentó solo y sin mayores ceremonias, se dedicó a comer. Cuando regresó a su puesto, el oficial Duque notó que su compañero sustituto estaba terminando con los últimos datos de un registro. —Tenemos un masculino recién ingresado. Lo trajeron apenas se había usted ido a comer. Ya hice todos los registros y le asigné la primera celda. Por favor, revise si todo está en orden. El aludido comenzó una revisión exageradamente meticulosa, de más de una hora, para luego concluir que su compañero había hecho todo de acuerdo a los manuales operativos, sin cometer un solo error. Luego se puso a leer el resumen de la causa y cuando tuvo una idea sólida del asunto se dirigió a la primera celda. Allí encontró, sentado y con la cabeza entre las manos, a un hombre que se adivinaba a simple vista con bastante sobrepeso. El detenido no sintió la llegada del oficial y éste tampoco pronunció una palabra, de manera que el primero continuó en su ensimismamiento y el guardia le contempló largo rato, en una actitud escrutadora. Luego se retiró sin ser notado y volvió al escritorio para revisar otra vez el expediente. Cuando sintió que ningún detalle se le escapaba, se puso de pie, respiró hondo varias veces y se dirigió a la celda del detenido, procurando que sus pisadas resonaban lo más enérgicamente posible. Llegó a la puerta y vio al hombre sentado, con la vista al frente, pero sin apenas percibir su presencia. —¡Detenido, póngase de pie! El interno escuchó la indicación, pero no la comprendió. Volvió la vista hacia la puerta y miró inexpresivo al oficial que le exigía atención inmediata. —¿No me oyó? ¡Póngase de pie! El hombre pestañó y, apoyado del muro, se levantó y se acercó a la puerta. Se le notaba muy cansado y abatido. —Escucha bien: ¡En este lugar soy tu superior, y cada vez que te dirija la palabra, debes ponerte de pie, bajar la mirada y hablarme de usted! ¿Entendiste? —Si… claro… —Debes contestar “¡Si, señor!” —Sí, señor. —Aquí eres un interno más, sin privilegios ni consideraciones. Lo serás durante muchos años, acaso por el resto de tu vida. Lo que hiciste fue un delito muy grave. Ya verás que de nada te servirá haber robado tanto dinero. Aquí serás tratado como lo que eres, como un criminal. —Señor, yo no robé nada, le juro que… —¡Cállate! Tu causa explica claramente y con pruebas que eres un vil ladrón. La ley te castigará con todo su peso. Posiblemente nunca volverás a mirar el sol en libertad, ni volverás a tu casa con tu familia. ¡Te lo tienes merecido por defraudador y ladrón! —Señor, lo que dice es mentira… —¡Silencio! Ya el juez te sentenciará y te advierto que un hombre sin piedad para los criminales como tú. Eres un vil traidor a la confianza. No tendrás perdón. Si sales de esta prisión, lo harás siendo un anciano, apenas podrás caminar, apenas podrás mantenerte de pie y sólo saldrás para morir. ¡Ése es el castigo para los ladrones y criminales como tú! —Señor, no soy ningún criminal, soy gente de bien. —¡Mientes! Incluso Dios te ha señalado. Las enfermedades que padeces son un justo castigo a tu comportamiento depravado y criminal. A lo mejor te mueres aquí antes de terminar tu sentencia. —Pero… —Ya no hay marcha atrás. Tú decidiste ir por el camino equivocado y ahora te mezclarán con el resto de la escoria que está interna en esta prisión. Quizá pudiste llegar a ser un buen hombre. ¡Lástima por tu mujer y tu hija! Seguramente para ellas ya estás muerto. Tu mujer ha dejado de buscarte. El oficial Duque dijo las últimas palabras con una crueldad especial, como si las hubiera estado saboreando largamente, como si fueran su arma favorita, su reproche predilecto. Se retiró de la reja de la celda, pero se detuvo a pocos pasos. Sentía la necesidad de comprobar el daño causado por la crueldad de sus palabras. Con mucho cuidado y sin emitir sonido alguno regresó a la celda, sin dejarse ver. Aguzó el oído y pudo comprobar los sollozos del detenido que, otra vez sentado con la cabeza entre las manos, lloraba su desgracia. El custodio se relamió con el placer que tal acción le causaba. Estuvo escuchando y luego mirando en silencio el dolor de un hombre sumergido en una pena intensa y sonrió ampliamente, como una fiera que ha sentenciado a muerte a la víctima que devorará. Luego volvió a sentarse tranquilamente en su lugar. Al caer la noche comenzó una lluvia pertinaz. El oficial Duque fue a la cocineta y preparó la máquina cafetera. A los pocos minutos un olor exquisito comenzó a inundarlo todo. Tomó una taza grande y la llenó con el líquido negruzco. Luego le puso un poco de azúcar y un sustituto de leche con saborizante de canela, lo cual lo hizo todavía más oloroso. Revolvió perfectamente la mezcla y en lugar de ir a sentarse cómodamente a su silla a degustar en la tranquilidad de su café, se dirigió a la celda. —¡Detenido, póngase de pie! El otro reaccionó y se pudo de pie. Se notaba de inmediato la hinchazón en los ojos de tanto haber llorado. —Ya ves que de nada te sirvió ser un criminal. A ver, dime ¿qué pensabas hacer con tanto dinero?, ¿acaso querías huir del país para poder gastarlo cómodamente?, ¿eres parte de una organización criminal más grande? —No, señor, le repito nuevamente que no soy ningún ladrón. Yo soy solo un empleado, un contador público que labora para una empresa constructora… —Empresa a la que le robase arteramente cinco millones de pesos. ¡Qué ingrato! ¡Veinte años te permitieron ser parte de ésa organización y un buen día decides darles la espalda! ¿Sabes a cuántas familias dejaste sin comer?, ¿tienes idea de la dimensión del daño que causaste?, ¿dónde escondiste el dinero?, ¿para qué lo querías? El oficial Duque se sentía como un perro que tiene acorralado a un conejo en la esquina de un corral, sin escapatoria. Se imaginó que el animal, cansado de presentar resistencia y convencido de que su destino estaba dictado, terminaría rindiéndose, suplicando que viniera la muerte rápida y consoladora a terminar con el tormento. —Señor, de verdad, créame. Yo no le robé nada a nadie. ¿Usted cree que si yo tuviera la cantidad que menciona no me habría pagado un buen abogado para evitar esta prisión? —¡Bah! Lo que haces es dejar que se enfríe el botín. No cabe duda que eres un profesional de la treta y el engaño, pero te advierto que el sistema es muy duro con criminales como tú. No eres un delincuente común, pues tú usaste todos tus conocimientos profesionales para cometer la fechoría. Traicionaste incluso a la sociedad que te brindó instituciones para educarte. No esperes piedad ni consideración. Solo espera castigo. —… —Ya mejor no digas nada. Mejor prepárate para cuando te pasen al área común, para cuando tengas que enfrentarte con los otros internos, que son verdaderos animales que no tienen respeto ni educación. ¡Ah, lo que espera! Hasta este momento no has sufrido nada. Allá en la preventiva te trataron como si estuvieras de vacaciones, pero no esperes lo mismo aquí. En esta prisión las cosas sí son serias y se respeta la ley. Aquí no hay blandura. Lo internos se conocen y se castigan ente ellos mismos, dependiendo del delito que hayan cometido. De verdad no sabes lo que se te espera. Disfruta de estas horas, que serán las últimas de tranquilidad que tendrás en tu vida. El oficial Duque dio un largo sorbo a su taza de café y mostrando una amplia sonrisa, se retiró de la reja gozando cada una de sus palabras. El interno se quedó con una nueva preocupación, una que no había pensado siquiera. —Señor, vengo a tomar su lugar para que vaya usted al comedor a tomar su cena. —Muy bien, muchas gracias. —¿Alguna consigna, señor? —Solo el hecho de que en cuanto llegue la cena para el ingresado en la primera celda, se le entreguen sin intercambiar con él diálogo de ninguna especie. —Correcto, enterado, señor. El oficial Duque se sentía feliz, con honda satisfacción, al grado que, tomando su charola de alimentos para la cena, se concedió la libertad de sentarse en la mesa donde había otros guardias y participó en un par de ocasiones de la conversación general. A sus compañeros les pareció extraordinario el hecho, pero de buena gana le dieron acogida. Se concedió incluso algunos minutos más de lo habitual y finalmente regresó a su puesto de trabajo. —¿Alguna novedad? —Solo le informó que personal de servicio trajo la alimentación al interno, sin entablar diálogo de ninguna especie, tal como usted lo ordenó. Se le recogió ya la charola hace media hora. Desde luego, quedó asentado el respectivo registro. Es todo. El oficial Duque volvió a tomar control de su área. Eran las once de la noche. Faltaban unas nueve horas para terminar su turno. Decidió dedicar algún tiempo a repasar el reglamento interno. Veía en el documento una especie de Biblia del buen custodio. Era capaz de recitar largos párrafos descriptivos de los procedimientos que se debían desahogar. Hizo luego algunos rondines y cuando verificó que era la media noche, se dirigió nuevamente a la puerta de la celda. —¡Atención! ¡Detenido! ¡Póngase de pie! Fue tan sonoro el grito que el pobre diablo casi cae de la cama de cemento en donde descansaba, sobre una colchoneta de mediana calidad. Se restregó los ojos para terminar de despertar. Luego se acercó medio tambaleando hasta la puerta. —La autoridad está por llegar en cualquier momento. Te darán la oportunidad de presentar tu declaración inicial. Estate atento. No te duermas. Puede ser tu gran oportunidad para hacer tus alegatos. —¿También trabajan de noche? —Aquí trabajamos las veinticuatro horas del día, todo el año. Estate atento y o te duermas Casi no pudo contener la risa, pero se controló y salió rápidamente hasta el patio en donde, ya sin la presencia de nadie, dio rienda suelta a una risa loca, desenfrenada, burlona, como de estudiante pícaro de secundaria. Desde las siete de la mañana el oficial Duque tenía listo todo su reporte para el cambio de turno. Repasó mentalmente el procedimiento y se aseguró de que no saltara ni un solo detalle. Sintió un poco de cansancio. Se dijo que dormiría todo el camino de regreso, a bordo del autobús y una vez en su casa, se regalaría con un baño caliente, se pondría ropa deportiva e iría almorzar copiosamente, como a él le gustaba. Quizá en la tarde se concediera la oportunidad de darse una vuelta por la zona de tolerancia a ver qué podía encontrar. A las ocho y media de la mañana llegó el oficial que lo sustituiría y comenzaron el proceso de cambio de turno. —¿Alguna consigna? —Le hice algunas preguntas al recién ingresado. Parece estar sufriendo un cuadro de depresión derivado de su circunstancia. Sus documentos de remisión advierten de la ingesta de ciertos medicamentos. El día de ayer los habría tomado antes de llegar con nosotros, pero se requiere que se le administren este día. Parece tener problemas para dormir y tiene una fijación con hablar con el juez. Para calmarlo le dije que procuraríamos que el juez lo viera lo antes posible. Es todo. —Enterado, oficial. No hay problema. Antes de ir a la zona de egreso, el oficial Duque quiso echar una última ojeada al detenido, para comprobar la efectividad de sus palabras. Apenas lo vio llegando, el hombre se puso de pie. —¿Ya viene? ¿ya llegó el juez? ¿ya está aquí la autoridad? Tengo que decirle que soy inocente, que nada tuve que ver en el robo de los cinco millones de pesos de que me acusan. Soy inocente, estoy enfermo, tengo que regresar con mi mujer que también está enferma. Tengo que decir todo esto. ¿Ya viene la autoridad? El oficial Duque, sin poder ni querer controlarse, hizo una gran sonrisa de burla frente al detenido y luego, lleno de satisfacción, como un niño que ha hecho una inocente travesura, dio la espalda y comenzó a caminar rumbo a la salida.

5

—Yo aprecio mucho a Norberto. Fue un gran compañero de juventud y aunque luego el destino separó nuestras vidas, seguimos teniendo contacto con cierta frecuencia. Cuando vino a buscarme el sábado pasado y me expuso su problema le dije que le podía ayudar poniendo a su servicio un abogado que trabaja para mi tienda. La idea original era que se le tramitara un amparo para evitar que fuera detenido, y por eso también le recomendé que saliendo de aquí acudiera al ministerio público a levantar una denuncia, pero supongo que lo detuvieron antes de que pudiera hacer este movimiento. Ahora de lo que se trata es de aportar el mayor número de elementos de probanza para demostrarle a la autoridad que él no robó el dinero, sino que fue víctima de un asalto. —Efectivamente señora, se trata d demostrar la inocencia del contador. Pero le comento que no está muy fácil tal demostración. En nuestra contra tenemos que el banco hizo toda la operación contable de pagar el cheque que llevaba el contador. Poseen el original del cheque debidamente endosado, la orden interna con la que la cajera acudió a la bóveda para que le dieran el efectivo; tienen también el recibo firmado por el contador en donde consta documentalmente que le dieron todo el dinero y, sobre todo, hicieron la afectación contable de la cuenta de la empresa. Esto quiere decir que documentalmente el banco nos alega que ellos pagaron el cheque y que, una vez el dinero en las manos del cliente, ya no tienen ninguna responsabilidad. —Pero deben tener los videos donde se vea qué es lo que pasó… —Ésa es exactamente nuestra más sólida apuesta. Por la narración de los hechos que hizo el contador al licenciado Rivera, aquí presente, uno de los asaltantes lo golpeó en la boca con un arma y lo derribó. Nuestro temor es que en el video del banco no se vea con la suficiente claridad ése momento, o no se distinga la figura del contador Santisteban o, incluso, que el mismo banco, con tal de no asumir responsabilidad, oculte o edite los videos. —¡Dios mío! ¡Qué desgracia! —Estamos tratado de aportar alegatos y peticiones de peritajes. Por eso hemos solicitado la ampliación del plazo constitucional para la declaratoria del estado legal del contador. Por ejemplo, hemos solicitado que se le practique un peritaje por un odontólogo experto para que se determine la fecha y la razón de la fractura de las piezas dentales del contador. Hemos solicitado la declaración de la odontóloga que atendió en un primer momento al contador, a donde usted misma lo acompañó. De la misma manera ya estamos investigando el nombre de los paramédicos que acudieron a la sucursal del banco y que levantaron del piso al contador y lo ayudaron en un primer instante. Es fundamental para nosotros la declaración de la cajera que atendió al contador Santisteban, aunque también tenemos el riesgo de que declare en nuestra contra, es decir, diciendo que ella pagó el dinero antes de que se efectuara el asalto. —Como ve, señora, estamos tratado de ayudar a mi amigo. Nadie quisiera estar en su condición en estos momentos. De mi parte, cuente usted con todo mi apoyo, a través del trabajo del abogado Sánchez Lima. Vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance. Comprenda usted que, por la misma naturaleza del caso, nuestras desventajas en la probanza y hasta la propia corrupción que priva al interior del sistema penal, todo esto va a ser muy lento, pero no hay que desesperar. Afortunadamente, por ejemplo, ya sabemos en qué prisión se encuentra y supongo que el próximo día de visita usted tratará de hablar con él. —Sí, así lo haré. —Por favor, llénelo de ánimo. Dígale que su amigo está poniendo manos a la obra para asistirlo en este penoso trance, que nos ayude estado tranquilo, conservando sus fuerzas y esperanzas. Desde aquí haremos todo lo que esté a nuestro alcance. —Licenciado, yo le doy las gracias por todo este apoyo y pido a Dios que lo llene de bendiciones por siempre. La mujer salió un poco más animada, consciente de todas las dificultades que tenía enfrente y otras que debían venir. Se dijo que debía acopiar todas sus fuerzas y valentía para no derrumbarse. Su primer objetivo era hacer una visita a su esposo en la prisión. Debía averiguar todos los datos relativos y se dispuso a investigarlos para tomar todas sus medidas y no perder, por ningún motivo, la ocasión de ver y de hablar, aunque fuera por unos minutos a su esposo, para inyectarle ánimos para seguir en la lucha. Con mucho trabajo consiguió el nombre y la dirección de una madre que tenía a su hijo internado en la misma prisión y se acercó a ella pidiendo orientación y todos los detalles relacionados al modo de llevar a cabo las visitas en la cárcel federal. —¡Ay señora! Siento mucho que pase usted por esto. Es muy duro. Es muy doloroso. A mí se me acabó la mitad de la vida cuando encarcelaron a mi Jesús. Pasaron casi cuatro meses hasta que me permitieron verlo durante quince minutos. ¿Se imagina? Según está acusado de narcomenudeo y desde hace dos años no le han comprobado nada. Nomás dicen que su expediente está esperando por otros elementos de probanza, pero mientras tanto, me lo tienen allá, metido como un animal. Si viera cómo ha cambiado. Sus ojos, sobre todo sus ojos… Tiene una mirada como perdida, su voz es débil. Antes era muy alegre, cantaba en el grupo de la rondalla, tenía una voz preciosa… Ahora… La que explicaba no pudo resistir y comenzó a llorar. La mujer del contador Santisteban se sintió contagiada por ése sentimiento y también descargó en llanto, abrazando a su compañera de sufrimiento. Luego de unos minutos, ambas se fueron calmando y retomaron el hilo de la conversación. —A nosotras nos lleva un sobrino cada mes. Este domingo que viene nos toca ir. Salimos de aquí a las dos de la mañana. Tenemos que estar desde muy temprano para formarnos, porque es un mar de gente. Ya si llega una después de las cuatro de la mañana, la fila es enorme. Hay que llevar ropa clara, la identificación personal. No se permite darle a los internos alimentos ni dinero ni cualquier otro objeto. Lleve las uñas bien recortadas, de manos y de pies. De preferencia no lleve aretes, pulseras ni anillos, nada de metal. Hay que llevar un poco de dinero para repartir, ya sabrá usted, ésas gentes nomás quieren quitarnos lo poquito que tenemos, pero si no les damos es peor, porque simplemente no nos dejan pasar. ¡Ah, los sufrimientos y las humillaciones que ha de pasar una por los hijos! La mujer del contador Santisteban agradeció el ofrecimiento y a su vez prometió compartir los gastos del traslado. Fue al banco y consultó el saldo que tenía tanto en su cuenta corriente como en la de ahorros. Por fortuna, el contador le había confiado tarjetas adicionales, pues de otro modo, con su esposo en prisión, habría tenido serios problemas para acceder al dinero. En la cuenta de ahorros había dinero suficiente para vivir sin dificultades unos dos años, pero se prometió utilizar los recursos con toda moderación, pues no sabía los gastos que debía hacer en el futuro, ni tampoco hasta cuándo podría tener dinero fresco o propio. Se dijo que una vez que las cosas se calmaran un poco, debería buscar algún empleo o cualquier actividad productiva que le permitirá sobrevivir sin depender exclusivamente de los ahorros de la familia. El sábado por la tarde, la mujer del contador Santisteban preparó todo lo que iba a necesitar: dinero, comida para sí misma y para compartir con las otras personas, la ropa clara y ligera que le pidieron llevar. A las seis de la tarde, antes de tomar sus alimentos y medicamentos e irse a dormir, bajó el rosario que tenía guardado y, como Dios le dio a entender, se puso a rezar los padres nuestros y las aves marías, sin preocuparse mucho por los misterios a considerar, la letanía o los rezos complementarios. Solo tuvo atención en pedir fuerza, inteligencia y prudencia para poder afrontar su condición tan difícil y que Dios protegiera a su esposo en la prisión. Durmió lo más que pudo. A la una de la madrugada sonó el despertador y de inmediato se metió a la ducha y luego se puso la ropa que había elegido en la víspera. Se tomó un instante para hacer una revisión de sus cosas y, santiguándose, salió de su casa con rumbo a la de la vecina para ir al penal federal. A las tres de la mañana llegaron a las inmediaciones de la prisión. Se veía tétrica, monstruosa, con enormes muros impenetrables. El conductor no bajó del vehículo, solo se acomodó para dormir, cubierto con un grueso cobertor de lana. Bajaron la madre y la hermana de Jesús y la esposa del contador Santisteban, y comenzaron a hacer un recorrido de casi dos kilómetros hasta se encontraba ya tirada la fila. Una vez hechas de su posición, no había que hacer otra cosa sino esperar. A las nueve de la mañana se abrían los registros y comenzaba el lento, tortuoso y hasta humillante, proceso de registro personal para luego tener que esperar nuevamente en el área asignada. La madre de Jesús dijo que en ocasiones habían pasado hasta la una de la tarde y sólo se les permitía hablar con su familiar durante quince minutos exactos. La mujer del contador Santisteban suspiró hondamente y se dijo preparada para soportar el suplicio, con tal de ver y hablar con su compañero de vida. Hacia las siete de la mañana, cuando apareció el sol, la mujer comenzó a sentir cansancio. La gente estaba sentada, en fila, sobre la tierra, procurando entretenerse en cualquier cosa. Incluso había quienes llevaban sus colchonetas y sus cobertores y se tiraban a dormir en el suelo. La mujer del contador Santisteban compartió con las otras dos mujeres algunos alimentos y procuraron descansar lo mejor que pudieron. Hacia las nueve de la mañana se comenzó a ver que en la fila, que ya era enorme, movimiento y desorden. Las personas comenzaron a levantarse; los que se habían tirado en colchonetas guardaron sus cosas en sus vehículos y se dispusieron a afrontar el proceso de registro. Como a las diez de la mañana llegaron las mujeres al primer filtro. En una mesa se les pedía su identificación oficial y el nombre el interno al que pretendían visitar. —Creo que esta vez no podrá ver a su familiar, porque está reportado como castigado— dijo la mujer que hacia los registros al tiempo que abría rápidamente el cajón de su escritorio. La madre de Jesús, con la misma rapidez, tiró al interior del cajón un billete de cien pesos. —Hágame el favor de verificar, a lo mejor hay un error. —Sí, tiene razón, teníamos un error. ¿Son ustedes dos las que vienen a verlo, verdad? La oficial entregó las dos fichas que acreditaban haber saltado el primer filtro. —¿A quién visita? —A Norberto Santisteban; ingresó la semana pasada. —Déjeme ver… Si, aquí lo tengo registrado, pero me reportan que no puede verlo porque el día de hoy tiene audiencia con el juez de su causa. —Hágame el favor de verificar, quizá haya un error. —A ver, déjeme ver— y la oficial abrió rápidamente su cajón del escritorio al tiempo que la mujer lanzó al interior un billete de doscientos pesos— Si, si puede pasar, le reprogramaron su audiencia. Aquí tiene su ficha. La mujer retomó su lugar en la fila. Ahora se trataba de pasar por unos arcos detectores de metales y unas máquinas de rayos X. Dos oficiales vigilaban el paso de las personas a través de estos instrumentos y, dependiendo más del capricho que del azar, iban separando a algunos para pasar a un análisis más profundo. Primero pasó la madre de Jesús y no recibió ninguna observación, por lo que su ficha fue perforada, a manera de contraseña para continuar con el proceso. Luego fue el turno de la hermana de Jesús y a continuación de la mujer del contador Santisteban. Ambas fueron separadas del grupo, con la indicación de que debían pasar a un control más profundo. La muchacha a la vez fue turnada a una fila en donde se veían mujeres jóvenes. La esposa del contador Santisteban pasó a otra fila de mujeres maduras. Iban pasando una por una a una habitación y de inmediato cerraban la puerta. —¡La que sigue! La mujer del contador Santisteban pasó a la habitación y tras ella cerraron la puerta. —¿Es la primera vez que vienes? —Sí, es la primera vez. —Muy bien, ¿a qué hora fue tu último baño? —Me bañé hoy a la una de la mañana. —Muy bien. Quítate toda la ropa, toda, y que sea rápido porque la fila está muy larga. Las palabras de la oficial fueron determinantes. La mujer no tuvo otra opción. Con rapidez se sacó los zapatos, las calcetas y luego todo lo demás hasta quedar completamente desnuda. —Colócate frente a la plancha de exploración. Ahora vuélvete de frente a la pared. Agáchate hasta tocar la plancha con tu cabeza. Con tus manos, separa tus glúteos lo más que puedas… La mujer luchaba contra su pudor, contra su amor propio, se repetía que todo era por una buena causa y que eso no debía afectar en nada su ánimo. Pasó un minuto en ésa posición, esperando a recibir la siguiente indicación de la oficial. —Ya, ya puedes vestirte. Que pase la siguiente. Con rabia contenida la mujer del contador Santisteban recibió la perforación de su ficha como contraseña de que había pasado por el segundo filtro. Un par de minutos después se le integró la hermana de Jesús. Venía también con el rostro compungido. Adivinó que necesitaba abrazarla para que sacara a tensión acumulada. —A mí hasta los dedos me metieron por ambos lados—, dijo la chica al oído de la mujer mayor, sabedora de que no debía comentar esto con su madre. La mujer el contador Santisteban la llenó de besos, procurando consolarla lo mejor posible y continuar con su peregrinaje. Como una hora después se reencontraron con la madre de Jesús, en un enorme patio que servía como sala de espera. Eran las diez y media de la mañana y el sol era intenso. La fila iba y venía con el caprichosa cabrioleo de una tira de dominó. Cada quince minutos pasaba un grupo de cincuenta personas. La hermana de Jesús calculó que faltaban unas cuatrocientas personas para que llegara su turno, de manera que demorarían una hora y media bajo ése intenso sol. Casi al medio día pasaron las cincuenta personas previas a las mujeres. Dos oficiales hicieron la cuenta del siguiente grupo de medio centenar de individuos. Luego, uno tomó una caja de cartón negro con una abertura, a manera de urna, indicando que la gente fuera depositando la ficha de ingreso que les habían dado. La gente depositaba la ficha doblada y dentro un billete de cien pesos cada uno. Hecho esto, el oficial de atrás les entregaba otro papel con un número que iba del uno hasta el cincuenta, para indicarles qué locutorio les correspondía. A la madre y la hermana de Jesús les tocó el locutorio número veinticuatro y a la mujer del contador Santisteban le tocó el veinticinco. Cuando les correspondió entrar, se encontraron con un largo pasillo. A cada metro de distancia había una reja como los rediles con que se conduce a los animales. Los visitantes buscaban el número que les correspondía y entraban. A los tres metros había una malla metálica. Hasta allí podían llegar, de manera que hablaban con sus familiares detenidos a través de una reja. Eso era todo. La mujer del contador Santisteban llegó el número veinticinco y, con el corazón agitado y anhelante. se imaginó volver a ver a su marido, enfundado en un uniforme de prisión. Se repitió que debía ser fuerte, tratar de no llorar, de no flaquear, de inyectarle ánimos, de convencerlo de que afuera estaban luchando a brazo partido para sacarlo de ahí lo antes posible, que él debía cooperar no dándose por vencido, no dejándose deprimir ni enfermar… Llegó al límite de la reja, pero no encontró a nadie. Miró para todos lados, como buscando una respuesta. No quería aceptar que luego de tanto sacrificio, de la afrenta y la humillación, no pudiera llegar a su objetivo. Bajó la mirada y, junto a la reja, miró un buzón, como los que se usan en las casas para recibir la correspondencia. Había un letrero: “15 MIN = $ 500; 10 MIN = $ 300; 05 MIN = $ 200; MUESTRA Y DEPOSITA” De manera que comprendió que había que dar una nueva cooperación. No lo pensó mucho. Sacó su cartera, extrajo un billete de quinientos pesos y lo mostró en todas las direcciones para finalmente depositarlo por la rendija del buzón. En unos segundos escuchó como se corrían unos cerrojos del otro lado de la puerta y aparecía su marido, Norberto Santisteban, como desorientado, sin saber por qué lo habían metido allí, ni lo que iba a encontrar.